Albert Rivera no es Nick Clegg

03 / 08 / 2016 Agustín Valladolid
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Resulta chocante que el gran temor de Rivera sea que le acusen de haber favorecido la formación de Gobierno.

Albert Rivera elige a sus asesores, a los de dentro y a los de fuera. Hay quienes, desde la lealtad al líder, transmiten a este en sede oficial lo que de verdad piensan. Y los hay que susurran requiebros en reservados o desde las páginas de los digitales, como si este joven de indiscutible mérito estuviera en condiciones de echarse todo el país a las espaldas; como si antes de que él irrumpiera en nuestras vidas la democracia verdadera no hubiera existido. A Rivera le acuna sobre todo el antimarianismo, corriente en la que militan aznaristas que por lo general se sienten desaprovechados, cuando no ninguneados sin justificación por el inquilino de La Moncloa, y gentes de toda condición a las que Josemari protegió. A Mariano Rajoy le hemos descubierto en estos años bastantes defectos, pero también alguna que otra virtud, entre las cuales sobresale una rara ausencia de hipocresía en lo que a relaciones personales se refiere.

Desgraciadamente, en la España de estos años, el modelo Ausbanc no ha sido exclusivo de Luis Pineda y compañía. La utilización, por vía directa o indirecta, de los medios de comunicación para arrancar privilegios al poder político, ha estado a la orden del día. Con Aznar y Rodríguez Zapatero estas prácticas alcanzaron las más altas cotas de excelencia. Rajoy no ha puesto del todo fin a estas nada sutiles habilidades, pero, al César lo que es del César, cerró a cal y canto las puertas de palacio a algunos de sus más notorios intérpretes.

No debería confundirse Rivera; ni dejar que le confundieran. Tiene 32 escaños, meritísimos, de gran utilidad según el uso que se haga de ellos, pero 32, ni uno más y 8 menos que en diciembre de 2015. El PP alcanzó el 26-J 137, una cifra a medio camino, que nada arregla por sí sola, pero 14 más que el 20-D. Y eso de un día para otro, como quien dice. ¿Qué parte del mensaje no han entendido Rivera y los suyos?

El partido que ha venido para quedarse, para drenar la democracia española, para inundar de aire fresco las instituciones y todas esas hermosas frases que hemos oído en estos meses, está a un paso de convertir tanta expectativa ilusionante en otro bla-bla-bla más, en una nueva oportunidad perdida de construir una opción política moderna y centrada.

A pesar de lo exiguo de sus fuerzas parlamentarias, las urnas le han regalado a Ciudadanos una de las llaves maestras de la gobernabilidad. Y para su suerte o su desgracia, los españoles le han dicho al partido naranja que su sitio es ese, colindante con el PP y con el PSOE, no sustitutivo, al menos de momento; el de un partido comodín cuyo papel debiera ser el de impulsar cambios profundos en las formas de hacer política, no quedarse en su particular jaula de cristal a salvo de salpicaduras.

El bien común como mantra

 Si, como repiten sus dirigentes, Ciudadanos hará lo que tenga que hacer por el bien de España, sería muy útil que ellos mismos empezaran por poner en valor lo que la ciudadanía ha puesto en valor, esto es, la formación urgente de Gobierno. Podría calificarse de chocante, si no fuera algo peor, que el gran temor de Rivera sea que le lleguen a acusar de haber favorecido la formación de un Gobierno a todas luces necesario. Hay algún ilustre colega que ha comparado a Albert Rivera con Nick Clegg, el líder de los Liberal Demócratas británicos que puso sus 57 diputados a disposición de David Cameron en 2010 a cambio de la vicepresidencia y cinco ministerios. Cierto que en 2015 Cameron obtuvo la mayoría absoluta y los liberales se despeñaron hasta los 8 escaños. La comparación puede ser oportuna, pero también incompleta. Porque hay dos formas de que te pase lo que a Clegg: hacer lo que hizo Clegg, convertirse en un personaje casi irrelevante, o quedarte en una esquina y esperar unas nuevas elecciones. Ninguna expectativa de regeneración democrática existía por aquel entonces en el Reino Unido alrededor de la figura de Clegg. Se trataba de pura matemática parlamentaria y reparto de poder. No es el caso de Rivera y Ciudadanos, de los que se sigue esperando algo más que buenas palabras. Por expresarlo de otro modo: el riesgo de que Rivera acabe como Clegg es mucho más elevado si se queda corto y se pasa por defecto que si lo hace por exceso. Si fuera además cierto el mantra de que Rivera está a todas horas pensando en el bien del país, Ciudadanos debiera aclarar cuanto antes su disposición a favorecer una oposición con la que pueda entenderse, o su objetivo, al empujar al PSOE a un papel que no le corresponde (más allá de asumir la abstención “técnica” de 6 o 7 diputados), es disputar a los socialistas su teórica posición de alternativa. En definitiva, si va a inclinarse por propiciar la estabilidad a cambio de reformas de calado (nadie pide a Ciudadanos colaboración a ciegas; más bien lo contrario), o su jugada, en contra de lo que se nos vende, está más ligada al futuro del líder y del partido que al del país.

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