La gran guerra que pudo evitarse

04 / 08 / 2014 Luis Reyes
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Europa, agosto de 1914. Un trágico efecto de fichas de dominó en forma de alianzas, ultimátums y movilizaciones lleva a todas las grandes potencias a la guerra.

No ha habido ninguna guerra tan prevista, con tanto tiempo preparada, tan deseada por todos como la de 1914. Puede decirse que se fijó como objetivo casi medio siglo antes, en septiembre de 1870, cuando se consumó la humillante derrota francesa en la guerra franco-prusiana. Napoleón III se rindió con su Ejército en Sedán, perdió incluso la corona y Francia fue amputada de Alsacia y Lorena, anexionadas a un recién nacido Imperio Alemán que, para más inri, se proclamó en la galería de los espejos de Versalles, en otro tiempo escenario de las glorias francesas.

En ese momento nació el revanchismo francés, una obsesión nacional por resarcirse de la humillación y recuperar las provincias perdidas, representadas popularmente como dos niñas arrebatadas a su madre por un bárbaro teutón. Los niños aprendían a leer con abecedarios patrióticos en los que cada letra encabezaba una palabra belicosa, y luego crecían con los cuentos de grandes ilustradores como Job o Hansi, cuyo argumento era la perfidia prusiana y el valor francés. Los periódicos estaban llenos de artículos incendiarios y de caricaturas crueles del káiser, del Ejército alemán, de la nación germana en general. Se publicaban tratados seudocientíficos para explicar la brutalidad innata de la raza alemana con argumentos tan pintorescos como el exceso de consumo de berzas. En fin, el revanchismo era una pasión nacional que obnubilaba tanto a la derecha como a la izquierda, y por supuesto al Ejército y a la Iglesia.

Frente a este impulso emotivo, propio del cliché de país latino de Francia, los alemanes preparaban la guerra con el orden y la minuciosidad que les atribuye el tópico. El Estado Mayor alemán, auténtico cerebro del Ejército imperial, estaba compuesto por militares que se consideraban doctores en una ciencia exacta. Como se sabía inevitable la guerra con Francia, durante décadas estuvieron preparando el Plan Schlieffen, el zarpazo que darían de inicio al Ejército francés para lograr un triunfo decisivo y rápido. Básicamente consistía en penetrar a través de la neutral Bélgica para realizar un movimiento envolvente sobre el Ejército francés, según el clásico modelo de Aníbal en la batalla de Cannas. Realizaron cientos de sesiones de Spielkrieg, el juego de la guerra inventado por ellos, en los que cada alternativa posible era reproducida, ensayada, analizada hasta sus últimas consecuencias. La labor de tantos años de estudio de las mejores cabezas estratégicas dio como fruto un plan de operaciones tan bueno que incluso lo volverían a emplear en la Segunda Guerra Mundial, pero que en realidad fracasó en 1914.

La opinión pública alemana no guardaba agravios pendientes comparables a los franceses, pero Guillermo II, sí. El káiser, que tenía grandes poderes constitucionales y, de hecho, dirigía la política alemana, tenía una personalidad inmadura y caprichosa, se dejaba dominar por la soberbia y la cólera, y no soportaba que los franceses no contasen con él, como si fuera un apestado. Le hubiera gustado conocer París pero sabía que nunca le invitarían, así que decidió entrar como conquistador, como había hecho su tatarabuelo Federico Guillermo en 1814. Más intolerable aún era a sus ojos –y esto sí lo compartía la opinión pública– que Francia tuviese un gran imperio colonial y a Alemania solo le hubieran dejado migajas, cuando a principios del siglo XX era claramente la primera potencia económica, industrial y militar.

En esta culpa incurría también Inglaterra. Guillermo II, nieto de la reina Victoria, educado por su madre como si fuese un niño inglés –Willy, le llamaba– tenía una relación de amor-odio con Inglaterra, donde había pasado muchas vacaciones con la familia real británica. Sentía tanta envidia y secreta admiración como resentimiento hacia su tío Eduardo VII, y pretendió mirar por encima del hombro al siguiente monarca inglés, su primo Jorge IV. Pero la realidad es que Inglaterra, aunque superada económicamente por Alemania, mantenía la hegemonía mundial con su inmenso imperio ultramarino, extendido por todos los continentes de la Tierra.

Para competir con Inglaterra en el dominio del mundo había que controlar los mares, y Alemania se lanzó con ímpetu a construir barcos de guerra más potentes que los ingleses. Ese plan de construcción naval provocó que los ingleses, que siempre habían simpatizado con los alemanes –la familia real inglesa era de origen germano– se hiciesen germanófobos. Una oleada patriótica se extendió por la nación pidiendo más barcos de guerra según el principio de que Inglaterra debía tener tantos como las dos principales flotas extranjeras juntas, y un 10% más. La gente hostigaba a los diputados que se oponían a los gastos navales, se volvía contra los Gobiernos que no seguían el ritmo de rearme exigido por la prensa popular.

Preparativos de guerra.

Ese era el ambiente en las tres grandes naciones europeas, que hizo que la declaración de guerra fuera recibida con manifestaciones de alegría y los soldados partiesen al frente en trenes adornados con flores, como si fuesen a una romería. Pero aunque Alemania, Francia e Inglaterra fuesen los principales actores de la Gran Guerra, no fue un conflicto directo entre ellos lo que la desató, sino un asunto en la periferia europea, en los atrasados Balcanes, y protagonizado por dos potencias de segunda, Rusia y Austria-Hungría, imperios aparatosos, llenos de oropeles, pero con pies de barro, que por sí solos no habrían podido causar la gran tragedia que asoló a Europa.

La pugna entre Rusia y Austria con los Balcanes de por medio llevaría al magnicidio de Sarajevo, la chispa que encendió la Gran Guerra. Sin embargo la Primera Guerra Mundial, el harakiri de Europa, pudo evitarse, podría haberse restringido a un conflicto balcánico más, con el plus de la intervención de Austria y Rusia, si no se hubiesen sucedido una serie de hechos imprevisibles, torsiones violentas del curso de la Historia mediante escándalos y asesinatos, que se cebaron en las fuerzas pacifistas.

Pese al ambiente belicista que en general existía en Francia y Alemania, había también tendencias antibelicistas que, aunque minoritarias, eran poderosas y tenían un papel protagonista en la política. En Alemania se trataba de un entorno privado, la camarilla del káiser que, dadas las características semiabsolutistas del poder en el Reich, era más importante que cualquier partido político. Estaba presidida por el “mejor amigo” de Guillermo II, el príncipe Philipp zu Eulenburg, brillante diplomático y héroe de guerra, 12 años mayor que el emperador, que desde su juventud se convirtió en una especie de mentor con gran influencia sobre él. Este círculo de amigos aristócratas, intelectuales y artistas se solía reunir para partidas de caza en el castillo de Liebenberg, propiedad de Eulenburg, y fue conocido como “la Tabla Redonda de Liebenberg”. Todos eran gente cosmopolita, liberal y partidaria de las buenas relaciones con Francia, cuya cultura y savoir vivre admiraban... También les unía la homosexualidad, un componente de la personalidad de Guillermo II del que se sabe poco porque se mantuvo bajo un riguroso tabú.

La oportunidad de la paz.

Fue el príncipe Zu Eulenburg y el círculo de Liebenberg quienes convencieron a Guillermo II de buscar una salida pacífica al conflicto con Francia en 1906, cuando se produjo la primera crisis de Marruecos. Este manejo de la política exterior por los pacifistas, que impidió una guerra, indignó a los belicistas, y un periodista ultranacionalista, Maximilian Harden, lanzó una campaña de ataques contra ellos. Y aquí intervino la ingrata fortuna: durante una velada del círculo en un castillo de Donaueschingen, el jefe del cuarto militar del emperador, general conde Von Hulsen-Haeseler, se travistió con unas mallas y un tutú y empezó a bailar ballet ante el regocijo general, pero su performance fue interrumpida por un ataque al corazón que le provocó la muerte. El escándalo estaba servido en bandeja para Harden. Eulenburg fue procesado por homosexualidad –un delito en la época–, media docena de aguerridos oficiales gais se suicidaron, y varias carreras militares y políticas terminaron, aunque su más grave consecuencia fue que Guillermo II, aterrorizado con que le salpicara el escándalo, rompió con sus relaciones pacifistas y se echó en manos de los belicistas.

En Francia el pacifismo era más convencional, residía en un ala del Partido Radical y en el socialismo. El radicalismo, alma política de la III República, era un movimiento algo difuso en el que convivían revanchistas como su máxima figura, Clemenceau, o el presidente de la República, Poincaré, con pacifistas como el brillante Joseph Cailloux. Cailloux, gran hacendista, inventor del impuesto sobre la renta, lo que le valió el odio eterno de la derecha, fue el jefe del Gobierno que evitó una guerra con Alemania en 1911 (segunda crisis de Marruecos). Preconizaba incluso un buen entendimiento con el poderoso vecino, que traería grandes beneficios mutuos.

Jean Jaurés.

En el Partido Socialista (SFIO, en sus siglas francesas) la postura era más clara. Los socialistas eran por definición internacionalistas y no aceptaban más guerra que la de clases, las demás eran guerras burguesas en las que morían los trabajadores por los intereses de los ricos. El jefe del socialismo era Jean Jaurés, figura carismática capaz de unificar las muchas corrientes socialistas. A principios de 1914, Jaurés y Cailloux se aliaron para formar un bloque antibelicista que impidiese la guerra que se veía venir. Obtuvieron suficiente mayoría en las elecciones para formar un Gobierno encabezado por Cailloux, pero otra vez una perversa fortuna le jugó una mala pasada a la causa de la paz. Los revanchistas lanzaron una sucia campaña contra Cailloux a través del diario Le Figaro, y madame Cailloux, en un momento de furia vindicativa de su honor, asesinó a tiros al director del periódico.

El presidente Poincaré aprovechó el escándalo para neutralizar a Cailloux: le dijo que no podía encomendarle formar Gobierno hasta que no hubiese terminado el proceso de su esposa, y cuando sucedió esto fue ya demasiado tarde, estaban a punto de estallar las hostilidades.

Solamente quedaba un cartucho para salvar la paz, la capacidad de movilización de Jaurés. Durante el verano se había empleado a fondo, había advertido a la clase obrera contra los cantos de sirena del revanchismo y a finales de julio amenazó al Gobierno con convocar una huelga general si seguía la senda de la guerra. La huelga general en aquella época significaba la revolución, y de pronto Francia se encontró con la posibilidad de una guerra civil, lo que asustó realmente al Gobierno. El 31 de julio de 1914, Jaurés puso en marcha su amenaza, estaba decidido a todo con tal de impedir la guerra y confiaba en que los socialistas alemanes siguieran su ejemplo. Comenzó a redactar la convocatoria de huelga general revolucionaria que debía publicar L’Humanité, y siguiendo los usos políticos de la época, lo hizo en la mesa de un café. Allí, en el Café du Croissant, lo asesinó un militante ultranacionalista llamado Villain.

Su muerte desactivó definitivamente la oposición a la guerra, los socialistas se sumaron a la llamada Unión Sagrada de todas las fuerzas nacionales, lo mismo que harían los socialistas alemanes en su país. Tres días después, los soldados del káiser invadían Bélgica. Ahora sí que era inevitable la Gran Guerra.

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