Símbolo de la Guerra Fría

11 / 11 / 2014 Luis Reyes
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“¡Que vengan a Berlín!”, clamaba Kennedy ante el Muro, convertido en un símbolo de la opresión del comunismo frente a las libertades occidentales.

Atravesé el Muro el 5 de noviembre de 1989, según consta en los sellos que estampó en mi pasaporte la Policía oriental, los tristemente célebres vopos. Faltaban solo cuatro días para que aquella muralla sobrecogedora, que en el paso de Check-point Charlie tomaba la forma de un laberinto, se viniera abajo y, a juzgar por la soledad ominosa en que lo crucé en uno y otro sentido, debí de ser una de las últimas personas que vivió esa experiencia, una liturgia entonces imprescindible para un periodista que se dedicara a los conflictos internacionales.

El Muro había trascendido de su condición de barrera fronteriza sellada para convertirse en un símbolo, el símbolo de la Guerra Fría, de esa lucha del Bien contra el Mal en la que cada habitante del mundo decidía quiénes eran los buenos y los malos según su posición ideológica. Kennedy lo entendió bien y escogió ese escenario para pronunciar su discurso más famoso, Ich bin ein berliner (“Yo soy un berlinés”): “Hay mucha gente en el mundo que no comprende la gran diferencia entre el mundo libre y el mundo comunista. ¡Que vengan a Berlín!”, exhortó en un mitin ante 400.000 berlineses.

Cuentan las crónicas periodísticas de los 60, ya históricas, que cuando los habitantes de Berlín despertaron en la mañana del 13 de agosto de 1961 y se encontraron con el “primer Muro” (hubo cuatro), no se lo podían creer, no entendían lo que pasaba. La sorpresa que causó su aparición fue incluso superior a la de su caída. Los berlineses circulaban por su ciudad como lo habían hecho toda la vida, pese a la guerra, pese a la derrota, pese a la multi-ocupación extranjera y pese al enfrentamiento entre bloques, y al toparse con una alambrada que partía la ciudad en dos, no aceptaban esa realidad. Intentaban retirarla, empujaban a los vopos, forcejeaban para atravesarla, pero no como sucedería luego, para huir del Este al Oeste, sino para pasar en ambos sentidos. La actitud de esos ciudadanos les habría costado la vida algún tiempo después, cuando a los vopos les explicasen sus jefes la situación, porque la inmensa mayoría de policías y funcionarios del sector oriental tampoco entendían lo que habían hecho, ni sabían cómo comportarse.

Se ha caracterizado el Muro como un ejemplo de la sinrazón, pero lo que en realidad escapaba a lo racional era lo contrario, es decir, la libertad de circulación entre los sectores occidental y soviético que se había mantenido hasta entonces, cuando la ciudad de Berlín era el epicentro de la Guerra Fría. Allí se libró la primera batalla de este conflicto que las grandes potencias orquestaron como alternativa a una guerra abierta, porque tanto un bando como el otro eran conscientes de que las armas nucleares en su poder podían destruir el mundo y no habría vencedores en la Tercera Guerra Mundial.

El Ejército Rojo tomó Berlín en 1945 a un alto precio, 80.000 muertos, Moscú tenía por tanto el derecho de conquista sobre la capital alemana, pero los acuerdos entre los aliados permitieron que Estados Unidos y sus acólitos, Gran Bretaña y Francia, tuviesen presencia en Berlín como potencias ocupantes. Eran momentos de luna de miel y se estableció un sistema de ocupación para amigos. Pero en los dos años siguientes los amigos se fueron distanciando. Moscú maniobró para imponer el sistema comunista en los países que había ocupado, e incluso extenderlo hacia algún vecino, y Winston Churchill, que al contrario que los americanos siempre había desconfiado de Stalin, empleó ya en 1946 el término Telón de acero para referirse a la frontera del comunismo en Europa.

Washington respondió a la estrategia de Moscú con la Doctrina Truman, cuando el presidente solicitó y obtuvo del Congreso fondos para “sostener a los pueblos libres”. Un senador demócrata al que llamaban Big (grande) Ed Johnson, más famoso por sus críticas a la vida privada de la actriz Ingrid Bergman, le advirtió a Truman: “Esto es una declaración de guerra a Rusia”.

El presidente americano mantuvo el desafío, a principios de 1948 los occidentales comenzaron a organizar la OTAN y unificaron sus zonas de ocupación en Alemania, estableciendo una moneda alemana, el deutschemark, el primer paso para incorporar a la Alemania Occidental a su frente. Eso era algo más que una declaración de guerra, era el primer movimiento estratégico, al que Moscú respondió presionando sobre el punto más débil, Berlín.

El bloqueo.

Los ocupantes occidentales de Berlín habían pasado de colegas y amigos a rehenes, porque la capital alemana era una isla en el interior de un mar comunista. El 24 de junio de 1948, seis días después de que entrase en circulación el marco alemán, los rusos bloquearon las vías de acceso a Berlín Occidental, carreteras, canales y ferrocarril. Los americanos, sus aliados y los berlineses occidentales se convirtieron en náufragos en un árido islote como los que pinta Forges, porque Berlín no producía nada, todo le tenía que venir de fuera, desde el carbón a las aspirinas.

Solamente quedaba una vía de aprovisionamiento, la aérea, porque cada sector contaba con su propio aeropuerto y Stalin ordenó no tocarla. No se puede detener un avión en el aire como se para un tren en una vía, la única forma de hacerlo es derribarlo, y eso supondría pasar de la Guerra Fría a la caliente. Además, ¿qué podían hacer los americanos por aire? A los dos días de bloqueo mandaron una flota de 32 aviones Dakota con suministros que no llegaban a las 200 toneladas. ¡Berlín necesitaba 2.400 toneladas diarias!

Fue uno de los mayores errores estratégicos de la cúpula soviética, desestimaron la capacidad de Estados Unidos, una nación entonces pletórica, cohesionada y riquísima, para hacer frente a cualquier desafío. Los americanos montaron enseguida lo que se llamaría “un puente aéreo”, algo más que una metáfora, porque la frecuencia de vuelos a los aeropuertos berlineses hacía casi visualizar un cuerpo sólido que desde Occidente daba el salto a la capital alemana, trazando una audaz curva sobre el territorio de Alemania Oriental. A finales de junio ese puente aéreo hacía llegar 400 toneladas diarias de suministros, en julio alcanzó las 2.400, en agosto 4.500, en septiembre 7.000, y en abril de 1949, ¡8.200!

En mayo Moscú dio por perdida la batalla y se restableció el tráfico terrestre, pero Berlín había quedado ya marcado como el paradigma de la tensión internacional, el lugar por donde las superpotencias caminaban por el filo de la navaja. Por eso resultaba insólito que se pudiera circular libremente por sus dos zonas, que se mantuviera abierto aquel agujero en el Telón de acero, el único lugar donde se podía circular libremente entre el mundo comunista y el capitalista.

Esta circunstancia convirtió a Berlín en una especie de escenario lleno de trucos teatrales, una ciudad como de cine que parecía una convención de espías, donde se decía que todos los berlineses practicaban el pluriempleo, pues además de su profesión ejercían de informadores de uno u otro servicio secreto. En Berlín se mantenían esos contactos que establecen las reglas de juego en el mundo del espionaje, los códigos de caballeros que impedían a la CIA matar a un agente del KGB y al KGB matar a un agente de la CIA, los intercambios de rehenes que permitían a los agentes secretos trabajar con relativa tranquilidad, sabiendo que, si eran capturados por el enemigo, no tardarían mucho tiempo en ser llevados a un oscuro puente de un canal berlinés, donde se cruzaría con un colega del otro campo.

La realidad supera la ficción.

Esa ciudad extravagante fue reflejada muchas veces en novelas y películas, no solo de espías, también metáforas geniales de la Guerra Fría como la comedia de Billy Wilder Un, dos, tres, con su confrontación dialéctica entre la ideología marxista y la Coca-cola. Sin embargo en aquel Berlín la realidad superaba la ficción. ¿A qué novelista podría ocurrírsele un plan tan fantástico como la operación Gold, el mayor intento de escucha telefónica que se había hecho nunca? Consistía en un túnel excavado en secreto desde el sector americano al ruso, un pasadizo subterráneo de 450 metros de largo que llevaba hasta un gran empalme de cables telefónicos por donde discurrían las comunicaciones oficiales soviéticas. La operación fue montada por la CIA con colaboración británica. La CIA puso el dinero, el trabajo y la infraestructura, y el servicio secreto inglés aportó el traidor, George Blake, un topo del KGB que advirtió a los soviéticos de todo el plan.

Una semana después de aparecer la alambrada que partía Berlín, la esperanza de que fuese una medida provisional se desvaneció, pues fue sustituida por un muro de obra que en los años siguientes fue creciendo y perfeccionándose para hacerse más y más impermeable. El muro definitivo, el cuarto, se instaló en 1975, y se extendía por 43 kilómetros del casco urbano, aunque lo rebasaba ampliamente por las afueras de la ciudad hasta alcanzar 155 kilómetros. Estaba construido con 45.000 planchas de cemento prefabricado en forma de L, ingenioso diseño para impedir que un camión lanzado contra ellas las derribase. La altura era de 3,6 metros y delante de él se despejó un ancho glacis arrasando las casas fronterizas, por las que al principio huía la gente tirándose por las ventanas hacia la parte occidental. En esa franja esquilmada, llena de alambradas, verjas, zanjas y sistemas de alarma, se ejercía una vigilancia feroz con 302 torres de centinela, focos y patrullas, 600 perros de presa y 14.000 vopos con orden de tirar a matar, que ejecutaron a 239 fugitivos.

Cinco mil cuarenta y tres personas lograron saltar el Muro pese al aparato represor de la Policía oriental, y las técnicas de fuga llegaron al ejercicio circense, con gente que se deslizaba por un cable tendido de sector a sector, o que lo cruzaba en globo aerostático. La transgresión del Muro se convirtió en material mediático, permanentemente había fotógrafos para captar las fugas más espectaculares, como aquella en que lo saltaba un vopo con su metralleta y su casco de acero. Hubo incluso una cadena de televisión norteamericana que financió la construcción de un túnel, recogida puntualmente en un reportaje exclusivo que culminaba con la huida de 29 personas. Eso sí que era fabricar la noticia.

El Muro tuvo repercusiones sociológicas notables. En Berlín Occidental se temía la despoblación, que los berlineses emigrasen por miedo a vivir en una ciudad tan expuesta al peligro. Para compensar esto, las autoridades establecieron privilegios económicos y fiscales para los vecinos de Berlín, aunque lo más eficaz fue librarlos del servicio militar. Eso atrajo a Berlín a multitud de jóvenes contestatarios, pasotas y de extrema izquierda, de modo que la ciudad emblema del anticomunismo capitalista tenía un censo marcadamente izquierdista.

Más turbador fue el fenómeno que se produjo en la parte oriental. Los obstáculos cada vez mayores para saltar el Muro hicieron que esto solo fuera posible para los guardias que lo patrullaban, que podían acercarse a él sin ser ametrallados. No estamos hablando de casos anecdóticos, más del 10% de los que lograron huir, 574 de 5.043, eran vopos. Los puestos avanzados de los vopos se convirtieron en el empleo más deseado por quienes querían huir a Occidente, la mayoría de la población. Pero para optar a ese trabajo había que ser no ya un buen comunista, sino un fanático. Los que más deseaban huir se convirtieron así en policías despiadados, que delataban a familiares y amigos para demostrar su adhesión al régimen, que disparaban certeramente contra los fugitivos sin mostrar piedad.

Lo que empezó en Berlín terminó en Berlín. El 9 de noviembre de 1989 el canciller Helmut Kohl salió de Bonn rumbo a Polonia en viaje oficial, no estaría por tanto en su puesto de gobierno en el momento más importante de la historia de Alemania desde la muerte de Hitler. El día anterior yo también salí de Berlín, perdiéndome el mayor suceso informativo de mi generación. En descargo hay que alegar que ni en las instancias del poder político, ni en los medios periodísticos, ni en los servicios de espionaje del mundo había el menor atisbo de que esa noche pasara lo que pasó.

Lo que sí estaba meridianamente claro era que habría grandes cambios en Alemania del Este, mejor dicho, ya los había habido, como en todo el bloque comunista, provocados por la perestroika de Gorbachov. El 2 de mayo de ese año Hungría había decidido acabar con el Telón de acero y abrió al tráfico libre su frontera con Austria, provocando un éxodo de alemanes orientales hacia Occidente a través del territorio húngaro.

El error del funcionario.

El Gobierno germano-oriental, presidido por Erich Honecker, tuvo que cerrar su frontera con Hungría para que no se vaciase por allí el país, lo que provocó algo que no se había visto en Alemania Oriental desde 1953, grandes manifestaciones de protesta. Yo pude presenciar una de ellas en Postdam, el elegante suburbio de Berlín Oriental. Mijail Gorbachov visitó a Honecker el 7 de octubre; iba a darle la jubilación. Honecker era un comunista al viejo estilo y no se enteró de lo que le decía Gorbachov, no entendió que si la Unión Soviética cambiaba de estilo, todo el bloque del Este tendría que hacerlo. Quiso recurrir al Ejército para aplastar a los manifestantes, y paradójicamente fue el responsable de seguridad del Politburó, Egon Krenz, quien lo cesó y tomó el poder el 18 de octubre.

Inmediatamente Krenz anunció una política reformista, una perestroika a la alemana. Además de las fugas masivas y los movimientos de protesta, Alemania Oriental estaba en una situación económica catastrófica, que solo se podía paliar con ayuda occidental. Krenz sabía que para eso había que abrir las fronteras y encargó al equipo jurídico de la Stasi (la policía política) que preparase una normativa ad hoc.

El 9 de noviembre, mientras el Gobierno estaba reunido, se decidió dar un avance a la prensa de la ley que se estaba preparando, que culminaba con el párrafo: “Los viajes de duración permanente pueden hacerse por todo puesto fronterizo con la República Federal”. Un periodista italiano preguntó que cuándo entraría en vigor la norma, y el portavoz Günter Schabowski, secretario de propaganda del Partido, se aturulló con los papeles. En vez de contestar que próximamente, dijo: “En cuanto lo diga... Inmediatamente”.

Cuando los berlineses orientales oyeron eso por la radio creyeron que esa misma noche se abriría el Muro y empezaron a hacer cola en el puesto fronterizo de Bösebrücke, en el norte de la ciudad, que era el que les correspondía a los ciudadanos alemanes cuando conseguían una rara autorización. El jefe de Policía del puesto llamó a sus superiores para comunicar que había cientos de personas esperando para pasar. Nadie sabía nada y las llamadas angustiadas del vopo llegaron hasta el consejo de ministros, desconcertado por cómo se le había escapado de las manos la situación. La cola era cada vez mayor y cuando alcanzó las 20.000 personas, el jefe del puesto resolvió por su cuenta. “Nos lleva la marea”, dijo a las 11 de la noche, y levantó la barrera.

Lo que empezó en Berlín terminó en Berlín. Había finalizado la Guerra Fría.

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