Nelson, Madiba, Tata, Bapu

05 / 07 / 2013 12:35 Luis Algorri
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Son los nombres de alguien que cambió el mundo y que hizo lo imposible: lograr la paz en el mayor vivero de odio de los dos últimos siglos. El último, ‘Bapu’, no es suyo: es el de Gandhi, en el que tantas veces se miró. Significa “padre”.

El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en mangas de camisa, entró en la celda 46664 de la prisión de Robben Island. Es un habitáculo de 2,4 x 2,1 metros que contiene una colchoneta, una mesita con una especie de cazo y un cubo para hacer las necesidades. Nada más. Las tres paredes (la cuarta es una gran reja de hierro que da al pasillo) fueron pintadas alguna vez de color azul verdoso. A través de los seis barrotes de la única ventana se ve un patio castigado por el sol en el que hay grandes piedras de cal.

Hoy ese lugar es un museo. Obama permaneció allí unos minutos y, al salir, solo dijo esto: “Estoy conmovido. La fuerza moral de Mandela es una inspiración para el mundo”.

Seguramente llevaba la frase preparada, pero dio en el clavo. Nelson Rolihlahla Mandela permaneció en esa celda durante 18 años. Sus carceleros intentaron sobre todo dos cosas. La primera, doblegar su espíritu, quebrar su resistencia. La segunda, que los sudafricanos –sobre todo los negros– se olvidasen de él. No lograron ninguna de las dos. Cuando salió de allí, a las tres de la tarde del 11 de febrero de 1990, lo aguardaba medio millón de personas. Su fuerza moral, simbolizada por su célebre sonrisa, estaba intacta: poco después era elegido presidente de la nación en unas elecciones en las que, por primera vez en la historia de Sudáfrica, votaron todos: blancos y negros.

El último presidente del apartheid sudafricano, Frederik Willem de Klerk, dijo, poco después de recibir el Nobel de la Paz en 1993 junto con Mandela: “Es un hombre extraordinario. Nunca he conocido a otro como él ni creo que haya existido nadie así en el mundo, al menos desde Gandhi”.

El aristócrata. Uno de sus más viejos amigos y colaboradores, el ya fallecido Walter Sisulu, lo explicaba así: “Mandela es un ejemplo de dignidad para todos, pero la fuente de esa dignidad no está en la cárcel, en sus conocimientos o en su condición de líder. Su dignidad nace de su familia, de su niñez. Mandela era un jefe desde niño. Nunca dejó de serlo”.

Esto necesita una explicación. Mandela nació hace casi 95 años (18 de julio de 1918) en Mvezo, una aldea de lo que hoy es la provincia oriental de El Cabo y hasta hace unos veinte años fue el bantustán del Transkei: una reserva para negros de la etnia xhosa. Un lugar apacible cerca de la costa del Índico, de colinas suaves, donde se criaba bien el ganado. Algo parecido a un mundo inmutable y feliz.

Mandela era hijo de la tercera esposa del jefe de la aldea, Henry Gadla Mphakanyiswa, del clan madiba. Y, por su madre, biznieto del rey Ngubengcuka, de la casa Thembu. Esto tiene una importancia relativa, porque el rey Ngubengcuka se murió hace 180 años y, con la costumbre de la poligamia vigente en la zona desde tiempos inmemoriales, es difícil creer que haya alguien allí ahora mismo que no pertenezca a la “familia real”, aunque sea en grado microscópico.

Pero es igual. Mandela fue educado como un aristócrata desde que nació. Aprendió desde niño a no inclinarse, lo cual le vino bien porque su estatura llegó a los 1,83 metros. Su padre le puso el elegante nombre de Rolihlahla, que quiere decir “revoltoso”. Un nombre sonoro y aristocrático pero, como es evidente, algo difícil de pronunciar. Así que su maestro en la escuela infantil decidió simplificar las cosas, algo también corriente: “Un nombre muy bonito, pero será mejor que te llamemos algo más corto. Nelson, por ejemplo”. Y se quedó con Nelson desde los 7años. Ese fue el primer nombre que le puso la gente.

No solo se le educó como a un señor, sino que el mundo en que vivía fue, durante años, impenetrable y prácticamente aislado. Los europeos, básicamente holandeses (bóers), se instalaron en Sudáfrica alrededor del siglo XVII. Los británicos hicieron suya la colonia de Ciudad del Cabo a principios del XIX. Hubo guerras famosas pero, cuando el niño Mandela llegó al mundo, los blancos vivían muy lejos de su tierra y no se inmiscuían mucho en la vida de sus vecinos. Se sabía que no trataban bien a los negros (que eran el 80% de la población), pero eso era algo que sucedía en otro lugar.

Mandela, desde crío, asiste a las reuniones del regente y de los jefes locales. Lo respetan. Y cuando muere su padre (él tiene 9 años) siguen respetándolo y ocupándose de él. No es un cualquiera.

Cuando acaba la enseñanza secundaria lo envían a la Universidad de Fort Hare, el único centro universitario en el que podían estudiar los negros. Todavía no es el mundo real: hay más gente pero están en la tranquila ciudad de Alice, lejos de lo que sucede en las ciudades donde abundan los blancos.

Mandela empieza a dar que hablar. Participa en huelgas. Lo eligen representante estudiantil pero renuncia (algo nunca visto) porque cree que la votación ha sido amañada y lo están utilizando. Dicen que roba ganado. Lo expulsan. Cuando vuelve a su pueblo se encuentra con que el regente, según costumbre, le ha buscado esposa. Él dice que ni hablar y se va a vivir a Johannesburgo.

Allí sí. Allí se tropieza con el racismo en toda su magnitud. Aún no ha nacido formalmente el régimen del apartheid, pero aquel negro alto incapaz de doblegarse se encuentra en un mundo que no esperaba.

Estudia leyes, como Gandhi, que también vivió en Sudáfrica. Empieza a meterse en política, lo mismo que Gandhi, para combatir la injusta segregación; él lo hace en el Congreso Nacional Africano (CNA), un partido que él considera tutelado por los blancos. Unos blancos extraños que han apoyado a Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial, a pesar de que muy buena parte de ellos preferían a los nazis. Mandela calla, escucha, estudia. Cría fama de tímido y grandón. Se casa con una compañera, Evelyn, y se esfuerza en dominar el idioma inglés. Dentro del CNA crea la Liga Juvenil, más decidida y activa que el partido grande. Pero le va bien. Tiene trabajo, junto con su amigo Oliver Tambo, como abogado de negros, algo rarísimo entonces.
 No llega a los 30 años y es una época de bonanza.

El activista. Todo cambia en 1948, cuando el triunfante Partido Nacional Africano (de los blancos) establece, ya sin disimulos ni transigencias, el régimen del apartheid. Es la segregación total. Sudáfrica se llena de enemigos.

Y ahí empieza a brillar Mandela. El revoltoso propugna la llamada Campaña de Desobediencia Civil, que sigue, una vez más, la senda abierta por Gandhi: la no violencia.

Pero los afrikaners blancos creen haber aprendido la lección de los británicos de la India. No hay contemplaciones. Saben que Mandela, aquel abogaducho negro y alto como un poste, es un peligro. En 1952 lo detienen y lo inhabilitan. No puede trabajar. No puede hablar con más de una persona a la vez. No puede asistir a las fiestas de cumpleaños de sus hijos porque eso contravendría la norma anterior. Puro Kafka.

Hasta que en diciembre de 1956 le detienen junto con 155 militantes más del CNA. Le acusan de alta traición. Tardarían cuatro años en declararle no culpable. Es su primera estancia larga en prisión y, en contra de lo que los racistas blancos habían previsto, Mandela empieza a convertirse en un símbolo. Es ya el pensamiento del CNA, que en esa época sufre escisiones y crisis.

La lanza de la nación. Pero llega un momento en que Mandela, empujado por las circunstancias y por sus propios compatriotas negros, abandona la vía de Gandhi. La no violencia se termina cuando, en 1960, la policía blanca se lía a tiros con una manifestación en Sharpeville y siembra el lugar de cadáveres: 69 muertos que llevan al CNA a la clandestinidad y a Mandela a crear lo que llama “la lanza de la nación”, una estrategia que responde a la violencia con violencia. El país empieza a arder, hay sabotajes por todas partes y Mandela deja Sudáfrica. Pero la gente no lo sabe: suponen que sigue allí y creen verlo por todas partes, como al Zorro o a Bonnie & Clyde. Su figura toma las dimensiones de un héroe de leyenda para millones de negros de todo el continente. Pero Mandela no está atracando trenes vestido con sombrero y capa negra: está recibiendo entrenamiento militar en Argelia y en Etiopía.

Y se está enterando de qué piensa el mundo exterior de su país, de su lucha y de él mismo. Se da cuenta de una cosa: el futuro de Sudáfrica no es el apartheid sino la reconciliación. Un régimen que se enfrenta a todo el mundo puede durar más o menos años, pero no puede sobrevivir. Y la nación necesitará un día u otro a todos, blancos y negros. Ahora bien, ¿cómo lograr el futuro si unos y otros andan matándose, torturándose y quemándose mediante métodos tan brutales como los famosos collares (neumáticos que se ponían alrededor del cuello de alguien y se les prendía fuego)?

Decide regresar a Sudáfrica.

Allí ya hace tiempo que los viejos de su clan le han dado un nuevo nombre: Madiba, que es el nombre del clan mismo. Es como si le dijeran: tú nos representas a todos. Tú eres todos.

El símbolo. Lo detienen inmediatamente. Al poco tiempo cae toda la dirección del CNA. Los juzgan a todos juntos y es más que obvio que la intención del régimen es condenarlos a muerte.

Pero aquellos afrikaners racistas tienen ascendencia europea, sobre todo británica, y guardan respeto por una cosa: el sistema judicial. Mandela, abogado negro en un mundo tiranizado por los blancos, pronuncia en su juicio un alegato final de más de cuatro horas que concluye con unas palabras difíciles de olvidar: “He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He soñado con una sociedad democrática en la que todas las personas vivan juntas, en armonía y con igualdad de oportunidades. Este es un ideal que me hace querer vivir para conseguirlo. Pero, si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”.

Ya no es Gandhi. Ahora sus palabras suenan como las que Martin Luther King está pronunciando casi al mismo tiempo (28 de agosto de 1963) ante 250.000 personas delante del Lincoln Memorial de Washington: “I have a dream...”.

Pero esas son las últimas palabras que Nelson Rolihlahla Mandela, Madiba, pronunciará en público durante tres décadas. La presión internacional impide la condena a muerte, pero el 12 de junio de 1964 los jueces de Pretoria lo condenan a cadena perpetua, que cumplirá en la prisión de Robben Island, bajo la acusación de conspirar para derribar el Gobierno.

La pregunta es: ¿puede un símbolo seguir siéndolo si todos le olvidan?

El mito. La Isla de las Focas es un pedazo de piedra que emerge del mar embravecido justo delante de Ciudad del Cabo. Como en el célebre castillo de If donde fue encerrado el conde de Montecristo, allí solo estaba la prisión. Imposible escapar, a no ser que alguien sea capaz de nadar doce kilómetros a través de olas furiosas e infestadas de tiburones. Robben Island no tenía ni agua potable: hubo que conectarla por un tubo con la de tierra firme.

Allí fue encerrado Mandela con varios de sus compañeros condenados. A uno de ellos, Ahmed Kathrada, le dejó las cosas muy claras uno de los carceleros: “Nuestra misión es doblegar vuestro espíritu. Lo que debemos lograr es que os olviden”.

La crueldad de los verdugos es refinada. No hay relojes ni periódicos, es decir, no hay tiempo ni conocimiento de lo que sucede. Dividen a los presos según un complicado sistema de grados y privilegios. Un estatus mayor o menor supone más o menos carne, o pescado, o azúcar en el café, o suprimir la ración de pan. Incluso agua para beber o asearse. Mandela y los suyos están en el grado más bajo y tienen menos facilidades vitales que los presos comunes. Además, se les obliga a unos curiosos trabajos forzados: partir grandes bloques de roca caliza. Todos saben que aquello no sirve absolutamente para nada. Se busca la destrucción del espíritu mediante la conciencia de la inutilidad de un trabajo agotador, que se hace durante horas y horas bajo un sol feroz.

Pero Mandela reacciona como un gigante: su arma es la dignidad. Se niega a correr, a trabajar a toda velocidad, a contestar militarmente, a tratar de señor a sus carceleros. Más bien al contrario: los conoce a todos por sus nombres. Cada mañana les da los buenos días en su idioma, el afrikáans, que ha aprendido, y les tiende la mano para que se la estrechen: acabarán haciéndolo. Les trata con cortesía, les sonríe, les pregunta siempre por su familia y por sus hijos. Les infunde un respeto que ellos no logran entender, pero que sienten. Así durante 18 años. Mandela, Madiba, vuelve a ser Gandhi, el viejo Gandhi preso o confinado en la India poco antes de ganar la independencia.

Su mujer, Evelyn, le abandonó durante su primer encarcelamiento y él pronto se casó con una belleza combativa, Winnie. En todo ese tiempo la verá dos veces y podrá rozarle una mano en una sola ocasión. Los carceleros le piden perdón a escondidas cuando las autoridades no le permiten salir para ir al entierro de su hijo Thembekili, Thembi, que se ha matado en un accidente de tráfico.

¿Le olvidaron? Todo lo contrario. Cuando en 1976 se producen las matanzas de Soweto (el principio del fin del régimen racista que entonces presidía Balthazar Vorster), cientos de miles de pancartas llenan el país: “We need Mandela”. Su joven amigo Cyril Ramaphosa, dirigente del CNA, dice algo que sin duda había leído Barack Obama antes de entrar en la celda 46664: “Era un símbolo para todos, una inspiración”.

La solución. Entonces se produce algo muy curioso. En 1985, cuando el acoso internacional al régimen del apartheid está llevando al país a una situación diplomática y económica insostenible, el presidente sudafricano es Pieter Botha, un racista a machamartillo al que llaman el Gran cocodrilo y que lleva en la dirección de la nación desde hace muchos años. Botha, que es lo que hoy llamaríamos una mala bestia, no tiene más remedio que convencerse (por la fuerza de los hechos) de que al apartheid le queda poco tiempo y que lo que hay que hacer es tratar de garantizar un futuro común, sin guerras civiles ni venganzas ni matanzas de blancos.

Eso es exactamente lo que quiere Madiba, Mandela, también ya Tata (padre), del mismo modo que Gandhi era Bapu (padre)... de la nación, en hindi. Eso es lo que quiere Mandela. Y el cocodrilo lo sabe.

Primero intenta engañarlo: le ofrece la libertad (enero de 1985) a cambio de colaborar con el régimen y de abandonar formalmente la violencia. Mandela se niega. Su hija Zindzi lee en público un mensaje suyo: “No puedo hacer ninguna promesa cuando ni yo ni vosotros somos libres. Solo los hombres libres pueden negociar. Un preso no puede firmar contratos”.

Pero luego Botha empieza a hacer algo mucho más inteligente con Madiba: sacarlo a escondidas. El cocodrilo sabe que Mandela necesita conocer, acostumbrarse a un país que hace veinte años que no ve. Y que no le ve a él tampoco: Madiba es un  mito cuya cara no reconocería nadie por la calle. Y así (noviembre de 1985) le llevan a recorrer ciudades, barrios y centros comerciales para que se vaya habituando al país que un día u otro tomará con sus manos la libertad. Naturalmente, está negociando en secreto con el Gobierno. Los avances son muy limitados: él, por boca de su hija, ha explicado claramente la razón.

El nuevo presidente, De Klerk, pone fin a toda la farsa. Acaba una por una con las leyes del apartheid y libera a Madiba aquel famoso 11 de febrero. El preso más célebre del mundo llega caminando, puño en alto, a la plaza de Ciudad del Cabo donde le aguardan medio millón de personas. Viste un extraño terno de color gris que no está acostumbrado a llevar, pero no tardará en hacerlo. Sus primeras palabras, entrecortadas porque, como él mismo dijo luego, le faltaba la respiración, fueron: “Yo soy Mandela. Comparezco ante vosotros no como profeta, sino como humilde servidor. Vosotros y vuestros sacrificios heroicos me han permitido estar hoy aquí delante de vosotros; por lo tanto, los años que me queden de vida estarán en vuestras manos”. Dijo el arzobispo Desmond Tutu, Nobel de la Paz en 1984: “Si la primavera hubiese llegado en medio del invierno no nos habría alegrado más”.

Lo eligen presidente del CNA y, durante tres años, aquel viejo de 72 años negocia duramente con De Klerk y los suyos. Su estrategia: no ceder jamás en los principios esenciales, pero transigir en lo accesorio... cuando menos lo esperaban los adversarios. Mandela les brinda la oportunidad de salvar su propia dignidad, o la cara al menos, ante los suyos. Madiba no quiere la victoria: quiere la paz. Para todos.

Se le rompe el corazón cuando se ve forzado a separarse de su mujer, Winnie, que lleva años haciendo justo lo contrario: alinearse con los grupos más radicales y preparar la venganza sangrienta contra los blancos.

El padre. El 27 de abril de 1994, Nelson Mandela es elegido primer presidente de la nueva Sudáfrica. Hay gente que ha hecho una cola de tres días y tres noches para votarle. Uno de sus vicepresidentes es nada menos que De Klerk, quien ya ha recibido junto a él el Nobel de la Paz y el Príncipe de Asturias de la Cooperación Internacional.

Sus palabras en la toma de posesión son definitivas: “Nunca, nunca, nunca más nuestro hermoso país volverá a sufrir la opresión de unos sobre otros”.

Mandela negoció con De Klerk una Constitución en la que cupieran todos los sudafricanos, blancos y negros. Mandela se vio obligado a reinventar un país en el que no había agua potable para todos, ni casas, ni trabajo, ni desde luego educación, que él consideró siempre el arma más poderosa de que dispone el ser humano.

Mandela, el mito, el líder mundial, la persona más venerada internacionalmente de su tiempo, recorrió el mundo con la intención de que tantas grandes palabras y tantos elogios se convirtiesen en dinero, en inversiones para Sudáfrica: lo consiguió. Mandela, decidido a integrar a todos los sudafricanos en una sola nación sin pasar por más matanzas, dio ejemplo en su propia casa: sus escoltas, de los que dependía su vida, eran unos blancos y otros negros. El himno del país se canta en cinco idiomas y es la fusión del himno de los negros y del de los blancos. La bandera del país, un complicado diseño de Cyril Ramaphosa, convivió durante años con la anterior bandera de los blancos, cuya exhibición era un derecho constitucional.

La memorable película Invictus, dirigida en 2009 por Clint Eastwood e interpretada por Morgan Freeman en el papel de Madiba, dejó claro el respeto y la voluntad de integración que Mandela tuvo desde el primer momento para con los símbolos del régimen racista caído y de la población blanca; en especial por el rugby, sagrado para los blancos. tacias a Mandela, a quien todos llamaron “el jugador nº 16”, Sudáfrica obtuvo la organización del campeonato mundial de 1995... y lo ganó, en un partido inolvidable frente a Nueva Zelanda. Mandela vistió ese día la camiseta y la gorra de los Springboks, el equipo hasta muy poco antes odiado por todos los negros. Decenas de miles de personas, muchos de ellos blancos, ondearon la nueva bandera. Los jugadores cantaron el himno nacional, la mitad del cual había estado prohibido hasta muy poco tiempo antes por “terrorista”.

Dijo el arzobispo Tutu: “¿Cómo alguien que había sufrido tanto pudo ser tan magnánimo?”. Quizá por haber sufrido tanto, precisamente. Quizá porque aquel niño estirado y aristocrático, que tenía clara conciencia de su condición superior, acabó por comprender que el bienestar de todos es mucho más importante que el interés individual; y que la paz y la libertad son, como decía don Quijote, los bienes más preciados que sobre la Tierra pusieron los cielos. Quizá porque solo alguien capaz de decir, mirándose a sí mismo: “Los verdaderos líderes deben estar dispuestos a sacrificarlo todo por la libertad de su pueblo”, logra ser llamado por 45 millones de personas, blancos y negros, Madiba, Tata. Padre.

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