Dos pueblos para una tierra

10 / 07 / 2013 11:09 Luis Reyes
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Table Bay, el Cabo de Buena Esperanza, 1652 · Colonos calvinistas venidos de Holanda llegan a Sudáfrica. Crearán una nación que excluía a los nativos.

El hombre blanco llegó temprano a África del Sur, antes del descubrimiento de América. Fueron naturalmente los portugueses, pioneros en la exploración africana, los primeros que doblaron en 1488 el Cabo de las Tormentas, como bautizó Bartolomé Díaz a la punta meridional del continente. Los portugueses buscaban la ruta a la India, y cuando Vasco de Gama la alcanzó diez años después, cambió el nombre de la punta y la llamó Cabo de Buena Esperanza. Vasco de Gama estableció una base de apoyo en la costa oriental de Sudáfrica y le puso el nombre que aún conserva, Natal, Navidad en portugués, pero en 1510 fue abandonada.

En 1622 los ingleses tomaron posesión nominal del Cabo pero, como a los portugueses, solamente les interesaba como base en el camino de la India. Serían los holandeses los primeros europeos en llegar al Cabo con un auténtico proyecto colonial en 1652. Durante tres siglos, la historia de Sudáfrica estaría determinada por el enfrentamiento entre ingleses y holandeses. Inglaterra se convertiría en un imperio ultramarino que perseguía el dominio mercantil del mundo, mientras que los colonos holandeses, solo un puñado de familias dedicadas a la agricultura y la ganadería –de ahí su nombre, boers, “campesinos” en holandés–, se aferrarían al terruño de Sudáfrica considerándola su verdadera patria, llamándose a sí mismos afrikaners y denominando afrikaans a su lengua, en realidad, el neerlandés.

Los colonos holandeses eran protestantes de una de las ramas más fundamentalistas, el calvinismo, y el factor religioso sería definitivo a la hora de configurar el régimen que en nuestros tiempos hemos conocido como apartheid, la forma más elaborada de racismo. Eran puritanos, lectores literales de la Biblia, austeros y sacrificados, estrictos y fanáticos. Creían que el mismo Dios les había entregado aquella tierra y pensaban que Dios también les había hecho superiores y distintos a los nativos, que el mestizaje o la igualdad serían una transgresión del plan divino.

Afrikaners. Lo cierto es que había pocos indígenas en aquellas costas, los pueblos bosquimanos y hotentotes, y que su cultura era muy primitiva y su aspecto físico muy diferente y poco airoso para los cánones europeos. Nunca fueron una amenaza para los colonos, que los apartaron de su camino sin darles importancia, desplazándolos al desierto o eliminándolos. En cuanto a los negros que encontramos hoy en Sudáfrica, que los boérs llamaron “bantúes”, los historiadores del apartheid sostenían que llegaron desde el centro del continente en una migración posterior a la de los holandeses. La cuestión está tan politizada que es muy difícil establecer con objetividad histórica cuándo llegaron a Sudáfrica los bantúes.

A finales del XVIII comenzaron los conflictos con Inglaterra, a la que el Congreso de Viena adjudicó en 1815 la Colonia del Cabo. En 1836 los holandeses, para sustraerse a la autoridad británica, abandonaron en masa el Cabo, cargaron todas sus posesiones en carretas, arrearon sus rebaños y emprendieron el Gran Trek, una épica marcha hacia el Norte. En 1839 fundaron el primero de los llamados Estados Bóers, la República de Natal, en la zona costera oriental, y entre el 52 y el 54, dos naciones más en el interior, la República del Transvaal y el Estado Libre de Orange.

Al penetrar en el continente, los afrikaners encontraron resistencia de los pueblos bantúes, especialmente de los zulúes, que habían formado un pequeño imperio con una eficaz organización militar. Sin embargo, los bóers vencieron a los zulúes y establecieron su hegemonía sobre los negros. La única amenaza preocupante para la forma de vida bóer sería el Imperio Británico, atraído por el descubrimiento de oro y diamantes en los Estados Bóers, lo que provocó dos guerras anglobóers, en 1881 y en 1899-1902. Pese a la desproporción de fuerzas, los afrikaners, caballistas natos y excelentes tiradores, pusieron en jaque al Imperio y al final hubo una especie de tablas. Los bóers aceptaron la soberanía de la corona británica, pero gozando de una amplia autonomía interna, que en 1910 se formalizó como el Dominio de la Unión Sudafricana.

Esta serie de dificultades históricas que superaron los afrikaners, domeñar la naturaleza, vencer a los formidables zulúes y mantenerse erguidos frente a Inglaterra, desarrolló una idiosincrasia de dureza que se traduciría en despotismo, un orgullo de estirpe que daría lugar al racismo más radical.

Leyes racistas. El sistema legal del apartheid tuvo su primer capítulo en 1913, con la Native Land Act (Ley de Tierras Nativas), que creaba una serie de reservas indígenas en el 7,3% de la Unión, fuera de las cuales estaba prohibido a los negros ser propietarios. La ley no se aplicaba en El Cabo, donde la población blanca no era bóer, sino británica, y por tanto menos radical en su racismo. Hay que decir que, en lo social, la separación de razas era absoluta en todas partes, como en el resto del Imperio Británico, algo que a principios del siglo XX parecía lo natural y era generalmente aceptado.

Es curioso que el primer movimiento que se enfrentó a la discriminación no surgió entre los negros, sino que lo fundó en 1884 un emigrante indio, un tal Mahatma Gandhi. Se llamó el Natal Indian Congress y en principio se ocupaba de los derechos de la minoría india, pero sirvió de ejemplo y acicate para los negros, que en 1912 formaron en Bloemfontein el African National Congress (ANC, en sus siglas en inglés; CNA, Congreso Nacional Africano, en español), el partido en el que militaría Nelson Mandela.

El CNA tenía como objetivo la emancipación de los negros y seguía los métodos no violentos de Gandhi. Una delegación del CNA acudió incluso a la Conferencia de Versalles de 1919, en la que se decidía el destino del mundo tras la Primera Guerra Mundial, pero no logró que se atendiesen sus reivindicaciones. En los años sucesivos lucharon por medio de huelgas, boicots, desobediencia civil y recursos ante los tribunales, y sufrieron la represión policial, que en ocasiones causó docenas de muertos.

Partido Nacionalista. La preocupación que estos movimientos reivindicativos causaban entre los blancos propició que en 1924 fuera elegido primer ministro de la Unión Sudafricana Barry Hertzog, antiguo general de los bóers y líder del Partido Nacionalista, un fundamentalista afrikaner que se mantuvo en el poder hasta la Segunda Guerra Mundial, y que promulgó la serie de leyes racistas que configuraron el apartheid. Durante la Segunda Guerra Mundial Inglaterra, preocupada por las simpatías hacia Alemania de los extremistas afrikaners, que incluso habían creado un movimiento nazi, el Ossewabrandag (“centinela de la carreta”), encarceló a muchos de ellos –incluido el luego primer ministro Voster–, y puso al frente del Gobierno a un bóer liberal, el mariscal Smuts.

Pero en las elecciones de 1948 volvió al poder el Partido Nacionalista que, en 1950, dictó la Groupe Areas Act (Ley de Áreas y Grupos) que fijaba la consideración de “blanco”, “indígena” y “de color” (coloured), agrupando a quienes no entraran en las dos primeras categorías. Esta ley establecía el régimen de residencia en las distintas zonas, regulando la permanencia de negros en áreas blancas por motivos de empleo. Los reglamentos que desarrollaron este sistema eran tan prolijos y complejos que, como señaló un jurista, “solo un porcentaje relativamente débil de la población africana está en situación de respetarlos”. El resultado, una de las peculiaridades del apartheid, es que prácticamente todos los negros en zonas blancas estaban fuera de la ley, y diariamente había centenares de detenciones administrativas, en su mayoría por “el pase”, el salvoconducto de 80 páginas que debían llevar siempre encima los negros.

Como reacción al apartheid, la década de los 50 presenció grandes movilizaciones negras, huelgas y campañas de resistencia civil, junto a una intensa actividad política del CNA, las organizaciones de otras minorías y la izquierda blanca, lo que llevó a poner fuera de la ley del Partido Comunista, o a la aplicación del delito de “alta traición” a los dirigentes del movimiento reivindicativo. El broche de esa década lo puso la matanza de Sharpeville, un suburbio negro donde el ejército disolvió una manifestación a tiros, provocando 67 muertos.

En 1961 la opinión pública internacional estaba sensibilizada ante el problema del apartheid. Sudáfrica rompió sus vínculos constitucionales con Gran Bretaña y la Unión se transformó en República, siendo expulsada de la Commonwealth. Además, el presidente del CNA, Albert Lutuli, recibió el Nobel de la Paz en reconocimiento a una lucha de décadas por la emancipación manteniéndose en la vía de la no violencia. En una de las típicas burlas de la Historia, al día siguiente de la vuelta de Lutuli de Oslo con su flamante Nobel de la Paz, el CNA inició la lucha armada con una serie de atentados con bomba, mientras que un joven dirigente del CNA, Nelson Mandela, convertido en jefe de su organización militar, Umkhonto we Sizwe (“la lanza de la nación”), viajaba por el mundo buscando ayuda material para esta nueva clase de lucha. Nada volvería a ser ya como antes.

El Partido Nacionalista reaccionó ante la nueva resistencia con un paso más en la política segregacionista, el Proyecto Verwoerd (por el nombre del primer ministro) o “desarrollo por separado”. Como dijo en el Parlamento el ministro de Administración Bantú, M.C. Botha, “los blancos y bantúes constituyen naciones separadas... El desarrollo separado de blancos y bantúes es conforme a natura... En nuestro territorio no hay para ellos muchas oportunidades. En sus homelands (reservas), por el contrario, las tienen innumerables e ilimitadas, y allí somos nosotros, en tanto que blancos, los sometidos a restricciones. Tal es la moralidad de nuestra política”.

La moralidad se basaba en una ficción: que era posible un desarrollo separado de los homelands (el 13,7% del territorio asignado al 60% de la población), teniendo en cuenta que eran las tierras más áridas del país, donde no había ninguna industria, riqueza mineral o fuente de agua, ningún puerto, aeropuerto o ferrocarril, ni siquiera una auténtica ciudad. Además, de los 8 homelands, solamente uno, el Transkey, tenía cierta homogeneidad territorial, pues el resto estaba repartido en una especie de sarpullido de 276 pequeñas zonas, sin contacto entre ellas.

Deportaciones. El Proyecto Verwoerd preveía reducir drásticamente la presencia de negros en zonas blancas, o sea, en la inmensa mayoría de Sudáfrica. En la época la población bantú era de casi 15 millones de personas –los blancos no llegaban a 4 millones–, y más de la mitad, unos 8 millones, residían en zonas blancas trabajando en los servicios y algunos en la minería. Únicamente los trabajadores permanecerían, como emigrantes sin derechos, en la Sudáfrica Blanca, los “improductivos” deberían trasladarse a sus homelands (donde también se aplicaba la discriminación racial, pues estaban asignados a grupos tribales distintos que no se podían mezclar entre sí). Esto supondría la deportación de unos 4 millones de personas, si se llevaba estrictamente a cabo.

El plan demográfico de Verwoerd fue acompañado de una legislación antiterrorista, la Anti-sabotage Act de 1962, que permitió la detención de varios dirigentes, incluido Mandela. Todos ellos serían condenados a cadena perpetua en 1964. Comenzaba la larga penitencia del prisionero de Robben Island.

En 1969 el Congreso Nacional Africano celebró en territorio de Tanzania la Conferencia de Morogoro. Se había mostrado imposible la pretensión de organizar en Sudáfrica una lucha armada como la que había logrado la independencia de Argelia, o de mantener unas guerrillas aunque fuesen periféricas, como sucedía en las colonias portuguesas. Lo único que se había logrado era provocar una represión mayor y que los dirigentes fuesen a la cárcel de por vida. En consecuencia se abandonó circunstancialmente esa vía.

El final del apartheid dependería muy fundamentalmente de factores exteriores. A partir de 1974 se produciría el derrumbe de lo que se llamaba “el Poder Blanco” en el Cono Sur de África, con la independencia de las colonias portuguesas de Angola y Mozambique, y luego con la toma del poder por la mayoría negra en Rhodesia, hasta entonces una especie de sosias menor de Sudáfrica, que pasó a llamarse Zimbabue. El régimen del apartheid se encontró con que todas sus fronteras daban a países hostiles, a la vez que en el mundo crecía el clamor contra la segregación, y se producían una tras otra formas de boicot contra la República Sudafricana que afectaban a su economía y la convertían en un paria entre las naciones.

Por otra parte, los poderes económicos sudafricanos o multinacionales con intereses en África del Sur veían el apartheid como un lastre para el crecimiento económico. La llegada a la presidencia de la República de Frederic de Klerk, prácticamente a la vez que caía el Muro de Berlín, sería definitiva. De Klerk no era un fanático visionario, sino un pragmático con visión política, que comprendió que en el mundo se iba a jugar una partida de ajedrez distinta, en la que un poder blanco ultrarreaccionario, que ondeaba por oportunismo la bandera del anticomunismo, ya no tendría el apoyo de Estados Unidos ni de Inglaterra.

Los antecedentes racistas de De Klerk eran impecables, pertenecía a la Afrikaner Broederbond, una especie de sociedad secreta dedicada a preservar el poder y la cultura bóer en la sociedad. La Broederbond (hermandad), con sus 7.500 hermanos, era un auténtico poder en la sombra que movía los hilos de la política, pues desde 1958 no había habido ningún jefe de Gobierno o cargo importante que no perteneciese a ella. Aunque las prácticas de la Afrikaner Broederbond permaneciesen secretas al estilo de la masonería, se cree saber que fue en el seno de la Hermandad donde se debatió el proyecto de De Klerk de liquidar el apartheid, y que fue su visto bueno lo que le permitió hacer que la mayoría de los blancos se tragaran el sapo sin crear graves problemas. Elemento fundamental de la inteligencia política de De Klerk fue elegir al prisionero de Robben Island como el personaje que permitiría, con su infinito prestigio, su intuido carisma y su presunta moderación –por aquel entonces no conocida, puesto que Mandela había sido el jefe de la lucha armada– pasar del poder blanco al poder negro sin traumas.

Lo puso en libertad el 11 de septiembre de 1990 e inició inmediatamente las negociaciones con él para el traspaso de poder. De Klerk legalizó el CNA y en 1992 convocó un referéndum entre los blancos para poner fin al sistema de apartheid y aceptar la reivindicación del CNA, “un hombre, un voto”.

Los blancos votaron que sí, y lo que vino después ya no es Historia, sino uno de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo.

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