Hoja de ruta migratoria

12 / 01 / 2018 Adam Roberts (París)
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Dos nuevos acuerdos internacionales tratarán de ordenar los flujos de refugiados e inmigrantes.

Foto: Delil Souleiman/AFP/Getty Images

En 2016 se produjo una avalancha de refugiados hacia Europa, el electorado se angustió por las consecuencias económicas y los Gobiernos decidieron actuar. En una cumbre celebrada en Nueva York, 193 países se comprometieron a elaborar planes para que los movimientos globales de población se hicieran de forma “segura, reglada y ordenada”. Fue un empeño admirable, pero también fue, según algunos, una forma de esconder el problema debajo de la alfombra.

Se supone que una convención internacional que data de 1951 protege a los refugiados que sufren persecución. Pero no existe ningún acuerdo global para encauzar los grandes flujos de emigrantes económicos. Aunque los escépticos despreciaron la conferencia de Nueva York como un montón de palabras vacías, los líderes mundiales sí realizaron una promesa concreta: en un encuentro posterior, que se celebraría en septiembre de 2018, firmarían dos acuerdos globales en los que se definiría cómo gestionar tanto los flujos de refugiados como los de inmigrantes.

En todo el mundo existen 65 millones de desplazados forzosos, de los cuales 22,5 han de considerarse refugiados. Turquía, Pakistán, Líbano e Irán acogen cada uno a un millón de refugiados. Pero la reacción internacional depende en gran medida de lo que ocurra en países más ricos, en especial del número de personas que soliciten asilo. En 2012 había registrados globalmente 943.000 solicitantes de asilo; su número aumentó hasta los 3,2 millones en 2015, y en 2016 descendió a 2,8.

Lo normal es que los desplazados forzosos al menos estén contabilizados. Y es que es difícil estimar el volumen de la inmigración internacional debido a que esta posee en gran medida un carácter informal. La ONU reconoce un total de 250 millones de inmigrantes, el equivalente a la población de Indonesia, el cuarto país más poblado del mundo. El flujo de inmigrantes a los países ricos ha aumentado en los dos últimos años, con lo que ha superado el pico registrado en la década anterior. La OCDE sostiene que hubo un flujo permanente de cinco millones de personas hacia los países ricos en 2016, lo que supuso un aumento del 7% con respecto a años anteriores.

¿Qué posibilidades hay de que se produzcan avances con el nuevo acuerdo? El Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur) lo supervisa. Su prioridad es defender la convención de 1951, que obliga a los países a acoger a los solicitantes de asilo cuyas peticiones se basen en un temor fundado. Se trata de una tarea compleja. Estados Unidos, bajo el mandato de Donald Trump, se resistirá a cumplir la convención, especialmente respecto a los refugiados que provengan de países de mayoría musulmana. Del mismo modo, Washington reducirá su programa de reubicación de refugiados, el mayor del mundo, que pasará de cubrir a 110.000 personas a solo 45.000.

Australia desvía a los solicitantes de asilo que vienen por vía marítima a campos situados en terceros países mucho más pobres, como Papúa Nueva Guinea. Se trata del modelo que se quiere implantar en Europa. Se pagará a Turquía, Libia o Sudán para desviar el flujo de desplazados que pretende cruzar el Mediterráneo. Como compensación, el año que viene la Unión Europea dedicará más tiempo al objetivo de asumir cuotas mayores de refugiados para una reubicación ordenada vía Naciones Unidas. Es poco probable que se logren avances destacables, pues muchos países de la UE, especialmente los de Europa del Este, rechazan las políticas de acogida.

Los países pobres, que acogen al 84% de los refugiados mundiales, están tan frustrados con la situación que imitarán a los ricos. A finales de 2017, por ejemplo, y ante la persecución de los rohingya en Birmania, India ha considerado expulsar a los refugiados de su territorio. Otro reto lo representa Venezuela, donde la comunidad internacional también será puesta a prueba ante las decenas de miles de personas que han huido del caos y la violencia que han seguido al colapso económico.

El acuerdo para los refugiados como mínimo pondrá de relieve las mejores formas en que los países pueden ayudar a los que huyen. Entre las ideas está sacar a los refugiados de los campos temporales y reubicarlos entre el resto de la población. Además, un aumento del énfasis en el desarrollo económico y la creación de trabajos podría aumentar el papel de instituciones como el Banco Mundial. No se trata de ideas nuevas, pues algunas ya se han aplicado en el caso de los cinco millones de desplazados sirios. Pero un acuerdo internacional les proporcionaría una rúbrica de carácter general. 

Las perspectivas de un segundo acuerdo internacional, esta vez sobre inmigración, son aún más remotas. Suiza y México están liderando un proceso de consulta junto con la Organización Internacional de las Migraciones. En 2017 los expertos abordaron numerosos aspectos del fenómeno, desde el tráfico de personas a las remesas, y se espera que en septiembre se firme el documento final en Nueva York.

El problema es que los países tienen intereses enormemente diferentes. Los inmigrantes ayudan a los países pobres, que se benefician de las remesas y de la formación de los trabajadores. Pero aunque los países ricos también sacan provecho, muchos de sus votantes son hostiles a los flujos de trabajadores extranjeros. Según Jorgen Carling, un experto en migraciones del Peace Research Institute de Oslo, cualquiera que espere que el acuerdo internacional vaya a aumentar las vías legales y formales para la inmigración se llevará una decepción. 

El mínimo común denominador

Tanto los países pobres como los ricos tendrán que encontrar áreas mucho más reducidas de intereses compartidos, como la condena a las redes de tráfico de personas o el establecimiento de unos derechos básicos para los inmigrantes. Un acuerdo internacional podría ofrecer un marco global que inspirara una buena política de migración que países y regiones pudieran aplicar libremente.

Los críticos se quejan de que los acuerdos no ofrecen grandes ventajas porque los países no ceden un control significativo sobre la gestión de sus fronteras. Pero Carling responde que el mero hecho de obligar a los Estados a que hablen de forma regular sobre las necesidades de los desplazados ya constituye por sí mismo un avance.

Adam Roberts: corresponsal de Empresas europeas de The Economist

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