El futuro está en el campo

17 / 01 / 2018 Rem Koolhaas
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Arquitecto y cofundador de OMA

"En los nuevos espacios tecnológicos se percibe la intensidad. La clave es tener una estética propia"

El mundo moderno está cautivado por las ciudades. Más de la mitad de la humanidad es urbana, lo que ha servido de pretexto para enfoques casi exclusivos en ellas. Son vistas como los motores de la economía, de la emancipación, de nuestra actual forma de vida. Desde Delirio de Nueva York (1978), me han asociado con esta especialización en la ciudad, la metrópoli, el urbanismo.

Sin embargo, en 2018 me dedicaré a investigar todo lo que no es la ciudad para preparar una exposición en un importante lugar (con forma de espiral) en Manhattan. Existe una falta casi total de atención hacia el mundo rural que, sin embargo, contemplándolo detenidamente, está transformándose mucho más rápida y radicalmente que la “ciudad”, que en muchos aspectos sigue siendo una antigua forma de coexistencia.

Me di cuenta de esto en un pueblo de Engadin (Suiza) que he visitado a menudo durante los últimos 25 años. Allí empecé a notar cambios drásticos. La aldea crecía y se vaciaba a la vez. Un hombre que supuse un agricultor resultó ser un científico nuclear insatisfecho de Fráncfort. Mientras las vacas desaparecían con su olor, llegaron las rehabilitaciones minimalistas a modo de colchón amortiguador de la angustia urbana de sus nuevos dueños. La agricultura se ha quedado para los granjeros de Sri Lanka, y las niñeras, enfermeras y asistentas venidas de Malasia, Tailandia y Filipinas ahora cuidan las casas, los niños y las mascotas de una población flotante de una semana al año, razón por la que la aldea ha ido creciendo.

Este fue el desencadenante de un mayor interés por el campo a nivel mundial que ha llevado a comprender que para alimentar, mantener y entretener a las ciudades en constante crecimiento, el campo se ha convertido en su “patio trasero”, organizado con implacable rigor cartesiano. Este sistema, no siempre agradable, está propagándose a una velocidad sin precedentes. El resultado es una transformación radical que se manifiesta de diferentes maneras por
 todo el mundo.

En Estados Unidos, por ejemplo, hay una zona que atraviesa el centro del país donde la información vía satélite tiene un impacto directo en la agricultura. Información detallada de cada centímetro cuadrado de suelo se transmite al ordenador portátil del agricultor. El portátil es el nuevo terreno. Desde su portátil, el agricultor envía los datos a un tractor robotizado. Cada temporada, una flota de sofisticadas cosechadoras, tan grandes y caras que tienen que ser compartidas y estar funcionando las 24 horas del día, se mueve lentamente de Sur a Norte según aumenta la temperatura, creando una franja tabula rasa que divide América en dos mitades.

Rusia ofrece otro ejemplo. Cuando adoptó la economía de mercado, solo sobrevivió una parte de la otrora extensa red de rutas aéreas de Aeroflot. Las ciudades antes conectadas estaban condenadas a regresar al siglo XIX o a encontrar nuevas metas. Los resultados sorprendieron: quedarse involuntariamente fuera de la red aportó mayor serenidad y han proliferado museos que ponen en valor las particularidades locales. Además, el calentamiento global está derritiendo la capa de hielo permanente de ciertas zonas del Norte, destruyendo estructuras e infraestructuras y permitiendo la aparición de nuevos territorios aptos para la agricultura, desplazando una gran parte hacia el Norte.

Otros ejemplos de la transformación del campo van desde la posibilidad en Alemania de canalizar a los refugiados para revivir regiones medio abandonadas hasta el impacto de los ferrocarriles chinos que están transformando el corazón de África. Además, están los efectos de las grandes políticas de redistribución, no solo de dictadores como Stalin y Mao sino también como la Política Agrícola Común de la UE. En resumen, para bien o para mal (a menudo ambos), a escala global el campo siempre ha estado ligado a la modernización.

Arquitectos: miren y aprendan

Como arquitecto, estoy fascinado por los efectos físicos de la propaganda virtual de Silicon Valley. Está surgiendo una nueva dimensión en centros de datos y centros de distribución. Los edificios son cada vez más grandes. El más grande es el Gigafactory, la fábrica de baterías de Tesla en Reno, Nevada. Automatizados y robotizados cada vez más, ninguno tiene grandes plantillas de trabajadores. La escala humana podría volverse irrelevante.

En algunos de los invernaderos gigantes recientes, la luz no se admite para los humanos sino que se reduce a esa parte estrecha del espectro que permite el crecimiento de las plantas. Es un retorno a la funcionalidad extrema. Dada la construcción masiva en el campo y la reducción de la presencia humana, la arquitectura puede ser más radical. Hoy en día, los humanos necesitamos el color beige: no podemos soportar un marcado contraste ni colores intensos. Sin embargo, nos sobrecoge la intensidad de los nuevos espacios tecnológicos. La clave es crear una estética propia.

Asistimos a la aparición de algo sublime que tendrá repercusiones tanto para la arquitectura como para los ciudadanos en general, de una belleza que es, en sí misma, excepcional.

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