El misterio de los tres Magos

13 / 12 / 2016 Luis Reyes
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Un escueto pasaje de un solo evangelio habla de los Reyes Magos. ¿eran reales o una metáfora? El caso es que tenemos sus cuerpos.

Los misterios son la sal de las religiones, en la cristiana los hay enjundiosos como el de la Santísima Trinidad, tan difíciles de comprender que han provocado violento debate entre las mayores lumbreras de la teología durante siglos. Todavía hoy, los yihadistas ejecutan a los cristianos por “politeístas”, a causa de nuestra creencia en la Trinidad. Pero también hay misterios ingenuos, solo para niños, como la visita con regalos de los Reyes Magos en la noche de Epifanía. Inevitablemente, conforme el niño va creciendo, se plantea la tremenda duda: ¿los Reyes Magos existen?

Nosotros hace mucho que sabemos que quienes ponen juguetes en los zapatos son los padres, aunque podríamos preguntarnos si los protagonistas de ese inocente embaucamiento, Melchor, Gaspar y Baltasar, existieron realmente o son solo leyenda.

El caso es que según la tradición cristiana tenemos sus cuerpos. Los restos mortales de los Reyes Magos se veneran en la catedral de Colonia, en tres sarcófagos dorados que forman “el relicario más precioso del mundo cristiano”, según el papa Benedicto XVI, que lo visitó en 2005. Pero esto es el final de la historia, comencemos por el principio.

La creencia en los Reyes Magos tiene su base en un corto capítulo del Evangelio de Mateo, el único texto cercano a la vida de Jesús (es del año 80-90) que los cita. Por cierto, no habla de reyes, sino simplemente de “unos magos de Oriente” que llegaron guiados por una estrella para adorar “al que ha nacido, el Rey de los Judíos”. En homenaje le ofrecieron unos regalos, oro, incienso y mirra, y luego “regresaron a su país”.

No se sabe si el redactor del Evangelio de Mateo, pretendía contar un pasaje de la Natividad que creía real, o si con esos “magos de Oriente” (de los que no se dice número, nombre ni procedencia concreta) pretendía incorporar un elemento simbólico: los magos no eran judíos, venían de un lugar exótico, lo que implicaría la universalidad del cristianismo. Además, lo de “magos de Oriente” supone que pertenecían a la casta sacerdotal persa, pues en el culto de Zoroastro llamaban magos (mogh, en lengua pahlavi) a los sacerdotes, es decir que, aunque no reyes, eran personas de elevada categoría, como denotan los regalos suntuarios que le llevaron al Niño Jesús. Eso también ensanchaba el cristianismo, una religión de humildes pescadores, a las clases más altas. De hecho, en tres siglos sería la religión del emperador.

Las primeras representaciones de los Magos las encontramos en las catacumbas romanas de los siglos III y IV, y mantienen la inconcreción del Evangelio de Mateo, acentuada por el primitivismo de las pinturas y su deficiente estado de conservación. En la de Santa Domitila son tres, en las de San Pedro y San Marcelino, dos o cuatro las personas que llevan regalos al Niño Jesús. No se distinguen diferencias de edad ni raza entre ellos, van todos vestidos igual, al estilo persa, como correspondería a magos zoroástricos.

Las vestiduras persas se distinguen mucho mejor en los relieves del magnífico sarcófago de Layos, obra importada a Toledo desde un taller romano de principios del siglo IV, o en el sarcófago del cementerio de Santa Inés de Roma, de la misma época, donde los Magos se acompañan del elemento oriental de los camellos. Además en las versiones escultóricas se establece el canon de que sean siempre tres.

Estas obras de arte funerario, que eran muy costosas, demuestran que los Magos de Oriente eran ya sujetos de un culto extendido en la época de Constantino, el emperador que se convirtió al cristianismo y lo legalizó en el año 313. Y fue precisamente la madre del emperador, Santa Elena, quien potenciaría la veneración de los Magos. Santa Elena fue un personaje formidable, la creadora de los Santos Lugares. Se fue a Jerusalén y, con la determinación inamovible de la fe, aunque sin ningún criterio científico, fue descubriendo todo lo que se propuso. Estableció los lugares exactos del Portal de Belén y el Santo Sepulcro, aunque su mayor hazaña fue lo que el Santoral denomina “Invención de la Santa Cruz”, el madero donde crucificaron a Cristo. La Iglesia emplea, obviamente, la primera acepción que el Diccionario de la Real Academia da a inventar: “hallar, descubrir”, pero la historiografía escéptica se inclina más bien por la segunda acepción, “imaginar”.

Reliquias

Santa Elena organizó también la expedición arqueológica en busca de la tumba de los Magos, que según la tradición persa estaba en Saba (ver recuadro), y se trajo sus restos mortales a Constantinopla, enterrándolos solemnemente en Santa Sofía. La traída de estas reliquias a la capital del imperio supuso naturalmente una revalorización del culto a los Magos. Debió de parecer adecuado elevar a estos personajes a la categoría real, y San Cesáreo de Arlés, docto padre de la Iglesia que vivió entre el siglo V y el VI, es el primero que les llama “Reyes”.

A mitad del siglo VI, en los deslumbrantes mosaicos de San Apolinar de Rávena, aparecen todavía vestidos como sacerdotes persas, pero ya con edades diferenciadas, un joven, un hombre maduro y un anciano. Todavía no hay Rey negro, que no aparecería en la iconografía hasta el siglo XIV (ver Historias de la Historia, “La integración racial de los Reyes Magos”, en el número 1.584 de TIEMPO). Pero sobre las figuras están ya inscritos los nombres más aceptados: Melchor, Gaspar y Baltasar. Los más aceptados pero no los únicos. Para los cristianos siríacos por ejemplo eran Kagpha, Badadilma y Badakharida, mientras que para los etíopes eran Ator, Sater y Paratoras.

Más curioso es cómo los llamaron en Milán, Dionisio, Rústico y Eleuterio, cuando llegaron los cuerpos de los Reyes como un regalo del emperador Constantino al arzobispo San Eustorgio. Durante ocho siglos fueron la reliquia más venerada de la capital del norte de Italia, pero en 1164 Milán se enfrentó en guerra con el emperador germánico Federico Barbarroja, que tomó la ciudad y, siguiendo la inveterada costumbre bélica del saqueo, se llevó a los Reyes Magos a Colonia.

Este pillaje marcaría el destino de la ciudad alemana, pues la veneración de reliquias atraía multitudes de lo que hoy llamamos turistas y Colonia llegaría a competir con Santiago de Compostela. Para recoger los restos de los Reyes se creó el fabuloso relicario de tres féretros de oro, plata y esmalte, enriquecidos por 1.000 piedras preciosas. Y para albergar al relicario levantaron la catedral de Colonia, la obra cumbre de la arquitectura gótica.

Felipe II, que como rey de España era también duque de Milán, intentó que Colonia devolviese las reliquias saqueadas, pero ni siquiera el monarca más poderoso de su tiempo logró el retorno de los Reyes Magos a Italia. Los milaneses tuvieron que esperar mucho para recibir una pequeña compensación, unos huesos que les mandaron después de que en 1864 el cabildo de Colonia se atreviera a abrir los féretros y someterlos al escrutinio de los científicos. Entre restos de vendas y resinas aromáticas como las de las momias egipcias, se encontraron los restos de tres varones, uno joven, otro maduro y otro anciano. El canon establecido en los mosaicos de Rávena.

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