Vargas frente a Llosa

01 / 04 / 2016 Luis Algorri
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El cumpleaños del premio nobel ha dejado claro que son muchos los que no van a consentir que Vargas Llosa deje de ser quien es por que se haya enamorado de Isabel Preysler. Hay demasiado en juego.

Foto: Beatriz Gutiérrez

“Estoy dispuesto a pagar el precio mediático por estar con la mujer que amo”, decía Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura en el año 2010, cuando faltaban pocas horas para que comenzase en un hotel de Madrid la fiesta con que se celebraba su 80 cumpleaños. Un hombre de su cultura no hace jamás una “cita a ciegas”; es decir, usa las palabras con cuidado, y el autor de La fiesta del chivo, que vivió diez años en Londres, no podía ignorar que esa frase era suya solo a medias. La original es del rey Eduardo VIII de Inglaterra, quien, en su último discurso como titular de la corona, en diciembre de 1936, dijo algo muy semejante: “Me ha resultado imposible soportar la pesada carga de responsabilidad y desempeñar mis funciones como rey, en la forma en que desearía hacerlo, sin la ayuda y el apoyo de la mujer que amo”. El monarca británico se refería a Wallis Simpson, dos veces divorciada antes de casarse con él. Mario Vargas Llosa hablaba de Isabel Preysler, también dos veces divorciada y, además, una viuda. Eduardo VIII, con aquellas palabras, abandonó el trono para poder casarse. Cabe preguntarse qué abandona el escritor con su frase. Qué otro precio está dispuesto a pagar, además del mediático, si es que está preparado para hacerlo.

La celebración del octogésimo aniversario del Nobel dejó muy claro que, sea lo que sea aquello que Vargas Llosa está dispuesto a sacrificar por Isabel Preysler, hay mucha gente que no piensa consentírselo. Amigos del escritor (y tiene muchos) dejan claro que con el cóctel y la cena del hotel Villamagna se trataba de tomarle la delantera a la novia del escritor. De impedir que el cumpleaños se convirtiese en una fiesta de farándula y famoseo que llenase páginas y páginas en las revistas del corazón, y nada más. Eso no podía ser. Era el cumpleaños de un premio Nobel de Literatura y de una persona extraordinariamente importante no solo en el mundo de las letras sino en el de la política, o al menos en el de las ideas políticas.

Esos amigos se movieron rápido, antes de que pudiera hacerlo el entorno de la Preysler. La Fundación Internacional para la Libertad (FIL) se encargó de todo. Es una poderosa institución privada con sede en Argentina que tiene una fuerte implantación en toda América, desde EEUU a Tierra de Fuego, y que se dedica a defender y alentar las ideas liberales. La preside el propio Vargas Llosa y en su patronato, de veinte miembros, figuran el español Pablo Izquierdo Juárez, editor de El Diario Exterior, exdiputado del PP por Málaga y antiguo asesor de comunicación de Aznar; Joaquín Trigo Portela, ex director general del Instituto de Estudios Económicos (IEE); Lorenzo Bernaldo de Quirós, presidente de Freemarket Corporative Intelligence; y el profesor José María Marco, columnista habitual en el diario La Razón y otros medios conservadores. En el Consejo Empresario de la FIL, que tiene 45 miembros, están los españoles Marcelino Elosúa, Juan Félix Huarte, Ignacio Eyries y Juan Villar-Mir de Fuentes. Y fue la FIL quien se encargó absolutamente de todo para organizar la cena homenaje a su presidente, Vargas Llosa. La federación incluso encargó el diseño de un sello conmemorativo con la imagen del escritor que estampó en todos los documentos relacionados con el aniversario.

Los casi 400 invitados se repartieron en mesas circulares bautizadas cada una con el título de una novela de Vargas Llosa. Una escritora española que estaba presente se lo contaba a TIEMPO: “Fue una cena eminentemente política. Nunca había visto junta a tanta gente de derechas”, se reía; “había más presidentes, expresidentes y futuros presidentes que escritores”. Lo que podría llamarse el “lado izquierdo” era más bien exiguo: Felipe González, amigo personal del escritor (era presidente del Gobierno cuando a Vargas Llosa se le concedió la nacionalidad española, en 1993) y el periodista Iñaki Gabilondo; poco más. Una gran parte de los invitados eran latinoamericanos, y los nombres hablan por sí solos: los expresidentes Sebastián Piñera (Chile), Andrés Pastrana y Álvaro Uribe (Colombia), y Luis Alberto Lacalle (Uruguay), además de numerosos empresarios y políticos del otro lado del Atlántico, la gran mayoría vinculados a la FIL. Cabe señalar a Mitzy Capriles, esposa del político venezolano Antonio Ledezma, y a los padres de Leopoldo López, el opositor encarcelado por el régimen de Nicolás Maduro. Abundaban los venezolanos contrarios al chavismo y los cubanos del exilio. En cuanto a los políticos españoles, estaban José María Aznar y Ana Botella; los ministros José Manuel Soria y José Manuel García-Margallo, a cuya esposa hubo que convencer para que se dejase hacer una foto rápida; Albert Rivera; Rosa Díez acompañada de su sucesor en UPD, Andrés Herzog (Vargas Llosa habló en el acto fundacional de UPD); Esperanza Aguirre; Marta Rivera de la Cruz; el vicesecretario de comunicación del PP, Pablo Casado; Cayetana Álvarez de Toledo, y varios más. Otros asistentes fueron Juan Luis Cebrián, Antonio Caño, Luis María Anson, Antonio Garrigues Walker, Álvaro Pombo, Mauricio Rojas, Santiago Roncagliolo, Rosa Montero, Alfonso Cortina, Miriam Lapique, Juan Cruz, Plácido Arango, José Antonio Vera y Federico Jiménez Losantos (que llegó a bordo de un impresionante Chrysler), entre muchos más, casi todos acompañados de sus parejas. Destacó el turco Orhan Pamuk, que logró el premio Nobel de Literatura cuatro años antes que el escritor peruano. Acudieron el embajador de EEUU, James Costos, con su marido. Lo más próximo a la farándula que pudo verse fue el profesional “posado” para las cámaras de Boris Izaguirre, que también llegó con su novio. O una señora desconocida, ataviada con gorro de piel, a quien nadie logró impedir que saludase a Isabel Preysler con la mayor de las efusividades mientras el escritor miraba, convertido de nuevo en acompañante de su mujer. De la familia Vargas Llosa, el único que acudió fue uno de los tres hijos del escritor, Álvaro. Los hijos de Isabel Preysler no estaban.

El cóctel previo a la cena fue algo así como la “puesta de largo” de Isabel Preysler en el mundo de la política, las finanzas y el pensamiento liberal. Mario Vargas Llosa iba de corrillo en corrillo (o bien los invitados se acercaban a él) para presentar a su novia a todo el mundo. Los comentarios sobre la llamada reina de corazones eran muy mayoritariamente elogiosos, tanto cuando la pareja estaba delante como cuando no. Ella hablaba poco. Se alabaron mucho su modestia y su buena educación, además de la espléndida presencia que conserva cuando ya va camino de los 70 años.

La cena fue, sobre todo, un acto político más que literario o social. Es verdad que Álvaro Vargas Llosa, en su intervención, “acogió” en la familia (sin contar con su madre ni con sus hermanos) a la novia de su padre, algo que hizo a este enormemente feliz. “Álvaro ha aceptado a Isabel –prosigue la escritora que comentaba el acto para TIEMPO–, como siempre ha aceptado lo que hace su padre. Le copia hasta en los gestos y en el peinado. Y es curioso que la hija de Álvaro se llame Aitana, como uno de los amores de Mario”. No es ningún secreto que el escritor peruano, que ha permanecido medio siglo casado con su prima Patricia Llosa (de la que ahora está, técnicamente, separado y en espera de divorcio), ha tenido una nada sosegada vida sentimental.

Habló el secretario general de la FIL, el argentino Gerardo Bongiovanni; habló el periodista español Juancho Armas Marcelo; llegaron mensajes por videoconferencia del presidente argentino, Mauricio Macri, quien, en un tono confianzudo que desentonaba un poco con la seriedad del acto, pidió a Vargas Llosa que le explicase cómo hacía para llegar a los 80 con tan buen aspecto. Otro mensaje de vídeo fue el de María Corina Machado, dirigente de la oposición venezolana, esta mucho más solemne y grandilocuente. Isabel Preysler, en la mesa presidencial, era la viva imagen del busto de Nefertiti: escuchaba y aplaudía sin decir nada y sin mover un músculo de la cara. Los expresidentes Aznar y Uribe charlaban muy animadamente, quizá porque a ambos les tocó en la mesa llamada Conversación en la catedral, mientras la mesa más bulliciosa era la que ocupaban varias personalidades cubanas, entre ellas la periodista y bloguera Yoani Sánchez: esa mesa se llamaba El hablador.

En otra mesa, Álvaro, el hijo del escritor, contaba anécdotas familiares. Como cuando su padre, siendo él un adolescente, le obligaba a leer dos horas diarias, y el chico eligió una bonita edición ilustrada del Quijote... en la que ocultaba ejemplares de la revista Playboy. “Pero al final preferí el Quijote”, concluía Vargas Llosa junior, ante las anchas sonrisas de incredulidad de sus compañeros de mesa.

El discurso del Nobel fue familiar, sí, pero antes que nada político. Hizo una encendida defensa de la creación literaria, pero sobre todo del concepto liberal de la democracia. Contó que, cuando él nació, Latinoamérica estaba llena de dictaduras. Dijo que ahora solo quedan dos, Cuba y Venezuela, y aseguró que, a pesar de sus ochenta años, está casi seguro que vivirá lo bastante para verlas caer. También hizo un encendido elogio del otro Nobel presente, Pamuk, a quien reconoció el valor de haber superado la cárcel y la opresión.

Y en esto Vargas Llosa cambió el tono. Fue muy breve pero electrizante. “Hay aquí una personita que no quería venir”, se rio, y luego concluyó su discurso con una frase que provocó sorpresa: “Por fin he sabido que la felicidad tiene nombre y apellido: Isabel Preysler”. En todas las mesas había sonrisas: unas más congeladas que otras, pero sonrisas. La novia del escritor, que le había regalado un gran danés que se llama Céline (como el escritor antisemita francés, encarcelado bajo la acusación de colaboracionismo con los nazis; eso no pareció molestar a nadie), sonreía sin decir nada y con no poca emoción. Pero todo el mundo parecía pensar (o murmuraba) lo mismo: esta no es su fiesta. Esta es la de nuestro Mario. Que no es el de las portadas de las revistas rosas. Ese no nos interesa, aunque aplaudamos porque somos personas educadas. Es como si fuesen dos personas: el escritor y orador vibrante, y el enamorado que sale en las revistas.

La escritora continúa: “Si aquella vez [en 1990] le hubiesen elegido presidente del Perú, como él quería, aquel día podríamos haber dicho con toda seguridad que ya teníamos las obras completas de Mario Vargas Llosa. No habría vuelto a escribir más que artículos, nunca literatura. Pues ahora es igual: como esto con la Preysler dure, Mario no escribirá más”. Pero ¿y Cinco esquinas, que acaba de publicar? Respuesta: “La tenía ya empezada cuando se enamoró. Y Mario tendrá todos los defectos que quieras, pero es un hombre metódico. Jamás deja sin acabar algo que empieza. Pero será la última. ¿Apostamos?”.

Sus amigos, al menos muchos de los que estaban en la cena de su cumpleaños, comprenden su noviazgo con Isabel Preysler y comentan que el siempre hospitalario corazón del escritor ha caído esta vez atrapado entero. Otra cosa es que a ellos les guste. A la mayoría no. Muchos preferían, sin duda, a Patricia, “la señora de toda la vida”, y las comparaciones con otro Nobel español, Camilo José Cela, son inevitables. Como Rosario Conde hizo cuando la entrega del Nobel en Estocolmo, a la que estaba segura de que sería invitada y no lo fue, Patricia Llosa también había preparado una gran fiesta para celebrar el cumpleaños de su marido; fiesta que no tendrá lugar. Con más altivez que la primera mujer de Cela, que sufrió terriblemente y lo hizo ver, Patricia asegura ahora que no pondrá dificultades al divorcio. Nunca le critica en público. Pide a sus otros dos hijos, Gonzalo y Morgana, que tampoco lo hagan.

Y como pasó con Cela, muchos de quienes le quieren piensan que es otra persona. “O dos a la vez, como Jekyll y Mr. Hyde pero con más glamour”, se ríe la escritora. Uno es el que vaticina, vibrante, la pronta caída de los regímenes cubano y venezolano y otro es el que, un momento después, pone ojos tiernos, adelgaza la voz y habla de la “personita” que le hace feliz delante de lo más engalanado del liberalismo político y económico de España y Latinoamérica.

“Es que... ¿cuántos premios tiene Mario, tú los recuerdas todos?”, sigue la escritora. El periodista no se acuerda de todos, seguramente ni el propio Vargas Llosa podría decirlos de corrido, pero para eso está el móvil con Internet: son como dos docenas. En la lista están todos los grandes: el Nobel, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Jerusalén, varios de la Crítica, el Rómulo Gallegos, el de la Paz de los libreros alemanes... hasta el Planeta, que le dieron en 1993 por una novela considerada menor, Lituma en los Andes. Y concluye la escritora: “Tiene muchísimos premios, ¿verdad? Pues mira, Isabel Preysler no”.

Él madruga y ella trasnocha. Él es metódico y ella intuitiva. Son, en el mejor de los casos, complementarios, pero de ningún modo parecidos. Se conocen desde hace treinta años, pero el flechazo –porque, al menos para el escritor, eso es lo que fue: un deslumbramiento casi adolescente, como dicen los amigos– surgió muy poco antes o muy poco después de que ella fuese a verle al Teatro Español, donde Mario trabajaba como actor en una obra que él mismo había escrito: Los cuentos de la peste. Eso fue a principios de 2015, es decir, hace alrededor de un año. Él admitía que para su familia (su esposa y sus tres hijos) su enamoramiento fue una absoluta sorpresa. Ella le contradecía y aseguraba que el matrimonio estaba roto desde hace tiempo. A quién creer. Está claro que en la cena del cumpleaños, y a pesar de sus muchísimas tablas en sociedad, Isabel Preysler estaba como pez fuera del agua, en un ambiente al que no está acostumbrada; pero sus amigos dicen que quien más esfuerzos está haciendo para adaptarse a la nueva situación es él, no ella.

Vargas Llosa, en su ensayo La civilización del espectáculo (esto lo recuerda ahora su hijo Gonzalo), publicado hace nada más que cuatro años, zahería sin contemplaciones a las “revistas del corazón” y las acusaba no solo de frivolidad sino de degradar la cultura. En los últimos meses ha protagonizado seis portadas de la más vendida de todas esas revistas, a la que él ha criticado durante años con especial saña. En los primeros reportajes “de pareja” él no podía disimular la poca gracia que le hacía aquello: tenía la cara de quien se encuentra a punto de sufrir un cólico nefrítico, mientras que su enamorada (es el término que se usa habitualmente en Perú) aparecía como siempre, radiante y con la sonrisa de quien se sabe en territorio conquistado. Vargas Llosa ha ido acostumbrándose y ha aprendido a sonreír a la cámara con la misma cordialidad con que sonríe a todo el mundo, y acude a las fiestas de Porcelanosa, y se deja fotografiar en almuerzos “íntimos para dos”, y sufre que le hagan los típicos reportajes “de vacaciones” en tal o cual playa. A veces pregunta a los amigos: “¿Alguien sabe qué tengo que hacer para no salir más en la portada del ¡Hola!?”. Y todos lo saben, desde luego, pero nadie se lo dice porque eso es lo único que el escritor no está dispuesto a consentir: separarse de su “personita”.

Su hijo Gonzalo no entiende cómo puede haber cambiado tanto. Del hombre que se lio a puñetazos con García Márquez porque creyó que el colombiano estaba haciendo bromas “inapropiadas” a Patricia no parece quedar mucho ya. Ahora dice que este último año ha sido “el más feliz de su vida”, y eso ha causado un profundo dolor tanto en su esposa como en sus hijos, porque han sido cinco décadas de matrimonio. Gonzalo Vargas apenas reconoce ya al “ejemplar páter familiar que fue siempre” y lo dice en público porque su padre lo hace también: “Si no estuviese poniendo en riesgo la reputación que se ha ganado como intelectual, yo no me habría pronunciado”, decía hace muy pocos días al diario Abc. Y no es el único que lo piensa. Aunque al escritor no se lo diga, al menos en público, nadie.

“Yo no participo –concluye la novelista que habla para TIEMPO– de esa especie de encantamiento general que hay con Isabel Preysler. Tenías que ver a la gente antes de la cena. Era darle la mano y quedar como hechizados, casi babeaban. A mí no me pasa eso. Yo, que quiero a Mario desde hace muchos años, no le reconozco en este jovencito arrugado que sabe que alguien está vendiendo exclusivas y ganando mucho dinero gracias a esta extraña historia; y lo consiente, y parece que le da igual. Como también parece que le da igual lo mal que lo está pasando Patricia, que menos mal que tiene a los hijos y se apoya en ellos. Sé quién es Mario y le quiero mucho. Él lo sabe. Pero este cabeza loca que dice y hace estas cosas, que no ve más que por los ojos de ella, no es Mario. Yo no sé quién es”.

Vargas Llosa ha logrado hace muy poco tiempo algo que solo han conseguido, en vida, 16 escritores más: entrar en el olimpo de La Pléiade; es decir, que la editorial Gallimard (la más prestigiosa de Francia, con más de cien años de publicaciones) publique en esa exquisita colección ocho de sus novelas, que han salido a la venta juntas, en dos tomos color tabaco y en un cofre, el pasado 24 de marzo. Naturalmente, cuidadosamente traducidas al francés.

Pero no es el único libro que ha aparecido estos días. Mientras el ilustre escritor provocaba caras de circunstancias al hablar de la “personita”, los cientos de invitados a la cena del cumpleaños (ver la crónica de Jesús Mariñas en esta misma revista) hojeaban un libro más; un regalo, en realidad, para él, aunque cada uno tuviese el suyo. LID Editorial, el sello fundado por el leonés Marcelino Elosúa y que dirige Jeanne Bracken (ambos estaban presentes), ha publicado un volumen titulado Ideas en libertad en el que 80 personas han escrito textos dedicados al autor hispanoperuano. La lista de autores de ese libro es muy semejante a la relación de invitados a la memorable cena que hemos hecho más arriba. No a todo el mundo le hacen un libro así. El premio Nobel estaba feliz. El enamorado Mario Vargas Llosa también. No hay más que verle, aunque sea en el ¡Hola!. Parece pagar gustoso el “precio mediático” por estar con la mujer que ama. Como hizo Eduardo VIII de Inglaterra, el rey que dejó de ser rey por la señora Simpson.

 

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