Sueños y pesadillas

12 / 07 / 2017 Fernando Savater
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A la mayoría, el comportamiento de los terroristas nos resulta ininteligible, como surgido de una oscura pesadilla.

Los atentados del Estado Islámico o de fanáticos que se asimilan a él, a veces sin ninguna conexión directa con los líderes de esa ominosa entidad, se han convertido en un problema mayor en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos. Están cambiando (para peor) la forma de viajar, de vivir y de convivir en las grandes ciudades. Pueden llegar a provocar terremotos políticos capaces de llevar democráticamente al Gobierno a partidos extremistas que prometan soluciones poco o nada respetuosas de los derechos humanos (se lo hemos oído decir claramente a la premier Theresa May tras el atentado de Manchester). No sabemos –nadie sabe– qué medidas pueden ser más eficaces contra esta plaga criminal, que utiliza como arma cualquier elemento de la vida cotidiana, como una furgoneta o un cuchillo de cocina.

Lo peor es que ni siquiera comprendemos los mecanismos mentales por los que un joven que lleva una vida aparentemente normal, que estudia y se divierte con gente de su edad, que en ocasiones disfruta de los beneficios asistenciales del Estado, se convierte en poco tiempo, a veces bruscamente, en un asesino suicida dispuesto a dar su vida con tal de exterminar al mayor número posible de sus vecinos, a los que ni siquiera conoce. Los más explícitos invocan una venganza por agravios colectivos o la voluntad de una deidad aniquiladora. A la mayoría estos comportamientos nos resultan ininteligibles, como surgidos de una oscura pesadilla...

Precisamente de sueños convertidos en pesadillas habla el pensador francés Nicolas Grimaldi en su libro Los nuevos sonámbulos. Para Grimaldi, es en el mecanismo de las creencias donde debemos buscar los motivos psicológicos del ímpetu criminal de los terroristas. Pero las creencias nos llevan al universo de lo onírico: “Toda creencia es como un sueño. Puede que el hombre sea capaz de ser un fanático porque es capaz de creer y es capaz de creer porque es capaz de soñar”. En efecto, lo característico del sueño es que no nos sobreviene como algo meramente impuesto por la biología, sino que normalmente cuenta con nuestra complicidad.

Cuando decidimos entregarnos al sueño apagamos la luz, cerramos los ojos y de todas las maneras a nuestro alcance cortamos nuestra relación con el mundo externo, es decir, decidimos prescindir de lo real. La conciencia se repliega sobre sí misma y despide a la realidad. También el creyente corta si es necesario sus vínculos con lo que existe fuera de él, sobre todo con cuanto desmiente la creencia –el sueño– a la que se ha entregado. Cuanto se opone a lo que cree pierde por una parte realidad, sustancia, como en los sueños; pero por otra se convierte en una ofensa, en una intolerable agresión que no permite disfrutar al creyente del paraíso de su elección. De ahí la respuesta violenta que destruye vidas que ni siquiera son del todo reales para el sonámbulo soñador.

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