Obligados a votar

02 / 08 / 2017 Gabriel Elorriaga
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La crisis en Cataluña solo se resolverá cuando el electorado catalán dé el protagonismo a quienes buscan el diálogo.

Desde el instante de su creación el modelo autonómico fue polémico. Quienes lo impulsaron pudieron ver en la Constitución cosas muy distintas pues lo cierto es que el texto apenas apuntó unos procedimientos para ejercer el derecho a la autonomía, esbozó una estructura institucional mínima, una tabla de competencias orientativa y unas normas escasas para su financiación. El torbellino de fuerzas desatado llevó con notable rapidez a la generalización del autogobierno regional, y pronto surgieron dudas y recelos. En el verano de 1982, fruto del acuerdo entre el Gobierno de UCD y el PSOE, se presentó el proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (Loapa) posteriormente cercenado por el Tribunal Constitucional. Desde entonces las leyes de armonización dejaron de ser una opción políticamente aceptable.

Junto a la armonización, el artículo 155 es el otro tabú constitucional. La norma no puede ser más clara: si una comunidad autónoma no cumple sus obligaciones constitucionales, o atenta gravemente contra el interés general, el Gobierno adoptará las medidas necesarias para obligar al cumplimiento de dichas obligaciones o para proteger el mencionado interés. Este artículo ha encontrado ya motivos para su invocación en dos ocasiones. En 1989 el Ejecutivo socialista llegó a efectuar el requerimiento previo previsto en la Constitución a Canarias por no aplicar el desarme arancelario exigido tras nuestra integración en Europa. La comunidad se avino y el problema quedó resuelto. La segunda se dio con la aprobación de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria en 2012, que expresamente fundamenta sus “medidas de cumplimiento forzoso” en el artículo 155 de la Constitución. En ambas ocasiones han sido la economía y las finanzas públicas las que han llevado a recurrir a esta norma.

Es evidente que estamos ahora ante una situación más grave. Desde hace tiempo se utiliza de manera explícita y sistemática un órgano creado en base a la Constitución –el Gobierno de la Generalitat de Cataluña– para atentar contra sus fundamentos. El Gobierno de la Nación tiene la obligación constitucional de proteger el interés general y está dotado de los instrumentos para hacerlo. Su ejercicio no es una opción, es una obligación. Si se diese el caso de una declaración de independencia pronunciada desde los órganos autonómicos existentes no quedaría otra opción que su disolución por el único cauce constitucionalmente posible: la inmediata convocatoria de elecciones autonómicas. En el momento en el que el Gobierno de la Generalitat se sitúe al margen de la Constitución Rajoy deberá exigir elecciones y, de no hacerse, habrá de asumir las competencias para convocar a los catalanes a las urnas. Quienes hayan incurrido en responsabilidad quedarán inhabilitados. Porque la crisis política desatada en Cataluña no se resolverá jamás mediante un pacto con los partidos independentistas sino que encontrará cauce de solución cuando el electorado catalán dé el protagonismo a quienes buscan el diálogo y el acuerdo. Para hacerlo posible hay que construir alternativas políticas viables y llamar a las urnas.

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