Nuestro reemplazo

15 / 03 / 2017 Fernando Savater
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Los robots carecen de algunos de nuestros peores defectos, pero quizá tengan otros distintos, imprevisibles...

Hace muchos años, mis padres tenían a su servicio un joven que cumplía funciones de chófer y mecánico. Un día le necesitaron fuera de su horario habitual y mi madre llamó a la pensión en que se alojaba. No recordaba su apellido y, con su habitual estilo cariñoso pero algo despistado, preguntó: “Por favor, ¿vive ahí un muchacho mecánico?”. Los más jóvenes de la familia conservamos durante años la expresión “un muchacho mecánico” como uno de nuestros chistes privados. Pues bien, hoy los muchachos mecánicos han dejado de ser una broma. Ya hay diseñados muchos modelos, capaces de ayudarnos en tareas de todo tipo (domésticas, laborales, incluso bélicas) y también de sustituirnos llegado el caso, lo que representa un cierto peligro. Esas imitaciones artificiales de la vida poseen bastantes de nuestras capacidades, incluso mejoradas, pero parece que no tienen algunos de nuestros peores defectos. Claro que quizá tengan otros distintos, imprevisibles, y que lleguen a ser letales para los humanos que nos creemos sus amos...

En cualquier caso, es preciso alguna normativa para la fabricación y convivencia con estas nuevas criaturas. En la Comisión Jurídica del Parlamento Europeo se ha presentado un detallado informe que cubre sus responsabilidades civiles y legales, la privacidad de los datos que guardan y hasta la posibilidad de cobrar impuestos por su uso para paliar las vacantes laborales que causarán entre los humanos. Lo curioso de ese documento, al menos para los aficionados a la literatura fantástica y la ciencia ficción, es que recurre a elementos del imaginario popular. En su preámbulo habla del mito chipriota de Pigmalión, el rey escultor enamorado de la estatua de Galatea a la que su deseo, según Ovidio, logró dar vida. En la Praga medieval y hebrea nace la leyenda de el Gólem, que tiene numerosos links literarios, el más famoso de todos, la novela de Gustav Meyrink a comienzos del siglo XX. Pero un siglo antes Mary W. Shelley publicó su Frankenstein, que a través del cine dotó de su rostro más reconocible al hombre artificial. El nombre “robot” lo acuñó otro checo, Karel Capek, en su pieza teatral R.U.R., una sátira futurista. Entre los autores modernos de ciencia ficción destaca el gran Isaac Asimov, que en uno de sus cuentos promulgó las tres leyes de la robótica: “1) Un robot nunca causará daño a un ser humano ni permitirá con su inacción que lo sufra; 2) un robot siempre cumplirá las órdenes de un ser humano, salvo que entren en contradicción con la primera ley; 3) un robot hará cuanto pueda para preservar su vida, salvo que entre en contradicción con las dos leyes anteriores”. El informe europeo recoge estas leyes, pero los desconfiados parlamentarios insistieron en que cada robot tuviese por si acaso un “botón de la muerte” para desactivarlo definitivamente... En cualquier caso no deja de ser curioso y simpático que en el demasiado formal ámbito de la Eurocámara hayan sonado los nombres de Frankenstein o Asimov. Una pequeña revancha de un género literario considerado “menor” pero cuyas mejores obras han tenido un impacto cultural mayor que muchos premios Nobel. 

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