Las castas

15 / 01 / 2015 Fernando Savater
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No deja de ser curioso que, según Podemos, los políticos electos formen una casta, pero quienes aspiran a sustituirles se vean de antemano curados de semejante baldón por la pureza de sus intenciones.

Los publicitados chicos de Podemos, que se repiten más que el ajoarriero, han puesto de moda entre nosotros el término casta para referirse a los políticos que hoy ocupan las instituciones y a los que ellos quieren reemplazar. No es ni siquiera un invento suyo, porque La casta es el título de un libro escrito hace unos años por dos periodistas italianos contra los extraordinariamente bien remunerados parlamentarios y senadores de su país. No deja de ser curioso que, según Podemos, los políticos electos o elegibles formen una “casta” pero quienes aspiran a sustituirles se vean de antemano curados de semejante baldón, por la pureza de sus intenciones. Hay que creerles bajo palabra. Me recuerdan a esos clérigos fornicadores que predican contra la lujuria pero convencen a sus feligreses o feligresas de que retozar con ellos, que son santos, no es pecado sino redención.

Veamos: ¿qué es una casta? La élite dirigente de cualquier grupo o institución que dedica sus mejores esfuerzos a resguardar sus privilegios y asegurar su poder, mien-tras evita el acceso abierto a todos para llegar a los puestos de mando y regula severamente la incorporación de nuevos miembros. En este sentido, es muy cierto que los partidos políticos sin excepción generan castas directivas y el propio congreso constituyente de Podemos es prueba de ello y se puede estudiar para aprender cómo nacen tales élites. Pero hay muchas más castas, no solo las de los grupos políticos. Hay castas en las iglesias, desde luego, y también en las grandes empresas y en los bancos, por no hablar de los sindicatos. Pero no las hay menos en los medios de comunicación, sean de prensa o audiovisuales, en las principales editoriales, en las productoras cinematográficas o discográficas, en quienes gestionan los escenarios teatrales o determinan las directrices en el mundo de la moda indumentaria o gastronómica. También hay evidentemente una casta militar y sin duda otra diplomática, sobre todo en las grandes organizaciones internacionales como la ONU o la Unión Europea. No hace falta recordar que las monarquías constituyen una casta declarada y sus miembros, de continente a continente, tienen la asombrosa capacidad de reconocerse entre sí “a simple vista”, como los enanos de la fábula de Augusto Monterroso. Se habla también de una casta de los escritores más influyentes, de los periodistas que dictan tendencia y me atrevería a decir que en cada familia numerosa puede distinguirse una casta de quienes dentro de las obligaciones de parentesco cortan el bacalao...

Sospecho que esta pluralidad de castas es un mal inherente e inevitable de cualquier sociedad, porque en todas hay mediaciones establecidas y gestores que oficial u oficiosamente las manejan. Algunas de esas castas son meramente oclusivas y extractivas de bienes comunes, otras defienden junto a sus privilegios de rango principios y tradiciones dignos de ser conservados, o la eficacia de un funcionamiento sin concesiones a modas promovidas por castas ajenas. El mal de las castas es que acaben pensando solo en sí mismas y lleven a la esclerosis los campos en que ejercen su dominio, pero el mal de que desaparezcan del todo –si fuera posible– sería la desvertebración de instituciones y actividades sociales. De modo que cuidado con las castas, sí, y también cuidado con quienes interesadamente prometen arrasarlas.

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