La reforma de la Constitución

16 / 12 / 2016 Alfonso Guerra
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Quizás sería más realista concebir los cambios en la carta magna no como “reforma de la Constitución”, sino como “reformas en la Constitución”.

Cada año, al aproximarse la fecha de la celebración de la Constitución española, políticos y periodistas nos hablan de la necesidad de la modificación del texto constitucional. Poco después, el interés sobre el tema decae para volver a reaparecer un año más tarde. La repetición año tras año, a partir del cumplimiento del 25 aniversario, denota una preocupación sobre la vigencia de la Carta Magna, y el abandono del asunto cuando pasa el aniversario indica una no muy fuerte convicción en la preocupación por la actualización del texto legal.

Toda Constitución es revisable, actualizable; la española fija el procedimiento de su reforma en el Título X, “De la reforma constitucional”, que contiene los artículos 166 a 169.

¿Cuándo se debe considerar llegado el momento de la reforma de la Constitución? Hay que tener en cuenta tres cuestiones: que sea necesario o al menos conveniente para responder a los cambios producidos en la sociedad; que sea momento oportuno respecto a las circunstancias sociales y políticas; y que haya un cuerpo político, los representantes que la han de cambiar, dispuesto a emprender la reforma. Veinticinco años después de aprobada la Constitución en 1978 mediante referéndum que contó con casi el 90% de la población, los partidarios de su reforma eran numerosos. La primera vez que se debate en el Parlamento acerca de la reforma del texto constitucional fue en abril de 2004, cuando el candidato a la presidencia del Gobierno la incluye en su discurso de investidura. Más tarde se producirán varios intentos de reforma de la Constitución de manera indirecta a través de las reformas de los Estatutos de Autonomía de algunas comunidades autónomas. Ninguna de las dos vías ha culminado en una reforma.

Las opiniones que hoy se emiten acerca de la reforma constitucional se apoyan, en muchas ocasiones, en posiciones dogmáticas. Están los que no ven necesaria ni conveniente la reforma, argumentan que si se abriese “el melón”, no se podría controlar su final. Del término que utilizan no parece que tengan en alta estima a la Constitución, al compararla con una plantea herbácea rastrera.

Frente a esa posición dogmática se sitúa otra que no lo es menos; defienden la insoslayable urgencia de la reforma, arguyendo que es la única solución a los problemas de España. Son dos posiciones que recuerdan el pasado constitucional español, con Constituciones de unos contra otros. La Constitución se puede reformar, incluso sería conveniente reformarla, pero la ausencia de la reforma no puede considerarse un dogal que impida la marcha de la nación.

El mayor logro de la Constitución de 1978 es que se elaboró y aprobó con el acuerdo general de las fuerzas políticas y el refrendo casi unánime de la población. El mayor desafío que presenta la reforma es alcanzar un consenso semejante.

Las razones que se esgrimen para propiciar la reforma abarcan muy variados aspectos de la norma constitucional: la mención a la pertenencia a la Unión Europea y sus consecuencias, la eliminación de la discriminación por razón del sexo en la sucesión al trono, la constitucionalización de las comunidades autónomas existentes, la transformación real del Senado en una Cámara de representación territorial, algunos aspectos del sistema electoral, la eliminación de aforamientos, la conveniencia de considerar como derechos fundamentales algunos derechos sociales, la eliminación de la prevalencia del pago de la deuda, la investidura del presidente del Gobierno... Todas razones válidas.

Pero no seamos ingenuos. La actual tensión reformadora está centrada en el reparto del poder territorial. Lo que motiva la intención reformadora no es otra cuestión que los cambios pretendidos del Título VIII. La elaboración del Título VIII de la Constitución estuvo guiada por el noble afán de acabar con el conflicto territorial que durante, al menos, un siglo habían planteado los nacionalismos vasco y catalán. Con el propósito benéfico de implicar a los nacionalistas, por primera vez en nuestra historia, en la construcción de la nación se cometieron algunos errores que han favorecido el camino poco racional que nos ha llevado a una situación en la que un número importante de ciudadanos españoles preconizan la secesión. El primero y principal fue confiar ingenuamente en las declaraciones de lealtad de los nacionalistas. Léase en el Diario de Sesiones del Congreso la intervención del portavoz del nacionalismo catalán, con motivo del debate de una enmienda al texto constitucional –presentada por un diputado vasco aberzale– que pretendía quedase reflejado el derecho de autodeterminación, en el plenario de 21 de julio de 1978.

“Pero nosotros quisiéramos recordar a la sala que la autodeterminación es un método, no es un fin; es una manera de alcanzar unos resultados. Y en este sentido nosotros ya nos hemos autodeterminado. Nosotros somos partidarios de esta Constitución, que hemos votado y votaremos hasta el final, y somos partidarios de la autonomía y de los Estatutos que este Parlamento, en su momento, votará, y de nada más, absolutamente nada más. Y nuestra autodeterminación nos lleva a este resultado y solo a este resultado. Yo quisiera insistir sobre este punto, y lo hago con énfasis porque creo que tengo un cierto derecho a hacerlo. He publicado mil veces, he escrito mil artículos, he hablado en mil ocasiones, en Cataluña, que es donde deben decirse estas cosas, y no aquí, que yo no era separatista, que no era independentista, que nosotros nos sentimos solidarios de una España moderna, democrática y progresista, que íbamos a arrimar el hombro en ayuda de todos como uno más, siempre que se nos tratara en condiciones de igualdad, y como se nos ha tratado en condiciones de igualdad, yo digo solemnemente ante esta Cámara que se puede contar con nosotros.

Dicho esto, quisiera también decirles por qué no hemos votado la enmienda del señor Letamendía. No hemos votado la enmienda del señor Letamendía por razones obvias, porque nos ha parecido que la enmienda del señor Letamendía prejuzgaba un separatismo, es decir, que su autodeterminación llevaba un objetivo final separatista, que evidentemente no es el nuestro: y por eso, y con todos los respetos, hemos votado, por así decir, con nuestra abstención, a favor del principio general, tal como ha sido expuesto por la mayoría de los grupos aquí. Y hemos votado en contra de la enmienda porque, si bien se basaba en la autodeterminación, nos llevaba a rumbos que nosotros no queríamos seguir.”

A la deslealtad del nacionalismo se suma hoy la de la coalición Unidos Podemos, que pretende un proceso constituyente en la dirección de una confederación de naciones. Otros muchos hablan de España como nación de naciones, algunos proponen el concepto de nación en el ámbito estrictamente cultural, pero todos saben que no hay nación que no reivindique un Estado.

La derecha nacionalista catalana, con la connivencia de la izquierda y el apoyo de gran parte de la prensa, plantea una desobediencia a la ley que, caso de no rectificar, tendrá graves consecuencias. Son muchos los que invitan al diálogo como fórmula de deshacer el enredo, pero no parece que los nacionalistas y sus adláteres estén dispuestos a renunciar a la secesión. Se utilizan conceptos erróneos que ocultan la realidad de los hechos, como cuando se apela a evitar “un choque de trenes”, pero cualquier observador imparcial no encuentra más que un tren irracional conducido por el nacionalismo que quiere acabar con la realidad presente de España. El gran número de diputados que se necesita para la modificación del texto constitucional y la desconfianza en los que se muestran contrarios a la realidad de España hacen muy difícil una reforma que exige el acuerdo para que sea un pacto de la sociedad consigo misma, es decir, una verdadera Constitución.

Quizás nos acercaríamos a la realidad posible si concebimos los cambios no como la “reforma de la Constitución”, sino como “reformas en la Constitución”, aislando los temas que puedan contar con un consenso general y apartando los que supongan un enfrentamiento insalvable.

Por último, un atisbo de esperanza. Si en enero de 1977 nos hubiesen planteado si sería posible la elaboración de una Constitución por acuerdo de todos, nuestra respuesta no habría sido optimista, igual que hoy respecto a la reforma. Y aquella Constitución se logró redactar por muy amplio consenso y aprobar por una inmensa mayoría de españoles.

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