La proporcionalidad y sus consecuencias

23 / 06 / 2016 Gabriel Elorriaga
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En España se acepta por la mayoría que un sistema es más democrático cuanto más exacta sea la correspondencia entre los votos emitidos y los escaños obtenidos.

Durante muchos años se han escuchado críticas a nuestro sistema electoral por su insuficiente proporcionalidad. Me atrevería a decir que, de tanto repetirlo, en España se acepta por la mayoría que un sistema es más democrático cuanto más exacta sea la correspondencia entre los votos emitidos y los escaños obtenidos. Un somero repaso internacional nos muestra, sin embargo, que una norma en apariencia tan conveniente y sencilla no es utilizada en casi ninguna parte.

El error de apreciación parte de una mala comprensión de lo que la democracia significa. Lejos de lo que se predica, la democracia no pretende que gobierne la ciudadanía. Es una quimera pensar que pueda existir un sistema en el que las preferencias de todos y cada uno estén perfectamente representadas y sirvan para determinar las decisiones concretas de Gobierno. La democracia es otra cosa. Es, en esencia, el único mecanismo aceptable de legitimación del ejercicio del poder público. Para cumplir con ese cometido no hace falta proporcionalidad alguna, lo que se debe exigir es pluralismo, posibilidad de alternancia y protección de las minorías; y todo ello debe ser compatible con una garantía de la gobernabilidad. Los Gobiernos, para cumplir su cometido, deben tener capacidad de decisión; la oposición debe tener cauces reales para dar a conocer sus propuestas alternativas y tener opciones viables para reemplazar a los malos gobernantes; y las minorías deben ser siempre escuchadas y respetadas.

En esta etapa de nuestra vida política, el sistema electoral exhibe con plenitud sus características. La regla d’Hondt proyecta un reflejo bastante proporcional en el Congreso de los Diputados. Aplicada sobre 52 circunscripciones con población muy desigual, se comporta como proporcional en las mayores, favorece a las dos primeras fuerzas en las más pequeñas y prima a los minoritarios en las intermedias. Pero lo más trascendente de la sobrevalorada proporcionalidad es que deposita todo el poder en los partidos o, por ser más preciso, en sus dirigentes. Si lo que se elige no son personas sino cuotas estas han de referirse a los partidos parlamentarios, y la determinación de quienes se sentarán en los escaños y del sentido de sus votos quedará transferida a sus cúpulas directivas.

Los modelos proporcionales son el fundamento de todos los sistemas partitocráticos, donde se limita la capacidad de los electores para decidir cuál es la alternancia preferible –algo perfectamente posible con un sistema de doble vuelta, entre otros– al tiempo que se diluyen las responsabilidades de los líderes. Nadie pierde si puede formar Gobierno y eso depende más de la capacidad de negociación que de los resultados obtenidos. La excesiva fragmentación de la representación provoca, además, claras dificultades para la gobernabilidad. Resulta mucho más sencillo reunir una mayoría coyuntural para obtener la investidura que comprometer una mayoría estable de Gobierno.

La proporcionalidad no ha funcionado mal en España durante las cuatro décadas democráticas. Pero las reglas que nos hemos dado exigen la lealtad de los líderes partidistas a la hora de interpretar sus resultados cuando el sentir de las urnas no resulta nítido. No son tiempos para más miserias personales; es la hora de asumir responsabilidades por los escaños obtenidos, de anteponer la posibilidad de conformar un Gobierno estable a cualquier ambición personal y de pensar, ante todo, en el interés de España. 

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