La Constitución, el huevo y las gallinas

23 / 12 / 2016 Gabriel Elorriaga
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Ahora no se dan las condiciones para la reforma del modelo territorial, que solo deberá afrontarse cuando se atisbe alguna posibilidad real de acuerdo.

En nuestra historia abundan las Constituciones de parte, tan gratas para sus autores como inútiles para los españoles. La del 78 tuvo el original acierto de reflejar en su articulado la voluntad de acuerdo de una inmensa mayoría decidida a llevar a España por el camino de las democracias europeas occidentales. Ese anhelo de superar unidos la dictadura franquista y de construir juntos un país mejor venía expresándose desde mucho antes y, a pesar de los incontables puntos de fricción, el objetivo último, aunque impreciso en los detalles, estaba claro en lo esencial para casi todos. La situación ahora no es la misma.

Entre los muchos cambios constitucionales que sucesivamente se han planteado uno destaca sobre todos los demás, la reforma del modelo de organización territorial, es decir, la reconfiguración del Estado de las Autonomías y la reforma del Senado. En contra de lo que en ocasiones parece, las posiciones de socialistas y populares han estado muy próximas en este campo a lo largo del tiempo. En 1992 Felipe González y José María Aznar firmaron los Pactos Autonómicos, que son el fundamento del diseño territorial actual. Durante la legislatura siguiente el Partido Popular, en la oposición, asumió como propia la necesidad de reformar la Constitución para reforzar el carácter territorial del Senado. Una década más tarde, en 2006, el dictamen del Consejo de Estado encargado por José Luis Rodríguez Zapatero no fue mal recibido por Mariano Rajoy; de hecho, durante ese año el PP trabajó intensamente y de manera pública en la formulación de diversas alternativas de reforma. Lo que se olvida es que todas estas aproximaciones orientadas al perfeccionamiento del modelo autonómico han quedado siempre frustradas, sobre todo, por la tenaz oposición de los partidos nacionalistas, políticamente fuertes en su territorio y determinantes para el Gobierno nacional en 1996, en 2006 y ahora, en 2016.

Frente a este tema central, otros aspectos de la Constitución también merecen atención para su posible reforma. La integración del Derecho europeo en nuestro sistema de fuentes, el abuso del decreto-ley, la elección del Consejo del Poder Judicial o la eliminación de los aforamientos son algunos de ellos. En general, son aspectos interesantes sobre los que cabría fraguar acuerdos sin excesiva dificultad. Solo otro asunto, la reforma del sistema electoral, confronta de manera escasamente conciliable los intereses de las distintas fuerzas políticas.

En la actualidad no se dan las condiciones necesarias para la reforma del modelo territorial: no atiende a una demanda general, no convencería jamás a los independentistas y ni tan siquiera serviría para apaciguarlos. Ceder en los principios para ganar tiempo podría ser mucho más que un error de bulto. Otras mejoras sí podrían debatirse y tal vez sea ese un ejercicio útil para recuperar la confianza necesaria que, más adelante, permita afrontar metas más ambiciosas. Mientras tanto, convendría no plantearse objetivos imposibles que confunden valores, deslegitiman la norma vigente y frustran a los bienintencionados. La reforma del Título VIII solo deberá afrontase cuando se atisbe alguna posibilidad real de acuerdo. Mientras tanto, no nos esforcemos en querer huevos si aún no tenemos gallina alguna en el corral.

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