Banderas en crisis

22 / 11 / 2017 Fernando Savater
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Como ya apuntó Ortega y Gasset, al español le enorgullece ser de su pueblo y le avergüenza ser de su país.

Uno de los efectos colaterales del intento de golpe de Estado contra la democracia del separatismo catalán y de las grandes manifestaciones de repulsa que provocó en Barcelona ha sido que se vuelva a discutir sobre banderas en España. Los separatistas se envuelven en la bandera estelada, provocativa porque no es oficial, mientras que los constitucionalistas ondean la española y la senyera, que es la reconocida como catalana dentro de España. Inmediatamente han surgido voces de alarma. Cada una de las enseñas despierta los recelos de un sector, pero sobre todo la española, la bandera de todos, lo que resulta chocante. Y es que los españoles no tenemos una relación familiar y cómplice con ella, como los norteamericanos con la suya, o los franceses y los ingleses (estos últimos llegan a vender como souvenir rollos de papel higiénico decorado con la Union Jack). Entre nosotros, el pendón rojigualda es soportado a regañadientes y apreciado con culpabilidad, como si todavía estuviese contaminado por el uso hipertrófico que el franquismo hizo de sus colores. Las banderas de las regiones autonómicas, la ikurriña vasca, la senyera, la andaluza, etc... son valoradas con menos escrúpulos y mejor conciencia. Como ya apuntó Ortega en La redención de las provincias, al español le enorgullece ser de su pueblo y le avergüenza ser de su país.

El actual y polémico paisaje de banderas contrapuestas ha despertado la repulsión de algunas almas bellas, cuya exquisitez (y sobre todo su deseo de evitar incómodos compromisos) les ha llevado a decir que ellos detestan todos los estandartes por igual. Hombre, tampoco es eso. La bandera a fin de cuentas es una señal: odiarlas es como sentir antipatía por los semáforos. Desde luego tampoco es sano llevarse el semáforo a casa para poder abrazarlo por las noches, pero aborrecerlos en general no resulta mucho más cuerdo. No hay nada de malo, al contrario, en la estima que profesamos a la bandera porque representa sin pompa nuestros derechos y libertades, las leyes que nos amparan y también nuestras obligaciones para los conciudadanos. Últimamente hemos visto a muchos antes apáticos recurrir con entusiasmo a la bandera como quien se aferra a un bote salvavidas o quien hace señales de peligro. Desde luego, es muy cierto que el verdadero patriotismo, el más limpio y decente, el que mantiene el progreso equilibrado de una nación, no se acaba en agitar banderas. Pero cuando las ambiciones depredadoras de unos cuantos amenazan contra toda legalidad lo que tenemos en común, como es ahora el caso en España, no viene mal comenzar por desahogarse un poco mostrando el símbolo de los derechos y deberes que a mucha honra compartimos. La bandera no es un sudario para envolverse en ella ni tampoco un manto imperial; no abriga en la intemperie de la historia ni sirve como escudo frente a enemigos de fuera ni facciosos de dentro. Pero llama a los compañeros, para que volvamos a estar juntos.

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