Reina Sofía: un tesoro a su alcance

19 / 04 / 2013 9:57 Luis Algorri
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A pocos días de que se inaugure la gran exposición sobre Dalí, Tiempo ha conseguido entrar en el museo de arte contemporáneo más importante de España y, sin encontrar el menor impedimento, colarse en la galería donde se encuentran las cajas con las obras traídas desde París. El museo dice que no hay ningún problema.

El periodista y dos personas más se han citado en la entrada del edificio Sabatini en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (MNCARS). Es media mañana. Estamos ante uno de los más poderosos imanes turísticos y culturales de Madrid, el vértice sur del llamado Triángulo del arte, y se nota: hay muchísima gente y llaman la atención, sobre todo, los niños de los colegios, que van como en prietas bandadas. Cabe imaginar cómo estará esto cuando, el próximo día 27 de abril, se inaugure la gran exposición dedicada a Salvador Dalí: ha batido el récord de visitantes del Centro Pompidou (París), unas 800.000 personas. Aquí será, muy probablemente, igual.

Tras la puerta acristalada que informa de los horarios hay un pequeño vestíbulo. A la izquierda están las taquillas; a la derecha, la tienda del museo. Pero nosotros caminamos de frente. Hay allí un mostrador de información, un vigilante de seguridad y otras personas más o menos uniformadas. También un escáner por el que todo el mundo hace pasar sus bolsos y otros objetos. Alguien nos pide la entrada que no llevamos. Y uno de nosotros dice: “No, no; es que vamos al jardín”. “Ah, bueno”, murmura el muchacho.

Y ya está. Pasamos. Ya estamos dentro del museo, porque el jardín es un lugar de acceso público. Nadie se ha ocupado de averiguar lo que llevamos encima ni hemos pasado ningún tipo de detector. Nadie se ha dado cuenta de que, prendida en la cinta de la pequeña mochila que lleva en bandolera uno de nosotros, hay una diminuta cámara de vídeo.

En el jardín de Sabatini nos aguardan, entre otras maravillas de la escultura contemporánea, el móvil Carmen, de Alexander Calder, con su airoso aspecto de abeto, y el Toki Egin de Chillida. Estamos un rato allí, rodeados de niños y de gente que pasea. Luego, apenas unos minutos después, usamos para salir la misma puerta por la que hemos entrado y, con toda naturalidad, giramos a la derecha y enfilamos la hermosa y severa galería dieciochesca.

Es así de fácil. El periodista supone que en cualquier momento aparecerá alguien para reclamarnos la entrada, pero eso no sucede. Hemos tenido la desfachatez de birlarle al Estado 18 euros, seis por cabeza.

Caminamos por la galería de la planta baja. Nos tienta ver la impresionante exposición de Cristina Iglesias, que está allí mismo, pero uno de nosotros tiene otro plan: señala una puerta blanca que hay a la izquierda en la que un pequeño letrero con una señal de dirección prohibida advierte que aquello es solo para “personal autorizado”.

Decidimos que no sabemos si estamos autorizados, seguramente no, pero no tenemos a quién preguntarle: no hay ningún vigilante, nadie en absoluto. Así que decidimos perdernos y franqueamos la puerta, que se abre sin problemas con solo accionar el picaporte.

Y comienza el viaje al fondo del Museo. Bajamos unas escaleras de piedra que nos llevan a otra puerta blanca... que también se puede abrir. Y no hay, una vez más, nadie que controle la seguridad. Seguimos andando solos. Pasamos junto al departamento de Reprografía del museo. Más adelante hay unos cuantos contenedores de basura, el almacén de Mantenimiento, más paredes blancas y más puertas. De una de ellas, corrediza, sale un señor vestido con mono azul que lleva un carrito como los de los supermercados. Nos mira sin la menor sorpresa. Le sonreímos, intercambiamos los buenos días y seguimos adelante sin el menor contratiempo.

En el corazón del Reina.

Y de pronto, tras pasar un fragmento de pasillo pintado o iluminado en azul celeste, vemos que el pasillo termina. A nuestra derecha hay un puesto de vigilancia en el que no hay nadie. En el techo, varias cámaras de seguridad: ahora sí sabemos, o suponemos, que estamos saliendo por la tele de alguien. Más vale que sea así, porque nos encontramos delante de un inmenso ascensor: el montacargas que se usa para subir y bajar las obras de arte. Bastaría pulsar el botón de ese elevador para acceder a la tercera planta del Reina Sofía, donde en ese mismo momento se están empezando a desembalar (luego lo comprobaremos) los cuadros de Dalí que han llegado de París para la esperadísima exposición.

Esa planta está parcialmente cerrada al público: los ascensores que usan los visitantes en el resto del edificio (los exteriores, por ejemplo) no se detienen en ella, como hemos comprobado ya. Pero el montacargas sí. Podríamos subir tranquilamente, pero no tenemos intención de hacernos detener, como podría (y debería) hacer cualquier vigilante de seguridad del museo. Esos vigilantes que no hemos visto por ninguna parte y cuya ausencia nos ha permitido llegar hasta allí tan solo dándole los buenos días a un señor que llevaba un carrito.

Pero hay más. A la derecha según se sale del pasillo, y una vez pasado el pequeño puesto del vigilante que no está, hay otra puerta metálica, esta grande y con la pintura blanca algo descascarillada; puerta que no intentamos abrir (estamos poniendo la típica cara de tontos que se han perdido) y que, como luego nos dirán, está cerrada con llave.

No es una puerta blindada de seguridad. Y quizá debería serlo, porque tras ella están nada menos que los almacenes del Reina Sofía. Es decir, el lugar donde se guardan todos los tesoros artísticos (cientos de obras) que no están expuestos en las salas.

El subdirector del museo, Michaux Miranda, reconoce a Tiempo que no tendríamos que estar allí, pero que nada corre ningún peligro: el vigilante estará, sin duda, dentro del almacén y la puerta está cerrada. Dice que las zonas de verdadera seguridad (que no sabemos cuáles son) están férreamente vigiladas.

Puede ser. Pero pensamos que, para bien de la cultura española y para alivio tanto del MNCARS como de la empresa de seguridad (Segur Ibérica), no somos unos desalmados que han llegado hasta allí para forzar una simple puerta y llevarse lo que pudieran; ni tampoco se nos ha pasado por la cabeza subir a la tercera planta y montar cualquier desaguisado en la exposición de Dalí. Pero estamos en la puerta misma de las dos cosas. Y no nos ha parado nadie desde la calle.

Decidimos volver por donde hemos venido, por el dédalo de pasillos, almacenes, cubos de basura y oficinas. Ahora sí nos cruzamos con gente. Algunos empleados del museo (hola, buenos días; hola, qué tal) que, lo mismo que nosotros, no llevan ningún tipo de identificación. Y por fin, ¡por fin!, una vigilante de seguridad perfectamente uniformada e identificada, a la que damos los buenos días con toda cordialidad y que sigue su camino en sentido opuesto al nuestro. Ahí el periodista no puede más y murmura: “Qué razón tenía el que dijo que ‘buen porte y buenos modales abren puertas principales”. En tres minutos estamos de vuelta en la planta 1 de Sabatini. Nos hemos cruzado con una señora de la limpieza que, fregona en mano, es la única que nos ha mirado con suspicacia. Casi nos sentimos aliviados.

Uno de nosotros, con la minicámara en bandolera, echa a andar escaleras arriba hacia la tercera planta. El método es el mismo de antes: muy buena educación y, en este caso, ir por donde va todo el mundo, porque en esa planta está ahora mismo la deliciosa exposición de Robert Adams. Pero no solo. Basta salirse un poco del camino previsto para encontrar una nueva puerta blanca, esta entreabierta: no hay, pues, que accionar ningún picaporte.

Y, como puede verse en el vídeo que hay colgado en la web de Tiempo, el turista perdido se encuentra de manos a boca en la galería de la próxima exposición de Salvador Dalí. Nadie le ha obstaculizado el paso. Allí están las cajas de madera que sirven de embalaje a los cuadros. Caja con pegatina azul, vacía. Caja con pegatina roja, el cuadro todavía está dentro. Un tesoro de valor incalculable. Solo al fondo de la galería se ve a una vigilante de seguridad que parece tomar notas, ensimismada, y que ni se entera de la presencia del extraño. Este, que afortunadamente no es ningún loco que pretenda abrir los telediarios tras provocar un desastre cultural irreparable, se da media vuelta y se va.

La responsable de Prensa del museo, Concha Iglesias, dice que no es para tanto ni mucho menos. Que esas cajas están todas vacías y que los cuadros están en las salas contiguas, a las que nadie puede entrar sin identificarse. Y que la zona a la que hemos llegado es de libre acceso.

Cómo es posible.

La pregunta sale sola: ¿cómo puede suceder algo así en uno de los museos más importantes de España? Parece evidente que el Reina Sofía padece claras deficiencias en su seguridad.

Y, sin embargo, el visitante no aprecia eso. El visitante advierte que en todas las salas del museo hay personas que vigilan. Pero basta fijarse un poco para apreciar que esas personas son muy distintas entre sí.

Hay, efectivamente, vigilantes de seguridad uniformados y perfectamente identificados con su correspondiente chapa. Luego hay otras personas que van de oscuro y con algún detalle de color granate: una especie de uniformidad. Pero en la sala 206 (segunda planta), la más visitada del museo, el célebre Guernica de Pablo Picasso está al cuidado de dos personas que van vestidas de calle  y que suelen llevar, como muchos otros, una cinta al cuello de la que cuelga una tarjeta de cartón plastificado en la que puede leerse, con gruesos caracteres, la palabra “Seguridad”.

Como han declarado a Tiempo miembros del Sindicato Independiente de Vigilantes de Madrid (SIV), los primeros, los de la chapa, son efectivamente vigilantes de seguridad titulados, que han pasado todas las pruebas que marca la ley, que están preparados para “prevenir delitos y faltas” (esto es: saben cómo evitar, en la medida de lo posible, un intento de robo o un acto de vandalismo), proteger personas y bienes como las obras de arte, identificar a quien sea y, llegado el caso, poner a disposición de la policía a los delincuentes.

En los pliegos de contratación de personal de seguridad del Museo Reina Sofía, que obran en poder de esta revista, queda claro que el museo contrata con Segur Ibérica puestos de vigilancia y horas de trabajo, pero no vigilantes. En 2007, por ejemplo, se contrataron 89 puestos: unas 208.923 horas. En 2013 pasaron a ser solo 58 puestos (un puesto pueden cubrirlo varios vigilantes en turnos), equivalentes a 143.279 horas. Casi un 35% menos sin que el museo redujese su tamaño, sus exposiciones ni, desde luego, su número de visitantes, que no deja de aumentar.

La explicación está en la segunda clase de personal: los “auxiliares de servicio”, equivalentes a las azafatas o a los porteros, que no pueden hacer el trabajo de los vigilantes. Son más baratos y también contratados por la empresa adjudicataria de la seguridad del Reina Sofía, Segur Ibérica. El número de horas contratadas para estas personas se disparaba hasta las 61.000 en el pliego de 2013.

Por último están los que el museo llama “oficiales de gestión y servicios comunes” o, más comúnmente, “vigilantes de museo”, sean fijos o temporales: personas que, como ha podido comprobar Tiempo, proceden muchas veces del Servicio Regional de Empleo, no tienen por qué poseer conocimiento alguno de arte, han pasado una mera entrevista y están sentados en las salas, vestidos de calle y con el cartón que reza “Seguridad”.

Esa identificación es ilegal, según el Ministerio del Interior. Esas personas, que se están ganando un sueldo muy dignamente, no pueden (ni seguramente saben) ejercer labores de seguridad. Y mucho menos pueden aparentarlo. La Ley de Seguridad Privada dice con claridad que “las actividades de custodia del Estado de instalaciones y bienes [...] [no pueden ser realizadas] por personal distinto del de seguridad privada y directamente contratado por los titulares de los mismos”. Además, dice expresamente que nadie que no sea auténtico vigilante de Seguridad puede llevar un cartón que haga pensar que lo es. Los auxiliares y vigilantes de museo parece que son personal de seguridad, pero no es así ni están preparados para ello. Esas son las personas que están en muchas las salas del Museo y a cuyo cargo están obras como el Guernica.

Michaux Miranda asegura a Tiempo que en el MNCARS no hay problemas de seguridad, que cada trabajador cumple estrictamente su función y no otra, y que si alguien lleva una identificación que no le corresponde se trata de un error que se corregirá lo antes posible.

Pero el SIV tiene claro que los auxiliares de servicio, teóricamente contratados (así figura en el pliego) para exposiciones temporales y eventos extraordinarios, en realidad están sustituyendo a los vigilantes de seguridad que había hace pocos meses. Son más baratos, lo mismo que los vigilantes de museo. El SIV presentó por ese motivo, el jueves 18 de abril, una denuncia contra Segur Ibérica. Y otra más por estafa: según sus documentos, los empleados de esa empresa trabajan menos horas de las que paga el museo.

El pasado 14 de diciembre, Unión, Progreso y Democracia (UPD) planteaba al Gobierno la siguiente pregunta, entre otras: “¿Tiene constancia el Gobierno de que entre los años 2005 y 2007 han trabajado como vigilantes de seguridad en el museo Reina Sofía personas contratadas por la empresa Segur Ibérica SA sin la cualificación necesaria y habilitación pertinente del Ministerio del Interior, protegiendo las obras de arte que contiene?”. Hasta ahora no ha habido respuesta.

Uno de los auténticos vigilantes de seguridad que trabajan en el Reina Sofía, y que prefiere ocultar su nombre, sonríe cuando el periodista le cuenta la visita al museo con la cámara oculta. “En la puerta entreabierta que da acceso a la galería de la exposición de Dalí, donde habéis estado –dice–, antes había un vigilante de seguridad. Luego pusieron a un auxiliar de servicio. Y ahora ya has visto que no hay nadie. Ojalá no pase nada, pero si pasa... ¿a quién echarán la culpa?”.

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