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Queca Campillo, fotógrafa de la Transición

13 / 05 / 2015
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¡Gracias!

Siempre la llamamos Queca. Angélica Campillo, nuestra Queca, una de las fotógrafas esenciales del TIEMPO que vivimos, nos ha dejado para siempre. 

Sabíamos de su llegada a la redacción por lo mismo que muchos animales presienten los cambios de tiempo y otros fenómenos naturales: la alegría de Queca hacía temblar la tierra desde diez minutos antes de que entrase por la puerta. Era un tifón, un kilo de cascabeles, una fuerza que hacía volar los papeles de las mesas al pasar. Corría la maratón, eso lo sabíamos, pero no solo cuando se calzaba las zapatillas: era siempre así, decidida, riente, atropellada, veloz, de reflejos instantáneos.

Queca estuvo en el nacimiento de esta revista, hace ahora 33 años, y es evidente que le imprimió su concepto de la vida, la hizo como ha sido siempre. Su concepto de la fotografía era, a la vez, travieso y audaz. Lo suyo no eran las composiciones de estudio. Queca, que trataba con el mismo humor y el mismo desparpajo al Rey que a un guardia urbano de Tomelloso, necesitaba ver algo que los demás no veían para desenfundar la cámara como los guepardos saltan sobre las gacelas: con tanta velocidad como precisión. Necesitaba, en realidad, dejarse arrastrar por la imagen que buscaba; necesitaba entusiasmarse o al menos divertirse. Tenía el don del momento preciso, que definió Cartier-Bresson, y eso le permitió lograr imágenes únicas, como la del rey fotógrafo o la memorable de la Kumari en Nepal. Hay que ser un felino para adivinar lo que va a pasar y estar, además, con el dedo sobre el obturador en ese momento.

Y hay que ser una bellísima persona, tímida allá en el fondo por debajo de sus ímpetus y de sus risotadas y sus imprevisibles galopes, para no darse en realidad importancia después de lograr las cosas que lograba. Le daba casi vergüenza que la felicitáramos o alabáramos su trabajo. Se ponía nerviosa con eso. Pero la adorábamos. Esta revista no habría sido lo que es, ni lo que ha sido durante tres décadas, sin Queca Campillo, que detuvo en imágenes la Transición, nuestra vida, nuestro tiempo. No la olvidaremos jamás.

Las páginas que siguen con una selección de sus mejores fotos son el último homenaje de TIEMPO a Queca.

José Oneto

“Queca”

El pasado martes día 4, recién repuesto de la noticia de la muerte de Jesús Hermida, un whatshapp de su hija Carmen me sorprendía de madrugada con el mensaje del fallecimiento de Queca Campillo, una de las mejores fotoperiodistas del país, todo un referente en su género y miembro de la redacción de TIEMPO desde la fundación del semanario.

Queca, compañera excepcional y amiga entrañable, con la que viajé por todo el mundo cubriendo informativamente los viajes de los reyes Juan Carlos y Sofía y de los presidentes del Gobierno de España, tenía una especial intuición para la fotografía, dentro de su contexto informativo. Tenía intuición, sensibilidad, arrojo y valor, incluso en los momentos de mayor peligro, y un carácter especial para conectar con la gente, para romper cualquier barrera por muy difícil que fuese, para hacerse al instante con el personaje al que entrevistaba y del que sabía todo,
 o casi todo.

Como el maestro del fotoperiodismo Robert Capa, Queca siempre decía que no hacía falta recurrir a trucos para hacer fotos: “No hay que hacer posar a nadie ante la cámara. Las fotos están ahí, esperando que las hagas. La verdad es la mejor fotografía”. Y la verdad es que hizo las mejores fotografías de la Transición y de todos sus personajes. Las pruebas están aquí, en TIEMPO,
 y en dos de las exposiciones que, en su momento, viajaron por media Europa y por la mayoría de las comunidades autónomas del país.
 Descanse en paz.

Natível Preciado

“No llores por mi”

Era una mujer fuerte, por dentro y por fuera, ni siquiera le asustó la última enfermedad. “Podré con ella”, me dijo.

Mi querida Queca: por tantos viajes, entrevistas, comidas, paseos como hicimos juntas y, sobre todo, por todas las risas que compartimos. Esta madrugada, cuando tu hija Carmen me dio la horrible noticia, lloré y lloré y ya no pude dormir. Después, con más calma, fui recordando las veces que lloramos de risa. Como el día que se nos apareció el presidente Menem en la Casa Rosada, enfundado en un traje amarillo, zapatos bicolores, unas enormes patillas y los labios inflados. ¿Qué le pasa, presidente?, le preguntaste señalando sus morros de silicona. “Nada, que me ha picado una avispa”. A duras penas contuvimos la carcajada. Se quedó prendado de ti y nos invitó a pasar el fin de semana en su rancho. Viajaste por todo el mundo, te dieron premios, retrataste a presidentes, reyes, sátrapas, banqueros y pontífices. Tus fotos están en los museos. Y a pesar de tus proezas, pasaste por la vida sin darte importancia. Ni siquiera cuando resucitaste de aquel brutal accidente de tráfico y gracias a tu voluntad de hierro recompusiste tu cuerpo hecho añicos. Solo presumías de tu hija, de tus nietos y, un poco, de tus amigos. No me dejarías ponerme solemne ni siquiera en esta despedida.

Luis Sánchez Merlo

“Testigo activo de la actualidad”

Angélica Campillo, Queca, era la alegría personificada. En los despachos del poder la cosa podía estar tensa o al borde del incendio –hecho frecuente en los tiempos convulsos de la gloriosa Transición– pero, cuando traspasaba la puerta, su sola presencia, cargada de máquinas de fotos y otros cachivaches, provocaba en todos nosotros una complacencia inevitable.

Con ese acento cacereño, del que nunca abdicó, Queca rompía inmediatamente el hielo y despertaba el deseo de ayuda para descargarla de su material de trabajo. Siempre me pregunté cómo debía tener de averiada la espalda, tras cargar con ese peso durante tantos años. Pero ella no se quejaba, sonreía. Siempre tenía dispuesta una sonrisa. Esto no quería decir que no pudiese aparecer, de pronto, ese genio que siempre le acompañó.

Conocí a Queca y a su marido, Javier Rodrigo –periodista en el Pueblo de Emilio Romero–, en los albores del cambio. Desde el primer momento me pareció una fotógrafa extraordinaria, como acreditan los archivos de TIEMPO. Penetraba en el alma de los personajes de forma asombrosa y creaba con ellos una amable complicidad. Era más que una retratista. Siempre fue testigo activo e insider de lo que estaba pasando; lo que no le impedía, llegado el caso, preparar unos huevos con patatas a sus amigos políticos y periodistas en su refugio con vistas al Retiro.

Grupo Zeta Nexica