Mantillas y peinetas en el Vaticano

18 / 10 / 2012 17:48 Luis Algorri
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 ¿Por qué se vistieron de antiguas Soraya Sáenz de Santamaría y Dolores de Cospedal en su última visita a Roma? No fue una elección estética: estaban cumpliendo el rígido, envarado y, sobre todo, complejo protocolo del Vaticano.

Cuando la Santa Sede anunció que el santo español Juan de Ávila, un intelectual del siglo XVI, pasaría pronto a formar parte del reducidísimo número de doctores de la Iglesia (solo 35 desde que empezaron a proclamarse, en 1298, y el cuarto español), no sucedió absolutamente nada. Nadie se alarmó ni se interrumpió la programación de ningún medio. Ni siquiera el Opus Dei, que ambiciona ese mismo honor para su santo fundador, Escrivá de Balaguer, dijo esta boca es mía. Pero cuando el pasado 7 de octubre se difundieron las fotos de la ceremonia de proclamación del nuevo doctor, celebrada en Roma por el papa Benedicto XVI con la mayor pompa, las redes sociales comenzaron a echar humo en cuestión de minutos.

La delegación española iba presidida por la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría. La diputada española, de 41 años de edad, aparecía junto al Papa vestida de negro riguroso y llevaba sobre la cabeza un velo negro (en realidad una tradicional mantilla española) que, por decirlo con cordialidad, no le favorecía demasiado. Junto a ella estaba la presidenta de Castilla-La Mancha, María Dolores de Cospedal. Lo mismo. Negro de los pies a la cabeza y, para sujetar la mantilla, una airosa peineta. Y un llamativo collar de perlas.

Los improperios volcados en Internet fueron tremendos. Lo más suave que se llamó a ambas dirigentes del PP fue antiguas y beatas. Se criticó su falta de gusto, su aspecto monjil, su estética “franquista” y su “vuelta al pasado”, al menos en lo que a atuendos se refiere. Cayo Lara, líder de IU, llegó a decir que aquella manera de vestir nos devolvía a todos “a la España de los 60”. Nadie o casi nadie pareció caer en la cuenta de que ni Sáenz de Santamaría ni Cospedal se pusieron aquella ropa porque les diese la gana o porque les apeteciese disfrazarse de personajes de La Regenta. Estaban obligadas. En realidad, la verdadera noticia habría sido que hubiesen ido vestidas de cualquier otro modo.

En todas partes.

Estaban ni más ni menos que siguiendo las normas del protocolo del Vaticano, que quizá sea uno de los más rancios y anticuados del mundo (aunque eso va en opiniones), pero sin duda es de los más rigurosos... y complicados. Lo mismo que cuando cualquier jefe de Estado entra en una mezquita tiene que descalzarse, o igual que cuando la reina de España visita un país musulmán se cubre la cabeza con un pañuelo, porque así lo exige el protocolo del país visitado, Santamaría y Cospedal se vistieron como lo indican las normas del país que las acogía. Eso es todo.

El protocolo vaticano se pierde en la historia y ha cambiado en algunas cosas, no en todas. Pío VI, a finales del siglo XVIII, lo reformó. También León XIII, cien años después. Aunque hubo que esperar a Juan Pablo II para que las inexorables normas de vestimenta, comportamiento, tratamiento, reverencia y prelación se relajasen un poco. Aunque no para todos por igual.

En cuanto a vestimenta, por ejemplo, las mujeres que visitan al Papa en Roma siguen sujetas a normas que tienen un siglo de viejas: vestido negro sin ningún escote, mangas que cubran los brazos, falda por debajo de la rodilla y el célebre velo sobre la cabeza, cuyo nombre es español (mantilla) y puede ir sujeto, si la usuaria así lo decide, con una peineta. Lo que no está bien visto en ningún caso son los adornos o joyas llamativas. Es decir, que el único error de las dos dirigentes del PP no fue vestirse de antiguas sino, en el peor de los casos, el collar de Cospedal.

Como es bien conocido, en esto del negro para las señoras hay una famosa excepción, y parece que procede de Pío VII: las reinas católicas o las consortes de rey católico pueden presentarse ante el Papa vestidas de blanco y no de negro. Así, en su día, se presentaban las de Francia, Austria, Portugal y algunas más. Hoy este curioso privilegio solo corresponde a la reina de España, a las de los belgas (a las dos: Fabiola y Paola) y a la gran duquesa de Luxemburgo, que ahora mismo es la cubana María Teresa Mestre Batista. No se les concede este derecho ni a la princesa de Mónaco ni a María de Liechtenstein.

Ganas de provocar.

¿Se puede romper el protocolo? Algunas lo han hecho. Cherie Blair, la esposa del ex premier británico Tony Blair, decidió que ella no era menos que nadie y se presentó en la Biblioteca vaticana (el lugar de las audiencias privadas de los papas) vestida provocadoramente de blanco. Fue en 2006. Nadie le impidió la entrada y Benedicto XVI no dijo nada. ¿Por qué lo hizo? No es fácil decirlo, pero el hecho es que hoy, seis años después, seguimos hablando de Cherie Blair. Las dos presidentas de Irlanda que visitaron a Juan Pablo II, Mary Robinson y Mary McAleese, olvidaron el negro. Raisa Gorbachova se plantó ante Wojtyla metida en un vestido con un discreto escote, con la falda justo en el límite de lo legislado y... de color rojo pimiento. Tampoco llegó la sangre al río. Quizá nadie le dijo nada o pensó que era una broma.

Otra cosa sucede, desde luego, cuando es el Papa quien visita otro país y allí recibe a quien sea. El protocolo cambia. Letizia, la princesa de Asturias, que fue a Roma en mayo de 2011 para la beatificación de Juan Pablo II ataviada de negro riguroso y con exquisito respeto al protocolo, había recibido al papa Ratzinger un año antes, en Santiago de Compostela, vestida con un abrigo de color marfil. Correcto en ambos casos. Las barbaridades que se dijeron entonces sobre la Princesa, y que siguen en Internet en páginas que podríamos llamar de petardeo, no son más que “memeces de quien opina sobre lo que ignora”, como dice la experta Carmen Losada, o efecto de la mala fe.

Con los varones el asunto es algo más natural desde hace unos treinta años. Para las visitas de Estado sigue siendo obligado el frac, con chaleco y pajarita de piqué blancos; solo se llevan negros en las ceremonias específicamente religiosas, pero el servicio de protocolo siempre está ahí para evitar confusiones. Los militares, uniforme de gala. En las ceremonias fúnebres nadie lleva condecoraciones. Ahora bien, hace tiempo que muchos varones (incluido el príncipe Felipe de España) optan, si la visita no es de primerísimo nivel protocolario, por un traje oscuro y una corbata discreta. Eso fue lo que permitió el papa Wojtyla, seguramente fatigado de ver nada más que pingüinos todos los días.

¿Y el tratamiento? ¿Cómo se dirige uno al Papa, a los cardenales y al resto de los altos eclesiásticos? Para el Papa están reservados tres tratamientos en las conversaciones o discursos: Santo Padre, Santidad o (menos usado) Beatísimo Padre. Ninguno más, en ningún caso. En la escala jerárquica vaticana vienen luego los cardenales, que tienen la consideración de príncipes de la Iglesia: se les llama Eminencia o Eminencia Reverendísima. Los arzobispos tienen tratamiento de Excelencia y los obispos de Ilustrísima. Hay que tener mucho cuidado con el género gramatical, porque se han hecho demasiados chistes sobre el asunto: un obispo es el “Ilustrísimo señor obispo”, pero para dirigirse a él se usa el femenino, “Ilustrísima” o “su Ilustrísima”, aunque en el resto de la conversación se siga usando el masculino.

Rodilla en tierra.

Los católicos tienen obligación de saludar al Pontífice besándole el anillo, nunca la mano. Lo mismo pueden hacer con otros prelados, pero para el Papa es lo que marca el protocolo. Ese besamanos suele ir acompañado de una reverencia próxima a la genuflexión. Los no católicos, sin embargo, no tienen por qué hacerlo: basta con inclinarse cortésmente y estrecharle la mano. De ahí que las invectivas lanzadas contra el expresidente Rodríguez Zapatero cuando intercambió con Benedicto XVI un caluroso apretón de manos fuesen, de nuevo, fruto de la ignorancia o de la mala entraña de los integristas: estaba haciendo lo correcto.

Eso sí: al Papa ni se le besa ni se le abraza. Los únicos que tienen dispensa papal para ello son los niños, que suelen comportarse con naturalidad, como bien sabían Juan Pablo II y sobre todo Pío XII, quien disfrutaba como nunca cuando dejaba caer los brazos desde la silla gestatoria (un trono en el que los 24 sediarii le llevaban a hombros, como si fuese un paso de Semana Santa) para que la gente corriese a besarle las manos. Pero el protocolo huye de estas familiaridades y, llegado el caso, es el Pontífice quien abraza a quien le parece bien, siempre mediante el viejísimo método de los besos al aire eclesiásticos mejilla contra mejilla. En esa circunstancia, y a no ser que uno sea clérigo, lo más prudente es seguir el viejo y ya casi olvidado protocolo de la Casa Real española: quedarse con los brazos caídos y dejar que el Papa actúe, sin imitarle ni abrazarle. Como se hacía antes con el Rey.

Para las mujeres es parecido: se saluda al Papa con una reverencia de las de rodilla en tierra y se le besa en anillo, si una es católica; si no lo es, basta con estrecharle la mano.

En cualquier caso, hay una regla de oro: donde hay protocolo no hay naturalidad, y sobre todo en una de las cortes (porque eso es el Vaticano: una monarquía) más liturgizadas del mundo. En caso de duda, por tanto, quédese quieto... o haga lo que hacen los demás.

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