Los ocho héroes de Irak

21 / 11 / 2013 13:49 Fernando Rueda
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El 29 de noviembre se cumplen diez años del mayor drama en la historia de los servicios secretos españoles: siete agentes fueron asesinados en Irak después de que en octubre hubiese muerto otro tiroteado. Tras meses de investigación, este es el relato de lo que realmente pasó, con fotos exclusivas de los fallecidos, las últimas que se hicieron en Irak.

El episodio más negro del servicio secreto español en sus últimos 50 años de historia tuvo lugar a finales de 2003 en Irak. Un agente, José Antonio Bernal, fue asesinado en Bagdad el 9 de octubre y siete espías corrieron la misma suerte el 29 de noviembre en una emboscada.

La historia oculta de esos acontecimientos dramáticos comenzó cuando, meses antes de la invasión de Irak por Estados Unidos, este último país montó una campaña mundial de desprestigio contra Sadam Husein. El Centro Nacional de Inteligencia (CNI) tenía allí una delegación integrada por el consejero de Información Alberto Martínez y su ayudante, José Antonio Bernal.

Los dos descubrieron los motivos que había detrás de la decisión de George W. Bush de atacar el país árabe. Husein había vendido a compañías francesas la mayor parte de los derechos sobre su petróleo. Cuando los estadounidenses se enteraron recordaron la primera Guerra del Golfo y se pusieron ciegos de ira: “No permitiremos que nosotros pongamos los muertos y otros se lleven los beneficios”. Sus informaciones también explicaban la postura contraria a la invasión que mostraban Francia, Rusia y Alemania, a los que les interesaba por motivos económicos que el dictador siguiera al frente del país.

La situación dio un giro definitivo cuando EEUU promovió la sospecha de que Husein estaba fabricando armas de destrucción masiva. Martínez y Bernal movieron a sus confidentes, indagaron por todo el país y, al final, informaron a sus jefes de que era falso. Los dos se quedaron de piedra cuando el presidente José María Aznar se sumó a la alianza de Estados Unidos y Gran Bretaña y defendió exactamente lo contrario de lo que ellos habían contado. Bernal aseguró en aquellos momentos a una persona cercana: “Aznar no sabe lo que está haciendo, aquí no hay armas de destrucción masiva, de ninguna manera”.

La situación de los espías cambió radicalmente en los meses previos al ataque. La supuesta amistad entre Irak y España se convirtió en una quimera. Las fuentes que tanto tiempo les había costado conseguir empezaron a recelar de ellos. Los dos se convirtieron en objetivo de los partidarios de Husein. Volvieron a España antes de la invasión, que se inició el 20 de marzo, y regresaron en mayo a un Irak tomado por los estadounidenses. Durante el verano, el Gobierno decidió enviar tropas y aumentó la presencia de agentes del CNI. Bernal se quedó en Bagdad y Martínez, con el agente Luis Ignacio Zanón, se fue a Nayaf, mientras que Carlos Baró y Alfonso Vega se desplegaron en Diwaniya.

El 9 de octubre tuvo lugar la primera tragedia en Bagdad. Bernal escuchó cómo llamaban a la puerta de su casa. El guarda al que le tocaba turno le había pedido llegar más tarde esa mañana –sin duda le habían amenazado para que no estuviera allí–, así que se acercó él a abrir. Comprobó previamente que era un clérigo chií al que conocía desde hacía tiempo. Al abrir, el religioso comenzó a hablarle con agresividad y Bernal pensó que habían ido a secuestrarle o a matarle. Rápido de reflejos, entendió que su única posibilidad era huir. Apartó al clérigo de un empujón y a los dos hombres que le acompañaban y emprendió una carrera enloquecida. Pero tropezó, lo que permitió a un cuarto hombre pegarle un tiro en la cabeza.
 La insurgencia quería vengarse de Bernal, Martínez y los espías españoles, pues les habían convencido de que eran amigos y luego les traicionaron al posicionarse con Estados Unidos. Nadie pareció entender el significado del asesinato hasta mucho tiempo después, cuando ya era tarde.

Cuatro sin experiencia.

El 26 de noviembre otros cuatro agentes llegaron a Irak: José Merino, José Carlos Rodríguez Pérez, José Lucas Egea y José Manuel Sánchez Riera. Iban a permanecer menos de una semana en un viaje de reconocimiento del terreno previo a la misión que comenzarían a principios del año siguiente, en sustitución de los cuatro que estaban allí.

El sábado 29 de noviembre, según el plan previsto y aprobado por su jefe, el teniente coronel Jorge, los cuatro agentes destinados y sus relevos fueron a Bagdad para hacer diversos trámites. Era un día tranquilo que aprovecharon para hacerse fotos como recuerdo de su estancia en el que era el país más conflictivo del mundo. Unas fotografías que son la última imagen de todos ellos y que Tiempo saca a la luz en exclusiva con motivo del décimo aniversario de los hechos, junto a otras de su estancia en Irak.

Un rato antes de lo previsto, los ocho se montaron en sus dos todoterrenos, un Nissan Patrol blanco y un Chevrolet Tahoe azul. Desgraciadamente, ninguno de los coches estaba blindado. Les esperaban 200 kilómetros de carretera. Podían haber viajado por separado, pero habían acordado con Jorge que harían el trayecto juntos porque así tendrían más posibilidades de hacer frente a un ataque. Una decisión que expertos militares nunca han comprendido.

Unos cuarenta minutos después de salir de Bagdad, tras el coche que conducía Vega, unos centenares de metros detrás del de Martínez, apareció un Cadillac blanco que hizo una extraña maniobra de adelantamiento, acompañada del fuego de fusiles de varios de sus cinco ocupantes. Vega pisó el acelerador, evitó la primera embestida y consiguió eludir a sus perseguidores. A toda velocidad adelantó al coche de sus compañeros para avisarlos del ataque y ganar tiempo para situarse en posición de tiro lateral, algo que no consiguió. El todoterreno de Martínez apenas tuvo segundos para reaccionar. Alberto Martínez fue el primero en morir y José Lucas Egea recibió un tiro en la cabeza. Las ráfagas de Kalashnikov destrozaron también las ruedas y el coche acabó en el arcén.

El sedán blanco persiguió al otro todoterreno, al que dio caza consiguiendo idéntico resultado: sus ocupantes asesinaron al conductor, Alfonso Vega, e hirieron al comandante Rodríguez en el estómago. El coche se quedó sin mando, se salió por el arcén y quedó atrapado en una hondonada enfangada. El coche de los atacantes frenó en seco en mitad de la carretera y sus ocupantes continuaron disparando. Los cuatro que no habían sufrido daños saltaron de los vehículos y repelieron la agresión con sus pistolas, lo que hizo retroceder a los atacantes, que abandonaron la escena y se perdieron en Latifiya, una ciudad aneja al lugar de la agresión.

“Mierda, nos han atacado”.

Merino, ayudado por Zanón, llevó su vehículo lentamente al encuentro del otro para reagruparse. Se encontraron con Baró, que tomó el mando. Dejó a los heridos en los coches en que viajaban y llamó al número de teléfono del teniente coronel Jorge. “¡Mierda, nos han atacado –gritó Baró–! Tenemos por lo menos dos muertos. Avisa a la brigada, que manden helicópteros”. La tensión también era evidente en el receptor de la llamada, que en ese momento –sábado– estaba... en El Corte Inglés, de compras. No había plan de respuesta frente a un ataque. La comunicación se cortó.

Los agresores se habían guarnecido en dos casas bajas que había cerca del terreno en que estaban los dos coches averiados. Esta vez el fuego era con ametralladoras y lanzagranadas. Baró sacó el único subfusil que tenían y repitió la llamada al coordinador en Madrid: “¡Mierda hay cuatro muertos... o tres! Te damos nuestras coordenadas” y sin pensárselo dos veces le pasó el teléfono Thuruya a Zanón, pero este no pudo dárselas porque la comunicación se interrumpió nuevamente.

Todos fueron cayendo poco a poco. Baró fue alcanzado por el fuego enemigo y murió. Poco después fue Merino el que resultó herido. Zanón, un militar sin preparación guerrera, optó por quedarse con Merino, herido de muerte, aun a sabiendas de que eso supondría su propia muerte. Sánchez Riera, por el contrario, optó por buscar una salida. Cruzó al otro lado de la carretera y se escondió entre unos matorrales, alejado del fuego enemigo. No contaba con que los iraquíes que habían parado sus coches para contemplar la escena se acercaran a él e intentaran lincharle. Pero la suerte que no habían tenido sus compañeros le sobrevino a él. Un hombre bien vestido hizo exageradamente el gesto de besarle. La turba se frenó. El hombre, un notable de la zona colaborador del espionaje inglés, había hecho el gesto de amistad para que todos supieran que estaba bajo su protección. Los mismos que un momento antes le golpeaban ahora le ayudaron a levantarse y le metieron en un taxi salvador.

El 2 de diciembre se celebró el funeral de Estado en la sede del CNI. Estuvieron presentes las principales autoridades del Estado, encabezadas por los Reyes, el Príncipe y el presidente del Gobierno. Don Juan Carlos impuso a los fallecidos la Cruz Oficial de la Orden del Mérito Civil a título póstumo. Un momento emocionante que no lo fue para todos. El motivo estaba en que los fallecidos eran militares y muchos de los presentes echaron en falta una condecoración castrense. Esta llegó tiempo después: la Cruz al Mérito Militar con distintivo amarillo. Un reconocimiento escaso justificado por el hecho de que el Gobierno del PP defendía que en Irak no había guerra. La decisión fue corregida cuando el PSOE llegó al poder y el nuevo ministro, José Bono, la sustituyó por la Cruz al Mérito Militar con distintivo rojo.

Las peticiones de información sobre los asesinatos llevaron al ministro Federico Trillo a anunciar que “los presuntos autores del ataque a los españoles fueron detenidos diez días después en una acción conjunta entre fuerzas de la coalición y la policía iraquí”. Una información que le sirvió para salir del paso con efectividad, pero la realidad fue otra bien distinta. Las tropas de Estados Unidos habían organizado una operación en Latifiya contra grupos resistentes, pero su objetivo no fue capturar a los que tendieron la trampa a los españoles. Los familiares de las víctimas siguen esperando una explicación.

El traductor, torturado.

Unos meses después, el 22 de marzo de 2004, soldados españoles destinados en Diwaniya detuvieron a Flayeh Abdul Zarha Anyur Al Mayali, que durante varios años había sido el traductor de Alberto Martínez. Fue interrogado por personal del CNI durante cuatro días sin conseguir arrancarle una confesión inculpatoria. Al Mayali denunciaría posteriormente que esos días le colocaron una capucha en la cabeza, le impidieron dormir y le sometieron a insultos e interrogatorios constantes. Posteriormente fue entregado a las autoridades estadounidenses, que le tuvieron once meses encerrado. Como no consiguieron obtener pruebas de su participación en el asesinato de los agentes españoles, le pusieron en libertad sin cargos.

El 14 de julio de 2004, en la sede central del servicio en Madrid, el ministro Bono inauguró un monumento, una llama de bronce colocada sobre un muro de acero, con los nombres de los ocho asesinados en Latifiya y Bagdad. El último reconocimiento a los héroes del CNI.

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