Los diarios perdidos de Alcalá-Zamora

01 / 04 / 2011 0:00 POR ANTONIO RODRÍGUEZ
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Tiempo saca a la luz los archivos del presidente de la Segunda República entre 1931 y 1936, robados al inicio de la Guerra Civil y que aparecieron en Valencia a finales de 2008. Unos documentos en los que se detallan varios intentos de sublevación antes del golpe de Estado del 18 de julio.

En diciembre de 2008, la Guardia Civil anunció un hallazgo que dejó con la boca abierta a los estudiosos de la Segunda República y la Guerra Civil. Su unidad de Patrimonio Histórico había localizado en Valencia los archivos del expresidente Niceto Alcalá-Zamora, unos documentos cuyo rastro se había perdido en febrero de 1937 tras el saqueo de la sucursal del banco Crédit Lyonnais en Madrid a cargo de milicianos republicanos, dando inicio a toda una serie de conjeturas sobre el contenido de las cajas. Con el material a buen recaudo, el Ministerio de Cultura pagó 80.000 euros al matrimonio que decía ser propietario del legado de Alcalá-Zamora en concepto de dación en pago de impuestos, ya que el evidente delito por robo había prescrito hacía ya mucho tiempo. Desde julio del año pasado, los técnicos del Archivo Histórico Nacional llevan a cabo una laboriosa tarea de catalogación que, próximamente, dará sus frutos y permitirá poner a disposición del público estos papeles de enorme valor histórico a los que ha tenido acceso la revista Tiempo.

¿Qué secretos encerraba el archivo de Alcalá-Zamora para que fuese sustraído de forma violenta al inicio de la Guerra Civil? Como presidente de la República, su correspondencia personal y, sobre todo, sus diarios, en los que apuntaba todo lo que sucedía en aquella España de los años treinta, suponen un testimonio vital, de primera mano, para entender las esperanzas y los males en los que se embarcaron los españoles en el lapso de unos pocos años. A escasos días del 80 aniversario del advenimiento de la República, y cuando en julio se cumplirán los 75 años del inicio de la contienda fraticida, la aparición de estos relevantes documentos abre nuevas vías de investigación para los historiadores.

Profundamente religioso, jurista de prestigio, Niceto Alcalá-Zamora (Priego de Córdoba, 1877-Buenos Aires, 1949) fue ministro de Fomento y luego de Guerra en 1917 y 1922, respectivamente, en Gobiernos liberales. Tras el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera en 1923, se distanció rápidamente del régimen ungido por Alfonso XIII y poco a poco se fue deslizando hacia el republicanismo. Su perfil centrista, liberal de pensamiento y conservador en ciertos aspectos morales, así como sus conocimientos del estamento militar, las relaciones internacionales y el entramado gubernamental de la Corona, hicieron que junto a Alejandro Lerroux fuese uno de los representantes del centro-derecha en el pacto de San Sebastián de 1930 para derribar a la Monarquía.

Ello le catapultó a la presidencia del Gobierno provisional tras el 14 de abril del año siguiente y en 1932, tras la aprobación de la Constitución republicana, se convirtió en el primer presidente de la Segunda República. Su carrera política había llegado a la cúspide.

Este político cordobés fue un prolífico escritor, obsesionado con dejar constancia de los avatares de su vida en varios libros de memorias. Durante el régimen de Primo de Rivera concluyó un primer volumen manuscrito que abarcaba desde su niñez hasta el final de la dictadura, y en 1932, sabedor del momento histórico que estaban viviendo él y el resto de los españoles, terminó un libro que llamó Recuerdos de la victoria republicana, sobre el proceso de cambio de la Monarquía a la República. Tras ello, en los ratos libres que le dejaba el cargo de jefe del Estado, se dedicó a dictar a sus secretarios un diario con vistas a un tercer volumen de sus memorias... que nunca vio la luz.

Tras su polémica destitución parlamentaria en abril de 1936, Alcalá-Zamora guardó todos sus documentos personales en el Crédit Lyonnais de Madrid y a comienzos de julio inició un viaje familiar por Escandinavia. Nunca más volvería a España. El inicio de la guerra le pilló en Hamburgo y los años de la contienda los pasó en Francia, sin apoyar a ninguno de los dos bandos y viendo cómo su propia familia se dividía entre los que defendían a la República y los que apoyaban la sublevación. Su consuegro, por ejemplo, era el general Queipo de Llano.

Alcalá-Zamora siempre se consideró un representante de la tercera España, la moderada y centrista, que se vio desbordada por los acontecimientos bélicos. Durante su posterior exilio en Argentina escribió unas memorias recurriendo a sus recuerdos, pero él mismo se quejó de que eran incompletas ya que carecía de la información detallada que depositó en la caja fuerte del citado banco. Ahora, esos datos salen por fin a la luz.

Rumores de golpe

De toda la documentación encontrada en Valencia, lo más interesante es el dietario de 1936 que va del 1 de enero al 8 de abril, un día después de su polémica destitución por parte de unas Cortes controladas por el Frente Popular tras las elecciones del 16 de febrero de ese año. Esos últimos cien días de Alcalá-Zamora como presidente están salpicados de rumores de golpes de Estado casi a diario. El 2 de enero, aún con un Gobierno de centro-derecha en el poder, se lamenta del “sectarismo reaccionario” que ve en el Ministerio de la Guerra y que ha originado “el apoderamiento del Ejército para la extrema derecha”.

Tres días después escribe que “confidencias muy puntualizadas” señalan como “caudillo inicial” del movimiento militar al general Villegas, destinado en Zaragoza, y que el plan “lo inspiraría y secundaría [el general] Goded entre otros”. Al día siguiente, el 6 de enero, los rumores no cesan. “Se afirma que los militares conspiradores tienen redactado un manifiesto, diciendo que ante un conflicto de Poderes ellos se colocaban de lado del Parlamento, y en contra del jefe del Estado y del Gobierno”, señala Alcalá-Zamora, quien el 7 disuelve, por sorpresa, las Cortes y convoca unas elecciones que serían decisivas en la gestación del golpe de Estado del 18 de julio.

El 5 de febrero vuelven a surgir noticias sobre una “militarada desde Algeciras a Cartagena, con base en Marruecos” en la que aparece, por primera vez, la figura del general Mola. Sin embargo, el presidente no cree en la inminencia del peligro “porque le falta el ambiente de opinión que prepara los hechos de fuerza” y opina que Mola, pese a servir en el Gobierno monárquico del general Berenguer, “había sido siempre republicano, y no sería en él cuerdo perder la confianza del régimen, cuando ha vuelto a depositarla en sus manos”. Los hechos de julio demostrarían lo equivocado que estaba Alcalá-Zamora en aquel momento.

A cuatro días de las elecciones, el presidente recibe en audiencia a Francisco Franco, por entonces jefe del Estado Mayor del Ejército. “Mi conversación ha sido larga e interesante. Se ha rehuido el tema político acerca del que naturalmente no podíamos coincidir, aun cuando él, caso extraño, resultara menos fanático que [el general] Fanjul y aun que Goded”, anota Alcalá-Zamora de quien luego sería dueño y señor de España.

Tras los comicios ganados el 16 de febrero por el Frente Popular, el 19 constata que van creciendo los rumores golpistas, “señalándose como cabezas del mismo a los generales Goded y Franco”. Alcalá-Zamora anota la reacción del segundo, quien aparece por primera vez en una intentona golpista: “Lo ha negado resueltamente hoy al mediodía, y cuando ha poco salió de audiencia conmigo, advirtió [al ministro] Sánchez-Guerra que seguramente intentarían mezclarle en todo rumor de rebelión militar, pero que eso era falso”, dice de Franco, que solo se sumó al golpe de julio tras la insistencia de Mola.

Ese mismo día, el jefe del Estado envía una nota a los generales, en la que les advierte que “mezclar la institución armada en la decisión de las luchas políticas, solo puede llevar a la destrucción de España, y del propio Ejército”. Además, les recuerda que las circunstancias son muy distintas a las de 1923, “ya que hoy un golpe de Estado, lejos de ser sin lucha comenzaría por esta en su forma más feroz”.

Para evitar cualquier malentendido, Alcalá-Zamora les anuncia que “por deber, convicción, honor, patriotismo sincero, y por ello no adulador, al Ejército” no puede ser cómplice de ninguna rebelión militar. Una insurrección que, a su juicio, encontraría resistencia “y que para obtener su dudosa, pasajera y funesta victoria, en vez de contar ahora con el jefe del Estado, necesitaría derribarlo previamente”.

Las palabras del presidente surten su efecto y logran “desvanecer el peligro militar” por unos días. El 26 de febrero recibe al general Goded, quien ha sido mandado a Baleares por el Frente Popular para alejarle de las tentaciones golpistas, y tres días más tarde le toca el turno a Franco, destinado a Canarias por el mismo motivo. “Sale dolido del trato que ahora sufre él, como Goded, de este Gobierno. [...] Yo he recordado la imparcialidad, la concordia, ideales míos, como el apartamiento de la política, respecto del Ejército y viceversa. Él ha insistido inquietud por los peligros que puedan surgir, y ha hecho protestas de que se cuenta con su adhesión”. Este sería el último encuentro entre Alcalá-Zamora y el futuro Caudillo.

“Tendencias dictatoriales”

El 14 de marzo, tras varios días de ataques a personas significadas de derecha y de incendios de templos y conventos, varios generales celebran en Madrid una reunión “irregular” de la que se deducen “tendencias dictatoriales”. El presidente vuelve a anotar su férrea oposición a un levantamiento: “La reunión de templanza llevada a cabo por mis ayudantes y la advertencia de que yo no conviviaría con nada que sea golpe de Estado [...] ha llevado calma a muchos y prestado planes atrevidos para aprovechar la indignación producida por la carencia del Gobierno” del Frente Popular, afirma.

A medida que se acerca el día de su destitución (el 7 de abril), el malestar castrense vuelve a rebrotar con fuerza. El 3 de abril, el jefe del Gobierno, Manuel Azaña, le lee “informaciones policiacas secretas, que señalan, con sorpresa e incredulidad, suyas y mías, a Sanjurjo, como caudillo otra vez, del nuevo y temido movimiento militar”, algo que tres meses después sería una realidad, aunque el general, exiliado en Lisboa en aquel momento, falleció en los primeros días de la Guerra Civil y dejó el camino libre para el ascenso de Franco.

Estos datos sobre Sanjurjo son “inverosímiles”, a juicio de Alcalá-Zamora, a lo que se añade que tal asonada “contaría con el apoyo, apenas disfrazado, del Gobierno y del Ejército portugués, cuyo Estado Mayor se ocupa a tal fin de las vías fronterizas, acumulando sobre ellas tropas, armamento y municiones para los que aquí se sublevasen”. Tras el 18 de julio, el apoyo del dictador luso, Antonio de Oliveira Salazar, fue de los primeros que obtuvieron los generales sublevados, si bien el principal suministro militar provino de Hitler y Mussolini.

El último, su consuegro

A esas alturas del año 1936, el presidente ya no sabe a quién creer, pues se sorprende de que un diputado cordobés, amigo suyo, le haya preguntado si no cree “que el caudillo y alma de ese amenazador movimiento” es su consuegro, el general Queipo de Llano, quien en esos momentos manda la fuerza de Carabineros y luego dirigiría desde Sevilla la sublevación en la parte occidental de Andalucía.

El 4 de abril, con el Congreso debatiendo ya su destitución, recibe “inesperadamente” una notificación del Ejército, en la que se le dice que los generales están “todo e incondicionalmente” de su lado. Pero Alcalá-Zamora se opone a los cantos de sirena: “No me saldré ni un milímetro de la ley”, subraya en su diario. El 7 de abril aún confía en que los diputados “no tengan el valor” de destituirle y se limiten “a la grosería del insulto”, pero ya de noche se produce lo que él denomina “el golpe de Estado parlamentario”.

Al día siguiente, ya despojado de su condición de presidente, recibe la visita de un coronel del Estado Mayor a quien no identifica. “Viene de uniforme, a pedir en nombre del Ejército que, en respuesta al golpe de Estado de la Cámara, yo sin el Poder legislativo, firme un decreto destituyendo al Gobierno Azaña, y así [dé] más fuerza moral a su inevitable y decidida intervención, que salve al país de la anarquía dentro de la República”.

Por última vez, se niega a secundar los planes golpistas y recibe de su interlocutor una respuesta premonitoria: “Lamenta mi sacrificio, que no evitará nada y será”. Todo un epitafio, pues en poco más de tres meses el país entrará en el túnel horrendo de la Guerra Civil.

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