La ilusión de otros pactos de la Moncloa

25 / 10 / 2016 Antonio Rodríguez
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El nuevo gobierno deberá acometer un ajuste de 5.000 millones y la reforma de las pensiones con la hucha vacía. el escenario es propicio para un pacto de estado como el de 1977, del que estos días se cumplen 39 años, pues la aprobación de los presupuestos requerirá del consenso de al menos tres partidos.

Luis de Guindos lleva varias semanas azuzando el miedo a unas nuevas elecciones con una frase que resume sus temores a que la parálisis política contagie finalmente a la economía: “La inercia (económica) no dura para siempre; es necesario alimentarla”, comentó el día de la presentación de su libro España amenazada. El ministro confía en que la formación de un nuevo Gobierno provoque un “shock positivo de confianza” en las cuentas españolas pues el horizonte está lleno de nubarrones, aunque Moncloa sigue confiando en que se creen 900.000 empleos netos acumulados entre este año y el próximo.

Si Mariano Rajoy consigue sacar adelante su investidura, el nuevo Ejecutivo deberá acometer en sus primeros meses de vida un ajuste de 5.000 millones de euros para reducir el déficit del 3,6% al 3,1% a lo largo de 2017, tal y como le exige la Comisión Europea si quiere evitar una multa de hasta 2.000 millones (el 0,2% del PIB) por las sucesivas tarjetas amarillas que Bruselas le ha sacado a España en los últimos años por los desequilibrios en las cuentas públicas. Esa reducción del déficit solo es posible por la vía del ajuste del gasto o por el aumento de los ingresos mediante una subida de impuestos. Es decir, habrá que volver a las medidas impopulares que Rajoy tuvo que aprobar al inicio de su mandato para evitar el rescate europeo del conjunto de la economía española.

 

Minoría parlamentaria

La diferencia con 2012 es que el PP se encuentra ahora en minoría parlamentaria y necesitará de al menos dos de los grandes partidos –en principio PSOE y Ciudadanos– para aprobar los Presupuestos. Esa aritmética parlamentaria plantea el horizonte de un eventual pacto de Estado al que se podrían sumar otras fuerzas políticas y que recordaría, en cierta manera, a los Pactos de la Moncloa de 1977, en los que una situación económica insostenible y la necesidad de mantener la paz social propiciaron unos acuerdos con los que se salvó la Transición política.

Ahora parecería casi de chiste, pero lo cierto es que el primer Gobierno en el que Adolfo Suárez fue presidente, en julio de 1976, no tenía ministro de Economía. Había un Ministerio de Hacienda y otro de Industria, así que aquel Ejecutivo heredaba las viejas costumbres del franquismo. España era un país en el que el Impuesto sobre la Renta no existía como impuesto general y la planificación económica solo tenía como fin el crecimiento dentro de una situación de aislamiento internacional. Los acercamientos paulatinos a las entonces Comunidades Económicas Europeas habían abierto los intercambios internacionales, pero España seguía siendo una isla.

Por aquel entonces, con el general Franco recién desaparecido, la prioridad era la política. La economía no iba bien, pero nadie se atrevía a enfrentarse al problema. Suárez era consciente de que a una crisis política no se le podía superponer otra económica porque todo podía estallar. Sin embargo, algo había que hacer. El mundo occidental estaba sumido en una profundísima crisis provocada por la subida de los precios del petróleo.

En España, el paro, que durante décadas había sido un fenómeno casi desconocido debido a la emigración, alcanzaba cotas desconocidas hasta entonces. En 1977 era del 5,7% y comenzaba a preocupar. Hay que tener en cuenta que diez años antes la tasa de desempleo era del 1,3%, lo que daba cuenta de un rápido crecimiento. De hecho, en 1978 el paro alcanzó ya al 7,6% de la población activa y el número de desempleados superó el millón por primera vez en la historia desde que hay registros.

Desde los últimos Gobiernos de la etapa franquista se repetía una y otra vez el mensaje de que la crisis del petróleo no afectaba a España, “debido a su tradicional amistad con el pueblo árabe”. No era verdad. Los Gobiernos de turno subvencionaban los precios de las gasolinas, pero el aumento de la porosidad de la economía española, cada vez con más intercambios comerciales, traspasaba a España el alza de precios que se estaba produciendo en todo el mundo occidental. ¿Qué estaba pasando por ahí fuera que nos iba a traer de cabeza durante años? En 1973, los principales países productores de petróleo del mundo árabe decidieron dar un escarmiento a Occidente (EEUU y Europa occidental, fundamentalmente) por haber apoyado a Israel en la guerra que poco antes le había enfrentado a Egipto, Jordania y Siria. El castigo se materializó en una reducción de las exportaciones de petróleo y una subida de los precios.

En 1974, fruto de aquella decisión, el precio del crudo en los mercados internacionales se cuadruplicó. Pasó de 3 a 12 dólares el barril. El aumento provocó un caos internacional y en España, por mucho que hicieran los Gobiernos de la época, la inflación había sobrepasado ya con claridad el 20% (en 1977 fue del 25,4%), lo que hacía que el sueldo de principios de año no fuera suficiente para llegar a final de mes en cuanto pasaba el verano. Las movilizaciones de los trabajadores y de unos sindicatos recién recuperados para el sistema legal lograban incrementos salariales también superiores al 20%. Eso creaba un círculo vicioso que amenazaba con un estallido social.

Suárez sabía que había que coger al toro por los cuernos y que habría que tomar decisiones difíciles. Al comienzo de 1977 era presidente del Gobierno de un país con cerca de un millón de parados, donde los bancos pedían más del 15% de interés por un préstamo, la inflación y los sueldos subían casi sin control y el traslado de la crisis internacional a la economía interna amenazaba con males aún mayores. Junto a ello, muchas leyes heredadas del franquismo eran inadmisibles para los partidos de izquierdas, representados sobre todo por el PSOE y el Partido Comunista de España (PCE), porque seguían coartando muchas libertades ciudadanas. La inversión pública estaba prácticamente paralizada y el sistema de impuestos era absolutamente arcaico para un país occidental de esa época. Muchas tareas para un Gobierno que no había sido refrendado en las urnas, ya que no habían sido convocadas aún elecciones generales para renovar las Cortes Generales.

Una vicepresidencia

El 15 de junio de 1977 los españoles fueron llamados a las urnas y Suárez, al frente de un partido denominado Unión de Centro Democrático (UCD), logró 166 escaños en el Congreso de los Diputados, es decir, sin mayoría absoluta, como ahora Rajoy. Había que pactar sí o sí, porque las reformas pendientes eran lo suficientemente importantes como para tener que contar con la oposición y con los agentes sociales. Y se puso manos a la obra. Entre las novedades estaba una Vicepresidencia de Economía que recayó en Enrique Fuentes Quintana.

Suárez le encargó a este último que sondease la posibilidad de llegar a un gran acuerdo económico y político que diera a España el sosiego necesario para la Transición, pero deshaciendo al tiempo el círculo vicioso en el que había encallado la economía. Fuentes Quintana se puso a ello. Habló con todos, hasta que el 8 de octubre el propio Suárez llamaba al palacio de la Moncloa a los representantes de los grupos parlamentarios para exponerles la necesidad de cerrar un acuerdo, cuyas bases previas ya les habían sido adelantadas por el vicepresidente económico.

Hubo muchas reuniones entre los días 8 y 21 de octubre, fecha, esta última, en la que se alcanzó el consenso necesario para tirar hacia delante. El día 25 de octubre, martes, todos fueron convocados de nuevo a La Moncloa, para firmar el documento del acuerdo. Dos días después, la rúbrica se repetía en el Congreso de los Diputados y el 11 de noviembre tomó nota el Senado.

Reformas pendientes

Los Pactos de la Moncloa se resumen en la foto del acuerdo, al incluirse en ella a todo el arco parlamentario. Los presentes habían suscrito íntegramente el documento, excepto Manuel Fraga, que firmó la parte económica en nombre de AP pero no la política. Y es que los pactos tenían dos partes muy diferenciadas. En la primera, la económica, trataban de arreglar cosas que ya no son tan lejanas en estos tiempos. Había que solucionar el déficit del sistema de la Seguridad Social, era necesaria una reforma fiscal, el Estado debía gastar menos y la orientación de la inversión tenía que dirigirse a la creación de empleo. En 1977 se pusieron a ello y lo hicieron. Desde entonces, en todas las crisis han resucitado esos mismos temas y nunca más se han vuelto a poner todos de acuerdo en arreglarlos.

La parte política de los acuerdos, propiciada por los partidos de la izquierda parlamentaria, y que fue la que no firmó Manuel Fraga, contenía detalles sobre reformas pendientes y urgentes en la regulación de los derechos de reunión y asociación, delitos políticos, libertad de expresión, reorganización de los cuerpos policiales heredados del franquismo, restricciones en la aplicación del código penal militar y la necesidad de que cualquier detenido tuviese derecho a un abogado desde el mismo momento de su privación de libertad. Con todo aquello en la mano, el Congreso y el Senado se pusieron a trabajar para llevar al Boletín Oficial del Estado, en forma de leyes, todas las reformas propuestas.

Una de las que vio la luz en virtud de aquellos acuerdos fue el nacimiento del Impuesto sobre la Renta de la Personas Físicas (IRPF) como impuesto general y universal para todos los españoles. El acuerdo ordenaba la redacción de una ley en la que la carga tributaria de las rentas más modestas fuera inferior al de las más altas y que recogiese la ine-
 xorable exigencia de su pago a todos los españoles.

“Partidos hermanos”

Como es lógico, nada de esto hubiera funcionado si los políticos hubiesen estado de acuerdo pero los sindicatos no. La conflictividad social habría echado por tierra cualquier intento de pacificar la calle. Por ello, y aunque formalmente no lo firmaron, porque el Gobierno quería que lo hicieran los representantes de los partidos, los máximos dirigentes sindicales de entonces, Nicolás Redondo, por la Unión General de Trabajadores (UGT), y Marcelino Camacho, por Comisiones Obreras (CCOO), también expresaron sus opiniones en reuniones con ministros. Además, ambos sindicatos podían trasladar sus inquietudes a través de los que entonces denominaban “partidos hermanos”. El PSOE lo era de UGT, y el PCE, de CCOO.

Pasadas casi cuatro décadas de aquel consenso, ahora el escenario es propicio para unos nuevos pactos de La Moncloa, aunque es difícil imaginar que se pueda repetir una imagen como la de 1977 en la que esté todo el arco parlamentario, incluyendo a los dirigentes de Podemos o a los nacionalistas vascos y catalanes. Pero también en la Transición hubo apretones de manos y momentos históricos que pocos pudieron imaginar cuando España enterró a Franco.

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