Las diabluras del mono

02 / 10 / 2006 0:00 S.J. Dubner y S.D. Levitt
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Los nuevos artículos de Stephen J. Dubner y Steven D. Levitt, los autores de “Freakonomics”, una visión “incorrecta” y heterodoxa de la economía.

31/07/06

Adam Smith, fundador de la economía clásica, aseguraba que sólo el ser humano se interesaba por el canje monetario: “Nadie ha visto jamás a un perro hacer un deliberado canje de un hueso con otro perro”, escribió. Pero en un laboratorio del hospital Yale-New Haven han enseñado a siete monos capuchinos a usar dinero. El capuchino es un mono marrón y listo, del tamaño de un bebé de un año.“Tiene un cerebro pequeño y sólo le interesan la comida y el sexo”, dice Keith Chen, economista de Yale quien, junto a Laurie Santos, psicóloga, está explotando esos deseos naturales, al menos el de la comida, para enseñar a los capuchinos a comprar uvas, manzanas.“Hay que pensar en el capuchino como un inagotable estómago de deseos –explica Chen–. Se les puede alimentar todo el día con malvaviscos. Vomitarán y volverán para que les demos más”.

Cuando la mayoría piensa en economía, piensa en gráficos de inflación o en tasas monetarias antes que en monos y malvaviscos. Pero la economía es reconocida cada vez más como una ciencia cuyas herramientas estadísticas pueden aplicarse para estudiar cualquier aspecto de la vida, porque es, en esencia, el estudio de los incentivos, y de cómo la gente y quizá los monos responden a esos incentivos.

Los grandes economistas están estudiando cuestiones como prostitución, rock o prejuicios en los medios. Chen se considera, con orgullo, economista conductista, cuyas investigaciones atraviesan psicología, neurociencia y biología. Comenzó su trabajo con monos cuando era universitario en Harvard, con el psicólogo Marc Hauser. Los monos de Harvard eran tamarinos y el experimento estaba relacionado con el altruismo: dos monos en dos cajas enfrentadas, equipadas con una palanca que libera un malvavisco en la caja del otro mono. El único modo que tenía cada uno de conseguir el malvavisco era que el otro levantara su palanca, lo que suponía en cierto grado un acto de altruismo, o por lo menos de cooperación. Los tamarinos fueron bastante cooperativos, pero aun así mostraron un sano egoísmo. El tamarino típico levantaba la palanca alrededor del 40% del tiempo. Entonces, Hauser y Chen acentuaron el drama.Condicionaron a un tamarino para que siempre levantara la palanca –creando así un títere altruista– y a otro para que nunca lo hiciera –creando un estúpido egoísta–. El títere y el estúpido fueron luego enviados a jugar con otros tamarinos. El títere levantó su palanca una y otra vez, echando malvaviscos en la caja del otro mono. Al principio, los demás respondieron de la misma manera, levantando sus propias palancas un 50% del tiempo. Pero cuando se dieron cuenta de que su socio era un ingenuo, su tasa de reciprocidad bajó a un 30%.

El estúpido egoísta fue castigado. Una vez establecida su reputación, cada vez que le llevaban a la cámara de experimentación, los otros tamarinos “simplemente se volvían locos –recuerda Chen–.Tiraban contra la pared sus excrementos, se iban hacia las esquinas y se sentaban sobre sus manos, como enfurruñados”.

Un dólar

Chen, de 29 años, hijo de inmigrantes chinos, creció en una zona rural de las grandes planicies. Estudiante en Stanford, quedó seducido por el marxismo antes de ser seducido, de casualidad, por la economía. Debe de ser el único economista que experimenta con monos: “Amo las tasas de interés y estoy dispuesto a hablar de ello todo el tiempo –dice a propósito de sus colegas economistas–, pero me doy cuenta de que no se sienten muy cómodos cuando les digo en qué trabajo”. A veces no está claro, incluso para él mismo, determinar exactamente en qué trabaja. Cuando Chen y Santos, la psicóloga, comenzaron a enseñar a los capuchinos en Yale a usar el dinero, no había investigación definida. La idea era darle un dólar al mono y ver qué hacían.

La moneda era un disco plateado, con un agujero en medio. Se necesitaron meses de repetición para enseñarles que las fichas eran valiosas como medio de intercambio para una golosina, y que tendrían similar valor al día siguiente. Cuando el capuchino entendió el mensaje, le presentaron doce fichas en una bandeja. El mono tenía que decidir cuántas tenía que entregar por, digamos, cubos de gelatina versus uvas. El primer paso permitía al capuchino revelar sus preferencias y aprender el concepto de administración.

Luego, Chen introducía los impactos de precio y de riqueza. Si el precio de la gelatina caía (dos cubos en lugar de uno por ficha), ¿compraría el capuchino más gelatina y menos uvas? Los capuchinos respondían racionalmente a este test, igual que lo haría la mayoría de los lectores de The New York Times. En estilo economista: los capuchinos se adherían a las reglas de la máxima utilidad y de la teoría del precio, cuando el precio de algo disminuye, se tiende a comprar más de eso.

hen introducía luego un par de juegos de apuestas e intenciones. En el primero, le daban una uva y, según el lanzamiento de una moneda, o retenía la uva original o ganaba una uva como bono. En el segundo, el capuchino comenzaba poseyendo la uva que era un bono y una vez más, según el lanzamiento de una moneda, o mantenía las dos uvas o perdía una. Ambos juegos son de hecho el mismo, con idénticas posibilidades, pero uno es una potencial ganancia y el otro una potencial pérdida.

¿Cómo reaccionaban los capuchinos? Por supuesto, preferían entrar en el juego de la ganancia potencial. Esto no es lo que un manual de economía pronostica, pues sus leyes sostienen que estos dos juegos tendrían que ser tratados de manera igualitaria. Entonces, ¿el experimento de Chen revela simplemente las limitaciones cognitivas de estos sujetos de cerebro pequeño? Tal vez no. En experimentos similares, resulta que los humanos tienden a adoptar el mismo tipo de decisión irracional en un promedio casi igual.

Y sexo

La documentación de este fenómeno, conocido como aversión a la pérdida, fue lo que ayudó al psicólogo Daniel Kahneman a ganar el premio Nobel de Economía. Según Chen, “esto hace a los capuchinos estadísticamente indistinguibles de la mayoría de los inversores en Bolsa”. ¿Pero entienden en realidad el dinero? Varios factores lo sugieren. En otro experimento, se rebanaron pepinos en forma de disco en lugar de cubos de gelatina, como era habitual. Un capuchino tomó una rebanada, comenzó a comerla y luego se dirigió a un investigador para ver si podía comprar algo más dulce con eso. Para el capuchino, la rebanada redonda de pepino era lo bastante parecida a las fichas plateadas como para parecer dinero.

Luego está lo del robo. Se ha observado que los monos nunca ahorran dinero, pero a veces roban durante un experimento. Los monos viven en una cámara principal comunitaria. Se pone a un capuchino solo en una pequeña cámara de prueba adyacente. Una vez, un capuchino que estaba en la cámara de prueba tomó una bandeja entera de fichas, las lanzó a la cámara principal y salió corriendo tras ellas: una combinación de fuga de la cárcel y atraco a un banco que condujo a una caótica escena. Los investigadores tuvieron que ofrecer comida a cambio de las fichas, lo que alentó más robos.

Algo más pasó durante esa caótica escena, algo que convenció a Chen de que los monos entendían el concepto de dinero. Tal vez el atributo más peculiar del dinero, después de todo, es que se trata de un bien fungible. Puede ser usado para comprar no sólo comida sino cualquier otra cosa. Durante el caos en la cámara de los monos, Chen vio por el rabillo del ojo algo que le ruborizó: intercambio de dinero por sexo, tal vez el primero en la historia de los simios. Una prueba más de que los monos realmente entienden el dinero: la mona que recibió dinero por sexo canjeó luego la ficha por una uva.

Lo cierto es que cuando enseñaron a los monos a usar dinero, éstos respondieron con astucia a los incentivos simples; reaccionaron de manera irracional a las apuestas arriesgadas; fallaron en el ahorro; robaron; usaron el dinero para la comida y, en ocasiones, para el sexo. En otras palabras, se comportaron en buena medida como la criatura que la mayoría de los colegas más tradicionales de Chen estudian: el Homo sapiens.

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