Tras el desfile

18 / 07 / 2017 Vicente Molina Foix
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"La fulgurante conquista de los derechos humanos homosexuales deja una estela artística cada día más visible y fecunda".

Foto: Europa Press

Acabadas las celebraciones del Orgullo Gay, vueltos los celebrantes a sus casas, convertidas las 52 vistosas carrozas del desfile no en calabazas sino en autobuses urbanos, ha quedado en el mundo libre (llamémosle así para entendernos) una sensación de triunfo, y en Madrid unas huellas que podremos seguir todo el verano. La fulgurante conquista de los derechos humanos homosexuales también deja, más allá de los matrimonios, las adopciones, la legalización económica y la felicidad que genera, una estela artística cada día más visible y fecunda, especialmente en aquellas artes que en siglos anteriores la disimulaban y tapaban, es el caso de  la pintura, o simplemente no existían, como el cine y la fotografía.

En el Prado, en un homenaje que tiene algo de guiño, el visitante puede reconstruir, con una guía impresa en un desplegable gratuito, unos “escenarios para la diferencia” marcados dentro de la colección permanente del museo. El recorrido laberíntico por las salas da sorpresas: El Cid, un león en primer plano pintado por la protolesbiana Rosa Bonheur (que el museo no había nunca colgado desde que un donante lo regaló a fines del XIX), y la inquietante estampa de El Maricón de la Tía Gila dibujada por Goya en su llamado Álbum C. Más entidad tiene la amplia exposición abierta hasta octubre en CentroCentro, el complejo cultural que comparte espacio en Cibeles con el ayuntamiento, titulada Nuestro deseo es una revolución, aunque su subtítulo, Imágenes de la diversidad sexual en el Estado español 1977-2017 suene algo burocrático. Se trata de una interesante panorámica de la plástica, la fotografía y el cine de connotaciones o militancia LGTBI, en la que destaca el rescate de Gregorio Prieto, una figura de la Generación del 27 insuficientemente conocida y aquí representada a través de sus fotos autoficcionales de los años 20 y Luna de miel en Taormina (1932), un magnífico lienzo “epéntico” (palabra de uso interno entre sus amigos homosexuales que García Lorca inventó y usaban, entre otros, Aleixandre, Cernuda, Blanco Amor y el propio Prieto. También hay estupendos trabajos de Juan Hidalgo, de Carmela García, el gabinete privado de dibujos de osos rampantes de Pérez Villalta, el recuerdo de Pepe Espalíu y sus elocuentes acciones artísticas a partir del Sida, y Manuel (1983), una pieza magistral de Rodrigo, tan magnífico escultor como dibujante.

La parte cinematográfica incluye a Almodóvar, Iván Zulueta, Jacinto Esteva y figuras más transversales, algunas muy menores; es incomprensible que los comisarios no hayan mencionado la obra de Adolfo Arrieta, que sigue filmando, e ignoren por completo a dos figuras desaparecidas pero seminales del cine de vanguardia gay, Antonio Maenza como precedente, ya que murió, después de años de inactividad, en 1979, y Celestino Coronado. La muestra de CentroCentro se debate así entre dos extremos que a menudo chocan: el activismo y el arte. Todos los artistas citados, y otros como Genet, Greta Garbo o Marlene Dietrich, a quienes se rinde tributo, fueron agitadores, transgresores de límites y a la vez creadores en su diferencia. En Nuestro deseo es una revolución, la exaltación de la militancia, tan necesaria, desemboca a veces en la fiesta de la insignificancia.

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