Saura en papel

20 / 06 / 2017 Vicente Molina Foix
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"Cuando se anuncia el verano ya es costumbre que llegue el regalo regio de PHotoEspaña, de la que esperamos cada año la sorpresa de lo que nos trae, no solo de Oriente".

Y tampoco en esta ocasión faltan la abundancia ni la calidad; hay una amplia antológica del italiano Gabriele Basilico (en el Museo ICO), Eduardo Arroyo saca a la luz su colección de inestables en el Lázaro Galdiano, y en Cibeles comparten lugar con el Municipio dos potentísimas muestras de un mundo marginado que no se esconde: la bohemia canalla pero gozosa del Café Lehmitz de Hamburgo fotografiada por Anders Petersen y Pistas de baile, las ampliaciones en color de las prostitutas transgénero de Ciudad Juárez tomadas por Teresa Margolles, comisariada por Alberto García-Alix, a quien PHotoEspaña le ha dado este año Carta Blanca y expone él mismo en la galería Juana de Aizpuru obra reciente, en la que trabaja con sobreimpresiones: impresiona Autorretrato San Elvis.

Pero mi máxima ilusión ha sido ver reunidas en el Museo Cerralbo tantas fotos de una gran personalidad artística de nuestro país, el cineasta Carlos Saura, un clásico en plena actividad (cumplidos ya los 85) cuya faceta en papel es menos conocida que su trascendental filmografía. En los paneles que acompañan la exposición, Saura se presenta como aprendiz de ese arte al que llegó por azar, y en el que al principio incurría en “defectos evidentes de exposición y de contrastes”. Nunca lo abandonó, sin embargo, desde que en los primeros años 1950, con su Rolleiflex, tomó en la Ciudad Encantada una bellísima serie semi-abstracta, Rocas de Cuenca (no expuesta, pero sí incluida en el libro Carlos Saura. España Años 50, editado el pasado año por La Fábrica con Steidl). La imagen del director de Cría cuervos entrando en el Museo Cerralbo el día de la inauguración de PHotoEspaña con una cámara al cuello era el indicio de su curiosidad inagotable, de su ojo alerta, de su deseo constante de poner la mirada sobre la realidad y captarla. 

La selección colgada es muy variada, dentro de la acertada circunscripción a los años del medio siglo pasado. Una de las secciones que más nos llega es la de Sanabria; siendo estudiante en la Escuela de Cine de Madrid, Saura fue ayudante de un documental que se preparaba en esa entonces pobrísima zona castellana, y lo que vemos en las imágenes (en blanco y negro) es un mundo desaparecido, no por el progreso social sino por la desgracia: “La mayor parte de las personas que aparecen aquí fotografiadas murieron al reventar el muro de contención del embalse cercano”, cuenta el propio fotógrafo, en referencia al pueblo de Ribadelago, tragado por las aguas. Otras secciones son menos lúgubres, viajando el fotógrafo por Andalucía, Valencia, o retratando la densa noche madrileña de la época. Es una España negra y clara, humilde, piadosa pero festiva, bronca y alegre al mismo tiempo, en la que Saura, a veces muy artista (una preciosa instantánea de gigantes y cabezudos cruzando un puente conquense) siempre quiere ser, más que otra cosa, el testigo de lo real.

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