Ruskin

19 / 12 / 2017 Juan Bolea
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Como ejercicio espiritual para estas fechas navideñas recomendaría leer a John Ruskin; arrodillados, eso sí, sobre las piedras de Venecia. 

Como ejercicio espiritual para estas fechas navideñas, además de a San Mateo o a Esquilo, algunas de las “fuertes voces” de su predilección, recomendaría leer a John Ruskin; arrodillados, eso sí, sobre las piedras de Venecia. 

Del más heleno de los autores ingleses acaba de editarse un nuevo libro, La reina del aire (Pepitas de calabaza), basado en una serie de disertaciones y conferencias sobre Los mitos griegos de la nube y la tormenta. 

La reina del aire es, naturalmente, Atenea, a la que el crítico y ensayista inglés dedicó numerosos estudios.Tanto empeño, tiempo y talento destinó Ruskin a la diosa que consigue introducirnos en la mente de un ateniense del siglo V a. C.

Aquel súbdito de Atenea, demócrata ciudadano paseante entre las columnas del Partenón, quiso vestir a la diosa de Fidias con los tejidos y gemas de los colores sagrados: blanco, oro, zafiro, púrpura. Era el cívico ateniense un hombre sereno, sin malos sueños, dueño de una extraña calma, aunque vulnerable y melancólico en su lenguaje trágico, al estar privado del consuelo de la resurrección. En su horizonte no había otro cielo que el de las ideas. Más atrás, más allá de la estatua de Fidias y de los frisos del Partenón intuirá el pneuma de Atenea, ese aliento o soplo primigenio, universal, el elemento que con la tierra (Deméter), el fuego (Apolo) y el agua (Poseidón) ha creado del mundo.

Más lejos o más allá aún, en busca del origen de Atenea, Ruskin se topará con la serpiente (tierra) y el pájaro (aire), con el poder (serpiente) y la pasión (pájaro), con la tormenta y la nube... Desde las más altas oteará al águila, símbolo de la energía, y al búho, de hiperdotada percepción, tradicionalmente relacionado con las sabidurías ocultas. 

Una vez allá arriba, en el éter del pensamiento, flotando, planeando como lectores a muchos pies de las piedras de Venecia, Ruskin nos insuflará su pneuma para, con la alada mirada de los dioses, aprender de nuevo a volar, a otear el arte, la historia, la Biblia, la Odisea, Atenas y Jerusalén, a Sócrates y a Cristo. Acaso, en esa ebriedad de ángeles y mitos, leyendas y genios el propio Ruskin llegaría a creerse un dios, y no poco diletante, y hasta arrogante cuando osó desdeñar a Leonardo Da Vinci, calificándolo como “un simple dibujante en negro, preso hasta el final en su sonrisa arcaica”. ¿Quién, si no Ruskin, firmaría ese juicio? ¿Y a qué sonrisa se refería, a la de Gioconda? ¿Quizá porque se parece a la expresión de un kouros, justo antes de que Atenea insuflara su soplo al cincel griego, y por eso Leonardo es oscuro y arcaica la sonrisa de sus modelos? 

En más beatífico plano sitúa Ruskin a sus maestros favoritos. Que, en pintura, fueron seis: Tiziano, Correggio, Paolo Veronese, Velázquez, Holbein y Reynolds. 

Palabra de John Ruskin.

Alabada sea Atenea.

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