Nihil admirari

24 / 11 / 2016 Ricardo Menéndez Salmón
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Desde el inicio ha resultado demasiado sencillo ridiculizar a Donald Trump.

Ha resultado tan sencillo, demasiado en realidad, ridiculizar a Donald Trump desde el inicio. Como si todo en la persona (o más bien en el personaje, pues así ha sido presentado casi siempre) invitara al chiste. Ha sido fácil ridiculizar su aspecto y su indumentaria, ese cabello que se mueve entre el bisoñé fallido y el casco espacial de las novelitas pulp; ese rostro enorme, cuadrado, que parece arcilla recién modelada; esos trajes azules de enterrador con la corbata roja que amenaza llegar hasta las rodillas. Ha sido fácil ridiculizar su vulgaridad, tan alejada de la ironía sofisticada o de la glosa oportuna, tan ajena a la anécdota de manual de historia de las mentalidades. Ha sido fácil ridiculizar sus confidencias de barra de bar convertidas en dogmas de cierta espiritualidad americana, su llamamiento a recuperar una esencia nacional que nadie ha visto pero que no por ello conmueve menos a quienes creen en ella. Ha sido fácil ridiculizar su racismo, su xenofobia, su misoginia, su locuacidad, su coprolalia, su desinterés por el resto del planeta. Pobre tipo, han dicho las redacciones de periódico desde Canadá hasta Australia, desde Islandia a Sudáfrica; pobre fanfarrón, han repetido los especialistas biempensantes de la biempensante Europa; pobre idiota que piensa que llegará a alguna parte con su zafiedad. Ha sido fácil ridiculizar incluso a la mujer que lo acompaña, a su larga y extensa familia, fruto de una vida de alcoba sinuosa. En el límite, ha sido incluso fácil ridiculizar su fortuna, la alfombra de dinero sobre la que camina desde que se levanta cada mañana. Como si, por una vez, ser rico fuera una prueba de la más solemne, irrefutable estupidez.

Y sin embargo, de nuevo nos hemos equivocado, de nuevo hemos olvidado que la gente no vota con los manuales de Historia en una mano y la balanza de la Justicia en la otra, sino que normalmente lo hace con las vísceras, con su rabia acumulada, con la sensación, siempre difícil de precisar, de que alguien, por caminos misteriosos, ha logrado sintonizar con la frecuencia exacta en que emiten su desamparo, su mala leche, su creciente desencanto. Trump no ha descubierto ningún Mediterráneo al sintonizar con éxito esa frecuencia. Basta pensar que muy cerca de nosotros, en el país más bello de Europa, en la cuna de tanta elegancia, de tanta cultura, de tantos logros de la sensualidad y de la inteligencia, Silvio Berlusconi, otro hombre fácil de ridiculizar, fue jefe de Gobierno en tres ocasiones, durante más de ocho años. Así que, después de todo, quizá no haya nada de que admirarse, nihil admirari, salvo la tozuda, reiterada, gigantesca ceguera en la que vivimos con respecto a aquello que nos es más cercano: nuestras propias motivaciones. Que es como decir, nuestros propios deseos y miedos.

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