Muerte de un torero

04 / 07 / 2017 Ignacio Vidal-Folch
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"Diré aún esto: el toreo puede gustarnos o no (a mí no me gusta) pero es indiscutiblemente un arte".

Foto: GETTY

La reciente muerte del torero Iván Fandiño en Mont-de-Marsan da que pensar. También dan que pensar ciertas reacciones, ciertos comentarios que suscitó el trágico acontecimiento, mayormente en las redes sociales. No me refiero a los llamados animalistas antitaurinos, gente anónima y que tanto ama a los animales que se alegra de la muerte de un ser humano y la jalea, desbordante de entusiasmo y odio; no me refiero a esa gente que padece una tara, psicopatología o desequilibrio en la medida proporción de magnitudes diversas, que les inhabilita para el juicio. No, esa gente y su fanatismo merecen menos atención que un plato de macarrones fríos. 

Lo llamativo es que también hayan celebrado la muerte del torero, y hurgado sádicamente en el dolor que sienten sus parientes y amigos, algunas personas a las que se supone sensibilidad, que algo deberían saber sobre la emoción humana, sobre la pérdida, sobre la gravedad de la muerte, sobre la importancia misteriosa de existir... ya que se dedican a suscitar y cultivar emociones. Estos no tienen excusa ni perdón.

El trovador Nacho Vegas, siquiera por su notorio trato con las drogas, tiene que saber qué es el dolor. Pero acaso ese mismo tema de las sustancias tóxicas, de las que a veces uno se libera cuando ya es demasiado tarde pues el daño en la corteza cerebral y el sistema límbico ya está hecho y es irreversible; o tal vez la conciencia de su deficiencia creativa –o sea: drogas y vergüenza de la propia mediocridad– expliquen su desalmada celebración de la muerte del torero como un clásico problema de resentimiento. 

Ricky Gervais no es insignificante como Vegas: es un cómico consumado, un artista del humor negro, como demostró en su serie Extras. Teniéndole por persona sensible, su reacción a la muerte del pobre Fandiño me dejó atónito: ¿cómo podía ser tan necio y caer tan bajo? Pero su exabrupto sirvió para iluminar mi idea de su obra –de la naturaleza alegremente cínica de su humor– con una luz reveladora, aunque poco grata. En su caso, la ruindad del comentario responde probablemente a un narcisismo ávido de notoriedad, de fama, que es precisamente “cosa para actrices y productos farmacéuticos” (Pessoa). 

Diré aún esto: el toreo puede gustarnos o no (a mí no me gusta) pero es indiscutiblemente un arte: con sus formas definidas, su dramaturgia, sus normas y restricciones, su estética; un arte, como se sabe, celebrado por mil poetas y pintores. Con la particularidad de que es el único arte de verdad, el único en el que se resuelve la escisión entre vida y representación, y el resultado puede ser la obra lograda o la muerte. 

En esto (que es sustancial), el toreo, aunque sea sudoroso, sangriento y cruel, es un arte claramente superior al que practican Vegas y Gervais. Por eso no compadezco a Iván Fandiño: como artista trágico estuvo donde muy pocos llegan, holló un terreno que solo algunos se atreven a pisar.

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