Los Románov

10 / 11 / 2016 Juan Bolea
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La obra de Montefiore se asoma al abismo de muerte y poder de la dinastía rusa.

Cuando el zar Nicolás II y su familia fueron ejecutados en 1917 por hombres de Lenin, la saga de los Románov escribió su epitafio. Pero durante siglos sus zares habían dominado todas las Rusias. Como su propia patria, infinita, contradictoria, el clan fue soberbio, apasionado, inestable, excesivo, tan capaz de sacrificios y proezas como de las mayores crueldades.

Para muestra, Pedro el Grande. Su vida se resume en un baño de pólvora, amor y sangre. En sus más siniestros aspectos, su personalidad, tan cruel como la de su antepasado Iván el Terrible, reveló a un degollador experto en decapitaciones. Lo demostró cuando ordenó ejecutar a una dama de la corte, la escocesa Mary Hamilton, que había sido su amante, acusada de robar joyas a la zarina. El 14 de marzo de 1719, en Moscú, Mary se dirigió al cadalso con un deslumbrante vestido. Esperaba ser perdonada, pero Pedro subió al patíbulo, la besó y ordenó su ejecución. Cayó el hacha, el zar alzó por los cabellos la cabeza de Mary y dio una clase de anatomía a los asistentes, señalando las vértebras, la tráquea, las chorreantes arterias... Volvió a besar los labios sin vida de Mary, se santiguó y regresó a palacio.

Otra de sus venganzas fue la tortura y ejecución de su hijo Alexéi, acusado de traición. En 1718, en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el zarévich recibió veinticinco latigazos con el knut, que no consiguieron hacerle admitir su traición. Cinco días después, se le administraron quince latigazos más; quebrantado, confesó su conspiración. Un tribunal lo condenó a muerte por doble parricidio, contra el padre de la patria y contra su padre natural; pero no sobrevivió al tormento. Insensible a su fin, Pedro hizo acuñar una moneda conmemorativa con la siguiente leyenda: “El horizonte se ha despejado”. Y continuó con nuevas campañas contra suecos, polacos, daneses que se resistían al ensanchamiento de sus fronteras. Siempre, como buen Románov, intrigando, conquistando entre borracheras de vodka y reposos en los balnearios de Baden-Baden y Spa; entre enanos y prostitutas; entre generales, obispos, amantes, cambios de humor, de aliado o pareja...

Fijémonos, por ejemplo, en la zarina Ana, atrapada bajo el influjo de tres alemanes que llegarían a dominar Rusia. Su amante Biron, un apuesto e ignorante palafrenero, hablaba a los caballos como si fueran personas y a las personas como si fueran caballos. El vicecanciller Osterman, famoso por sus asquerosas pelucas y sus malolientes trajes y porque cuanto decía era susceptible de doble interpretación. Y el general Von Münnich, de maneras cortesanas, rubio y melifluo...

Si desean asomarse a este abismo de muerte y poder, lean Los Románov (Crítica) de Simon Sebag Montefiore. Antony Beevor ha dicho que Juego de tronos es, en comparación, “como tomar el té con unas monjitas”. Estoy de acuerdo.

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