Las banderías

07 / 11 / 2017 Ricardo Menéndez Salmón
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"Hay en Gijón un rincón al cual suelo acudir cuando me siento infeliz. O apesadumbrado. O tan solo melancólico. Es un lugar idóneo para calibrar las distintas medidas del malestar".

Canto de los días huidos, senda del Cervigón (Gijón)

Hay en Gijón, ciudad en la que vivo, un rincón al cual suelo acudir cuando me siento infeliz. O apesadumbrado. O tan solo melancólico. Es un lugar idóneo para calibrar las distintas medidas del malestar, pues lo mismo sirve para un problema serio que para un pasajero desconcierto. Es un espacio donde preocupaciones, penas y angustias se lavan, expuestas como quedan sin remedio al mar y al viento, tan indiferentes ambos a nuestros estados de ánimo. El rincón, que adorna la llamada senda del Cervigón, lo conforman unos cuantos cubos de mármol de Macael, blancos, puros y diáfanos, sobre los que su creador, el artista Adolfo Manzano, ha dispuesto una serie de recipientes en forma de platos, cuencos y tazas, como invitación a un hipotético comensal para que deguste en ellos lo que desee. La gente, por lo común, se acerca a los cubos, se sienta en ellos, calla y mira el horizonte. Reveladoramente, el conjunto se llama Canto de los días huidos. 

En ese observatorio cambiante y que a la vez parece hurtarse al paso del tiempo, leo estas palabras: “Las banderas son evidentemente viento. Son como trozos recorta-dos de nubes, más cercanos y colo-reados, sujetos y de forma permanente, que llaman la atención en su movimiento. Los pueblos, como si fuesen capaces de dividir el viento, se valen de él para señalar el aire  que está sobre ellos como suyo propio”. Las palabras pertenecen a Elias Canetti, premio Nobel de Literatura en 1981, nacido en Bulgaria, muerto en Suiza, descendiente de judíos españoles que empleó el alemán como lengua literaria, se instaló en Austria en 1913 y se exilió a Inglaterra en 1938 huyendo del nazismo.Ciudadano del mundo, pero sobre todo ciudadano de la inteligencia, Elias Canetti dedicó parte de su larga vida, así como su obra maestra, Masa y poder, a alertar sobre la tentación nacionalista en todas sus formas, desde el gran Estado soñado por el Tercer Reich a los pequeños separatismos que hacen del pedazo de cielo sobre sus cabezas un elemento diferenciador.

Aunque parece improbable que algunos ideólogos hayan leído a Canetti, no resulta descabellado recordar que de la bandera a la bandería media apenas una vocal. Y que el aire no es nuestro, sino que, bajo él, todos estamos de paso. Porque en los afanes de los últimos meses, abrigados a un lado y al otro del discurso por emblemas insistentes, en trance de ahogamiento bajo tantos trapos que ondean, uno se pregunta cómo escapar a las ceremonias de la culpa y a las estridencias del “nosotros”, del “ellos”, del “nosotros contra ellos”. Y constata, con algo parecido al desamparo, que el empleo de ciertos símbolos y el flameo de ciertas telas no hace sino traer a la memoria otra advertencia de aquel hombre clarividente cuya primera lengua fue el ladino: “Todo lo que ha ocurrido teme a su palabra”. 

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