"¿Cómo es posible, pensé, que siendo tan inteligente sea tan tonto?"

03 / 11 / 2016 Ignacio Vidal-Folch
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Todos hemos conocido gente excelente en lo suyo y decepcionante en lo demás

Anoche cené con un amigo que, desde que fue número uno de su promoción en unas oposiciones de máxima exigencia, se ha mantenido muy informado en su especialidad, de forma que se puede decir que en esa materia es uno de los hombres más sabios, lúcidos y fiables de España. Ahora bien, nos pusimos a hablar de política y constaté, consternado, que se acaloraba en la defensa de las ideas más simples, reduccionistas, elementales y equivocadas del espectro de bagatelas políticas de hoy. ¿Cómo es posible, pensé, que siendo tan inteligente sea tan tonto?

Supongo que todos hemos conocido a gente así: excelentes en lo suyo y muy decepcionantes en lo demás, como lo era Racine para Diderot, según este explica en El sobrino de Rameau.

Un hombre obsesionado por esto fue el filósofo, polemista e influyente periodista Jean-François Revel (1924-2006). En sus interesantes memorias El ladrón en la casa vacía vuelve una y otra vez al estupor rayano con la angustia que siente al conocer a personalidades de gran inteligencia pero en su especialidad; en lo demás, tontos del bote. Entiendo que este fenómeno le interesase mucho pues él lo había experimentado en sí mismo: siendo un brillante egresado de Filosofía de la École Normale Supérieure, la institución universitaria más prestigiosa y selectiva de Francia, cayó como un paleto en la secta del charlatán armenio George Gurdjieff, hombre pródigo en patrañas trascendentales. Cuando se liberó de la adicción a aquel vendedor de humo descubrió, meditando en su propia experiencia, que “la capacidad de los hombres para persuadirse de la veracidad de cualquier teoría, de construir en su cabeza el andamiaje justificativo de cualquier sistema, por extravagante que sea, sin que la inteligencia ni la cultura puedan impedir esa intoxicación ideológica” es inmensa. A partir de entonces, como guiado con un sexto sentido, detectaba la incursión de los demás en el error, en unos casos, por pereza de pensar y en otros, por la conveniencia acomodaticia de adaptarse a la opinión mayoritaria.

Así, dice de un gran biólogo: “En el interior de su disciplina poseía una gran capacidad de observación exacta y de razonamiento riguroso. Pero esta capacidad le abandonaba en cuanto salía de su terreno. Entonces se imbuía de otra personalidad. Este desdoblamiento causa muchas víctimas entre los científicos”. No solo entre los científicos: “En los artistas más admirables, el genio creador puede coexistir con la estupidez y la cobardía –Picasso es un ejemplo calamitoso–, y uno se pregunta cómo es que nuestra época no ha revisado más el mito del intelectual como faro y guía de su época, y, sobre todo, como maestro de virtud infaliblemente situado del lado de los defensores de la justicia”. La necedad de los necios la damos por descontada y no nos turba. Es la necedad de los inteligentes lo turbador, lo sorprendente, lo inquietante. Tal vez porque cuestiona la íntima convicción de cada uno de ser inteligente en un mundo loco, lleno de bobos y gente extraña.

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