Centroamérica Cuenta

13 / 06 / 2017 Juan Bolea
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¡Gracias!

"Si en Costa Rica te reciben con pura vida, yendo a Nicaragua debes leer la pura literatura de Mil y una muertes, de Sergio Ramírez".

Sergio Ramírez

Hay discusión en torno a si este, Castigo divino o Adiós, muchachos es su mejor libro. Mejor quedarse con todos. En el epicentro de la ficción, Ramírez ha inventado Centroamérica cuenta, un festival donde los sueños se despiertan entre espadones de Toledo y fusiles sandinistas, semillas de marañón y los tiburones de agua dulce del lago Cocibolca. 

Envuelto en la mágica prosa de Ramírez recorro el país asomándome con Claudia Neira a la Granada colonial, escoltada por volcanes y campanarios, a sus enjalbegados patios y al alegre andar de indios, mulatos, mestizos de aire misquito y mirada felina, sentados en escalinatas de templos donde rezó Pedrarias, sepultada su terrible memoria bajo la estatua del indio en el viejo León. 

De la antigua capital asolada por el Momotombo visito las pocas piedras que quedan con Arquímedes González, discípulo de Sergio y escritor de raza. En esa jungla no hace calor, 35º, es otra cosa, el sofoco de una humedad que mecharía las cabelleras de las damas de Valladolid con lágrimas de yuca y mango y hasta reblandecería el cuero de la caja de las tres llaves donde se guardaba el oro. En medio de un diluvio almorzamos bajo las desteñidas fotografías de los cuatro vates de León: Salomón de la Selva, Azarías H. Pallais, Alfonso Cortez y, por supuesto, Rubén Darío. La tumba de Rubén descansa en la catedral de León. Su empalagoso túmulo tiene algo de inocente, como un pastel de cumpleaños. No inspira grandilocuencia ni lástima, sino la necesidad de releer sus versos. 

Sergio Ramírez persiguió la sombra de Darío en Mil y una muertes a través de las fotos de Castellón, un artista del daguerrotipo, otro de esos fantasmas caribeños, nicaragüenses, que aparecían o desaparecían como Gómez Carrillo, como el propio Rubén cuando a su vez perseguía la sombra de Chopin y de George Sand en la cartuja de Valldemosa, como el propio Ramírez cuando rastreaba la momificada sombra de Turguéniev en su dacha de París, su eslavo cuerpo de blancas barbas embalsamado como un héroe de la antigüedad.

Otra ensayista, historiadora del cine nicaragüense y discípula de Sergio, Karly Gaitán, me lleva al Sur para ver Costa Rica, pura vida, muy a lo lejos el Darién, la pura muerte de Pedrarias, y me habla de las regiones autónomas, del alma de los volcanes, tan roja como la lava del activo Masaya, del puerto de Bluefields, de una variedad de piraña que inocula rabia, de poetas orales y consejos de ancianos que rezan al dios de la tribu rama. Añorando el Caribe hundo los pies en un Pacífico donde los nicas se bañan vestidos, por vergüenza de mostrar sus cuerpos, pero comen medio desnudos pescado frito a la tipitapa, que sabe a coco... 

¿Realismo, realismo mágico? Pura vida y mil y una muertes.

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