Bertín como síntoma

04 / 05 / 2017 Ricardo Menéndez Salmón
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Ver la televisión hoy es ver en circuito cerrado la película de nuestra estupidez.

Hubo un tiempo en que la televisión nos formó. Apenas niños, trasnochábamos con José Luis Balbín en La clave para disfrutar Fahrenheit 451, El séptimo sello, Pajaritos y pajarracos. Qué poso no habrán dejado esas aventuras extravagantes en una sensibilidad curiosa, que nacía al mundo. Había vida inteligente allá fuera, encerrada en las imágenes y en sus símbolos. De paso, por aquel plató espartano pasaba gente como Daniel Cohn-Bendit, Olof Palme, Severo Ochoa. Las personas discutían, filosofaban, educaban. Las personas se lanzaban a la cabeza tesis, antítesis, síntesis. Las personas se apostrofaban citando como testigos de cargo a la Historia, a la Literatura, a la Ciencia. No había otra intimidad que la del talento. Era hermoso descubrir que las inteligencias podían medirse, como la estatura o el alcohol en sangre.

Qué añadir que no se haya dicho de los años gloriosos de Paloma Chamorro. Si en La edad de oro aprendimos que Lou Reed era de carne y hueso, que The Smiths eran cuatro chicos de Manchester y que las ofensas a la religión han sido siempre un rotundo mentís a la extendida idea de que el español sabe reírse de sí mismo, por la breve vida de La estación de Perpiñán vimos pasar a Wim Mertens y a Franco Battiato, y en programas como Galería, Trazos e Imágenes la periodista madrileña le hizo la autopsia a los artistas más decisivos del siglo. Como Javier Pérez Andújar escribió con motivo de su reciente muerte, “Paloma Chamorro fue nuestro canal Arte antes de que naciese el canal Arte en Europa”. ¿Habrá qué mencionar La bola de cristal, que vista hoy resulta tan inconcebible desde el punto de vista de la existencia de una televisión pública como fascinante desde el punto de vista de la imaginación creadora? Como si Summerhill hubiera colonizado las 625 líneas. O como si If... de Lindsay Anderson se emitiera cada sobremesa.

Ahora que la caja boba se ha vaciado de periodismo, hablamos de posverdad, hablamos de divorcios e infidelidades, hablamos de Bertín como síntoma. Epítome de ese mal olor que nos invade y aborrega con su chulería, Bertín es la posverdad definitiva, el divorcio infinito, el adulterio permanente, el síntoma de una enfermedad llamada mal gusto. Sentarse ante una pantalla para que nada suceda. Aplaudir al gesto de aplaudir. Y admirar nuestra caída en cámara lenta. Quizá Don DeLillo tuviera razón cuando en Americana, su primera novela, explicó que la televisión no es otra cosa que una forma de embalaje en la cual los anuncios son interrumpidos por programas, y no a la inversa. Y que acaso, atendiendo a lo que se nos propone, esa sea la forma menos lesiva de contemplarla en estos tiempos de amigos del alma que se confiesan a cantantes melódicos. Que es como ver en circuito cerrado la esplendorosa película de nuestra estupidez.

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