Un pintor en busca de la verdad

07 / 09 / 2017 Luis Algorri [Fotos: Paco Llata]
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¡Gracias!

Antonio López, uno de los pintores vivos más importantes y cotizados del mundo, habla con TIEMPO de su vida y de su obra.

Foto: Paco Llata

Lo primero es el gato. Quien de verdad manda en esa casa es un gatazo orondo, culigordo, de color naranja y ademanes de perdonavidas; un Garfield con su propia habitación de la que, por una ventana siempre abierta, entra y sale a su antojo, sin dar explicaciones ni consentir que se las pidan. Antonio López García, uno de los pintores vivos más importantes del mundo, premio Velázquez, premio Príncipe de Asturias, con obra expuesta en los más grandes museos, recibe al periodista con prisa, nervioso y azarado; ha interrumpido el trabajo de los deslumbrantes desnudos que está haciendo porque tiene que dar, reverentemente, de comer al gato.

Cómo no preguntar por Mari, o sea María Moreno, una de las pintoras fundamentales de la llamada Escuela de Madrid (o Realistas de Madrid; qué más dará el nombre) y esposa de Antonio López desde hace más de 55 años. Mari no está bien. El pintor se ensombrece:

“No, no está bien. Bueno, sí está bien, muy bien de salud, gracias a Dios: come bien, duerme muy bien y está tranquila. Pero ha perdido memoria y esas cosas”.

Pausa.

“Hay gente que empieza por la cabeza y hay gente que empieza por el aparato digestivo o por la espina vertebral, yo qué sé. No, no son goteras, esto es algo más. Es el desgaste del organismo. Yo estoy muy bien, sigo trabajando casi como siempre. Bueno, alguna goterilla, sí”.

Estamos en la indescriptible barahúnda que es el estudio del pintor. Escaleras, caballetes, cubos, cables, cuerdas, herramientas de albañil, banquetas, pinceles y paletas, andamios, estatuas, lienzos arrumbados contra los rincones, hojas de revistas arrancadas y pegadas en las paredes. Antonio, que va vestido de pintor (un mandil lleno de salpicaduras de pintura, zapatos tiznados de pintura, gotas de pintura en las cejas), es el único que sabe moverse por allí sin tropezar con nada ni tirar nada. Antonio, que quiere dejar de pensar en Mari, agarra al periodista y le enseña un jirón de papel pegado en los azulejos de la cocina. Sonríe como un crío travieso:

“A que no sabes qué es eso”.

El periodista mira y remira. Una superficie rosada separada de otra superficie rosada por una curva más oscura.

–¿A que no lo sabes?

–Pues no.

–Je. Mira lo que hay al lado.

Al lado hay otra página arrancada de no se sabe dónde. Es la Venus del Espejo de Velázquez. Antonio López revienta de satisfacción:

“¡El culo! ¡El culo de la Venus de Velázquez! En ese culo hay más sabiduría y más verdad que en la mitad de la historia de la pintura”.

El periodista y el pintor se sientan en la misma cocina, bendecidos por la gloria de tan esplendoroso culo, y charlan. El que pregunta ha visto por el laberinto bocetos de ocho o diez obras, todas como recién interrumpidas. Cómo se puede trabajar en ocho cuadros a la vez.

“Bueno... son más de setenta. Tengo por ahí un papel en el que he apuntado cuántas cosas estoy haciendo y de qué temas. Si quieres te lo busco. Es que yo trabajo con distintos tipos de luz, pinto las cosas a horas diferentes. O luego aquí, en el estudio, con luz eléctrica. Por eso puedo pintar varias cosas al mismo tiempo. Y así voy haciendo la jornada”.

Como en el Génesis, lo primero es la luz.

“Es que la luz lo cambia todo. Al amanecer y al atardecer va muy deprisa y hay que atraparla; eso quiere decir que un cuadro lleva mucho tiempo. Luego, en la zona media del día, no cambia apenas. ¿Tú recuerdas un cuadro que hice yo de la Gran Vía vista desde el principio, desde Alcalá?”.

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“Estuve seis veranos, todos los domingos, del 74 al 80. A las seis y media de la mañana estaba allí con la paleta y a las diez y media, en casa. Esa era la luz que yo quería”

La Gran Vía

Al preguntador le da casi vergüenza comportarse como un fan o un devoto de los milagros de San Antonio, pero tiene que admitir que sí, que es uno de los cuadros que más le han impresionado en toda su vida, porque vive allí mismo y, en los tiempos pasados en que buscaba el fragor de la noche y volvía a casa al alba, era esa luz, esa luz la que amansaba la calle, esa luz exacta del amanecer. Pero eso al pintor se lo han dicho muchas veces:

“Estuve seis veranos, todos los domingos, del 74 al 80. A las seis y media de la mañana estaba yo allí con la paleta y a las diez y media estaba en casa. Esa era la luz que yo quería y en la calle no había nadie”.

P_ Esa luz mágica del amanecer...

R_ No, no, un momento. Si yo eso lo odio. Nunca me gustó madrugar y odio el amanecer. Lo que pasa es que me impresiona muchísimo. El amanecer, para mí, tiene algo siniestro. Ese silencio... No me gusta. Lo relaciono siempre con madrugones para coger trenes, con cosas que me crean mucha zozobra. Es muy rápido, muy pasajero, y en cuanto sale el sol todo se transforma. A mí no me extraña que a la gente la fusilen al amanecer (ríe).

Pero Antonio López, en ese cuadro, pintó no solo la luz suspendida que está a punto de huir, no solo el silencio, sino la soledad, el desamparo, el vacío. Sus grandes cuadros de paisajes urbanos están llenos de inmensos vacíos. Hay una cierta desolación ahí. Antonio se queda un poco perplejo:

“Mira, eso no es algo que yo pretenda, no busco transmitir una emoción concreta. Me sale así. Y es que una ciudad no es alegre de ver. Una gran ciudad tiene algo muy dramático. Madrid, por ejemplo, es una ciudad sin atributos. No es París, no es Roma; podría ser cualquier ciudad. Y eso me gusta, porque en Madrid se ve la vida del hombre, la verdad de la gente, sin que te estorbe la ciudad. Un cuadro con una calle de París, o de Florencia, siempre acaba siendo gente que está en una calle de París o Florencia. Puede más la ciudad, el decorado, que las personas. Eso en Madrid no pasa. Y lo que a mí me gusta es pintar lo que le pasa a la gente, los lugares donde vivimos, los lugares que nos hacen y en los que nos hacemos”.

P_ Dígalo de una vez: las ventanas.

R_ Las ventanas, sí. Las puertas y las ventanas. Eso me gusta muchísimo porque parte de la pintura es el interior y parte el exterior. Algo así somos nosotros también. La relación entre las dos cosas, el dentro y el fuera, me impresiona, me gusta muchísimo. Ahora ya no veo de lejos como antes y uso prismáticos para ver las ventanas, pero las sigo pintando. ¿Tú sabes que la pintura de ventanas empezó en el Romanticismo?

P_ Hombre, en el Renacimiento...

R_ No, no, no, eso es otra cosa. En el Renacimiento las ventanas eran un fondo, un decorado muy bonito. A partir del Romanticismo se hacen las protagonistas. Y hasta ahora, ¿verdad?

 Las tragedias

P_ ¿Se siente igual el dolor de viejo que de joven?

Otra pausa.

R_ ¿Por qué me preguntas eso?

El que pregunta no sabe cómo recordarle a Antonio López que tiene 81 años; y que empieza a morirse la gente a la que uno ha querido siempre. De la que ha dependido.

“Sí, es verdad. Eso es muy duro. Se han ido Enrique Gran, Lucio Muñoz, se acaba de ir Francisco López. Se van muchos. Pero no sé si se pueden comparar los dolores del viejo y del joven. La gente mayor es más frágil pero quizá menos emotiva. La gente joven se entrega a las emociones de
 forma peligrosísima, porque puede, porque tiene mucha energía. Y si la emoción viene del desastre de una pérdida, creo que los jóvenes lo pasan peor que los viejos”.

P_ No hay desastre mayor que te deje tu amor a los 17 años.

R_ No, eso no es verdad. Hay cosas mucho peores.

P_ Sí, pero entonces no lo sabes.

R_ Es que a los 17 no sabes casi nada… Mira, yo estoy convencido de que lo más grave que te puede pasar en la vida es quedarte sin trabajo. Esa es la preocupación que ha rondado siempre mi cabeza y que no me ha abandonado nunca: la fragilidad del éxito, la facilidad con que puedes dejar de interesar. Todo eso. La gente que fracasa, la gente que se queda sin trabajo, de joven o sobre todo de mayor; esa pérdida hace sufrir muchísimo. Van Gogh no lo pudo resistir y se suicidó. Si te deja la novia, ya buscarás otra. Pero lo que tiene que ver con el mundo del trabajo, de la supervivencia... Se habla poco de eso y es lo más terrible que hay.

Cuesta trabajo imaginarse a Antonio López, cuyo cuadro Madrid, Torres Blancas se vendió en 1,74 millones de euros, preocupado por la posibilidad de quedarse sin trabajo, de dejar de interesar.

“¿Cómo que no? Yo conozco eso, lo he vivido. De joven y de no tan joven. El miedo al fracaso, el miedo a que no salgan las cosas. Eso es dramático. Si te pilla de viejo, débil, piensas: y ahora qué hago, dónde voy, cómo reconstruyo, cómo cambio de oficio... Y de joven, pues nunca sabes cuánto va a durar esa situación de dificultad. Lo hemos vivido todos los pintores, hasta Picasso. Cuando empiezas, estás ahí como en un jardín, formándote durante cinco o seis años, y piensas que, cuando al fin te conviertas en un pintor, vas a tener trabajo. Y lo que pasa es que muchas veces no es así. Y hay que buscarse una forma de ganarse la vida, pintar en los ratos libres... o dejar la pintura. En cada facultad ingresan cada año pongamos que trescientos. Y hay veinte facultades, tú multiplica. Yo no sé si la sociedad necesita tantos pintores... La mayoría acaba en otra cosa. Y eso puede ser muy traumático. Pues de eso es de lo que se habla en el oficio. Cuando tú ves a pintores jóvenes (yo hago talleres y hablo con ellos), lo que ronda siempre como una amenaza, como una incógnita, es precisamente eso. Nunca te hablan de si les quiere su novia o no les quiere su novia”.

Antonio López asegura que el miedo al fracaso, la inse-guridad del que va a emprender algo que no sabe si será capaz de hacer, se arregla preguntando a los demás. Eso es raro. Tenemos a los artistas por vanidosos. No hay poeta vivo que hable bien de otro poeta vivo. Y lo mismo con los directores de orquesta.

“Yo no. En nuestra agrupación, porque era una agrupación más que un grupo, no éramos así. A mí me llamaba Lucio y me decía: ‘Ven que quiero que veas unos cuadros que he pintado’. No era figurativo, se movía en el lenguaje de la abstracción. Yo iba viendo los cuadros y sabía hacer una lectura que no me costaba nada. Como él de mi pintura. Y Enrique Gran: ‘Ven, que tengo unos cuadros que quiero que veas’. Esto lo hemos hecho todos. Unos más que otros. Yo desde luego sí lo he hecho. Yo quería que me dijeran, que me ayudaran, para mí era muy importante eso. Según quién, claro. Yo he elegido a la gente muy bien. Veía enseguida quién sabía más que yo, o quién sabía cosas que yo quería saber para mejorar. Y no me ha costado nunca trabajo preguntar. Algo parecido a lo que ha hecho [Miguel] Zugaza en el Prado”.

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Inocencio X (Velázquez). Antonio López vuelve a Velázquez siempre: “Velázquez era de verdad. Pintó [en Inocencio X] a un hombre, un hombre que ‘digiere y suda’, como dijo Baroja”.

Vida de artista

P_ ¿Zugaza? ¿Qué le parece?

R_ Yo creo que el Prado no es un museo difícil, porque ya está hecho. Es como es. No le pasa lo que al Reina Sofía, que se está haciendo y es más difícil. Pero el Prado, no. Zugaza me llamó varias veces, a mí y a Julio López y a Francisco, para ver qué pensábamos. Una de las cosas buenas de Zugaza es esto que te digo: que consulta a la gente que es de su confianza.

P_ Y con el Patronato del Prado, ¿bien, gracias a Dios?

R_ A ver, yo no estoy enfadado con el patronato. Pero es que hay cosas que hay que decir. Las cosas reales, porque ya se dicen demasiadas cosas insustanciales y exageradas. Y si no lo dice un hombre de 81 años, pues quién lo va a decir. Yo he estado en el patronato y no tengo pelusa ni quiero volver. Pero lo que digo es que allí, en el patronato, tiene que haber un pintor y un escultor. Gente que hace arte. A mí me llamó Carmen Alborch, que la acababan de hacer ministra, para que entrase en el patronato, y yo le dije que me daba muchísima pereza, porque a mí todo eso no me gusta. Hay artistas a los que les va muchísimo meterse en esas cosas, están encantados. Yo estaba con Julio López a ver qué podíamos hacer allí. Pero había discusiones en las que yo no entraba, porque aquella gente se ponía a hablar y yo a veces ni siquiera los entendía.

Antonio López tiene, pegadas con algo junto al quicio de la puerta de la cocina, dos hojas arrancadas de alguna revista. Son dos Cristos. Uno es el de Velázquez. El otro bien podría ser de Zurbarán, pero eso el periodista no se atreve a decirlo porque la puerta está algo lejos y Cristos hay muchos.

P_ ¿Y todos los que acaban Bellas Artes son geniales?

R_ No, no, qué dices. Hace poco estuvieron aquí dos alumnas. Me decían que estaban acabando y que no podían pintar, porque el sistema no se lo permite, porque la sociedad es injusta y les oprime... Y yo les pregunté: ¿quién pintó ese Cristo? Y se quedaban mirando y decían: ‘Pues mira, me suena’... ¡Sabían muy poco! ¡Pero si está en Madrid, pero si es el mejor Cristo de Occidente, con diferencia! ¿Dónde van a ir si no saben ni eso?

La pasión de Antonio López por Velázquez es inagotable. Vuelve a Velázquez una y otra vez, vaya la conversación por donde vaya. Y lo explica con una frase que, al principio, parece difícil de entender: “Es que Velázquez era de verdad”. Pero no es difícil: “Van Gogh era de verdad. Cézanne era de verdad. Pero aquellos escultores del XIX que se dedicaban a complacer a los clientes ricos y que nunca emocionan con nada, esos no son verdad”.

P_ Es decir, que la terrorífica mirada que le puso Velázquez al papa Inocencio X es verdad.

R_ Sí.

P_ Yo no sé cómo el Papa no mandó tirar a Velázquez al Tíber.

R_ Jejejeje, yo creo que le gustó el cuadro. Velázquez pintó ahí a un hombre. Lo dice Baroja, ¿recuerdas?: ‘Ese es un hombre que digiere y que suda’. Que digiere, dijo, por no decir otra cosa. Además, no podía hacer nada: Velázquez no dependía de él sino de Felipe IV, que tenía muy claro que estaba ante un hombre superior, un genio. Lo quiso mucho y nunca lo despidió. Como si le dijera: ‘Tú píntanos a los de la familia, ¿eh?, sácanos parecido aunque no te salgan las manos tan acabaditas como a Van Dyck, haz unos cuantos cuadros de encargo y luego ponte a pintar’. Y fue lo que hizo. Fue el mejor cliente del mundo para el mejor pintor del mundo. Qué suerte tuvieron los dos.

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Abstracción y emoción

P_ A usted le han puesto más etiquetas que a la maleta de un tenor de ópera, pero lo que hace es pintura figurativa.

R_ Sí, eso es. En los 50 éramos figurativos todos porque estábamos estudiando, pero luego la mayoría cambió el rumbo y se fue a la abstracción. Yo no, yo me quedé en la figuración y cada vez profundicé más. Mari, igual. Francisco López, igual. Nos desgajamos de la corriente mayoritaria.

Pero Antonio López ha repetido mucho que la abstracción está en todas partes. A ver cómo se entiende eso.

“Pero claro. La abstracción es lo que soporta la emoción, lo que la sustenta. Lo abstracto está en la Venus de Milo, la Mona Lisa, el Inocencio, que contiene todo el mecanismo subterráneo de la pintura. Es decir, la abstracción, que es la base de la emoción. Por eso la abstracción del XX tenía que llegar y demostrarlo. Y vaya si lo hizo. Pero ya está en Grecia, en Egipto. Todo ese arte es verdad: el arte empieza a dejar de ser verdad en el Renacimiento. En algunos casos, no en todos.

P_ ¿Y eso por qué?

R_ Porque se les empieza a notar la cultura, ¿sabes? Se les empieza a notar el artisteo. Tintoretto, por ejemplo, que a ti te encanta. Pues a mí no. Me resulta muy arqueológico. Veo mucha historia de la pintura ahí, mucho teatro. En Velázquez no ves la historia de la pintura. Es muy limpio, ves la vida.

P_ ¿Y cómo se pinta la vida?

R_ Pues anteponiéndola a la estética. Y el arte italiano es muy estético y, a partir del Renacimiento, es un poco teatral, o así lo siento yo. El arte español tiene una fragilidad un desamparo que a mí me impresiona muchísimo. Y eso, cuando es bueno es Velázquez. Y Goya.

P_ ¿Y la gente qué pinta hoy?

R_ Pues hay de todo. Hay mucha mentira que no tiene ningún nivel. Gente que va por ahí trepando y pudriendo las cosas. Porque la verdad es ir hacia lo que emociona. Sea lo que sea. Es como buscar a alguien para compartir la vida: no lo buscas por el dinero, ni por la belleza, ni por nada. Lo buscas porque te gusta mucho esa persona. Eso no te puede engañar. No hay que ir detrás de gustar a un rico amigo tuyo, ni
de gustar a un galerista... Es buscar una emoción que te causa algo que has podido ver por ahí, sea ese cuarto de baño en el que te lavaste antes las manos o sea el membrillo del jardín o lo que sea que te emocione, Vallecas, la Gran Vía, las ventanas, lo que sea. Lo que está en tu vida. Ese es el territorio del arte que perdura. Sea el Giotto, Miguel Ángel, Leonardo, Mondrian, Hopper (que es maravilloso, ahí sí que es todo verdad) o muchos de ahora que están haciendo muchas cosas muy verdaderas, y que no son conocidos, y que nadie habla de ellos.

Ahora el que hace una pausa es el preguntador:

P_ ¿Por ejemplo?

Antonio López se lo piensa. Y al final responde:

R_ ¿Tú conoces a un pintor que se llama José María Mezquita?

P_ ¿López Mezquita?

R_ No, Mezquita solo.

P_ No.

R_ Pues ya está. Búscalo. Porque yo lo conozco muy bien, pero lo maravilloso sería que lo conocieras tú. O que lo conociese quien esté en el despacho de la alcaldía. Eso sería lo fantástico. Que en vez de tener allí una lámina enmarcada de Miró tuviese un cuadro de este hombre. O bueno, que tuviese las dos cosas. Hay mucha gente de muchísimo nivel trabajando en la penumbra con las facilidades... justas para hacer su trabajo. Y luego los que están en los focos son otros. En fin. ¿Qué hora es? ¿Qué andará haciendo el gato? ¿Vamos a ver?

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