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Somos gente honrada

27 / 07 / 2015 Luis Algorri
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¡Gracias!

La libertad de expresión nos gusta cuando la usamos nosotros. Cuando la usan los demás, pues ya es otra cosa.

En 1941 se estrenó en Madrid una obra de teatro que tuvo un éxito enorme: Los ladrones somos gente honrada, de Enrique Jardiel Poncela. Pertenecía aquel disparate, maravillosamente urdido, a un género que ya ha muerto: la alta comedia, en la cual los actores salían a escena vestidos de frac y sombrero de copa mientras el país desfallecía de hambre.

Es un enredo de ladrones: todos lo son, pero todos fingen también ser personas intachables. Y lo mejor del asunto: cada uno de los personajes sabe perfectamente que todos los demás son unos sinvergüenzas. El juego consiste en disimularlo. ¿Ante quién? Pues está claro: ante el público que ve, muerto de risa, cómo van apareciendo uno tras otro, en la fiesta, personajes empingorotados con aspecto de archiduques; y no pasan cinco minutos sin que quede claro que cada uno de ellos es un ratero más, disfrazado con la levita y la pechera de almidón. Se diría que eso y nada más (el atuendo, el aspecto exterior) es lo que les otorga respetabilidad. Y la gente, insisto, se reía mucho.

Hay ahora mismo una controversia sobre la libertad de expresión que recuerda a aquella obra de Jardiel. La libertad de expresión, como todos ustedes saben, es algo que a todos nos gusta mucho... para nosotros. Cuando la usan los demás, sobre todo aquellos con los que no estamos de acuerdo, deja de parecernos tan bien. Es más: se convierte en un peligro.

La nueva alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, ha decidido poner en marcha una página web cuyo objetivo declarado es proporcionar a los ciudadanos información sobre lo que hace el municipio. Información basada en datos, en hechos comprobables, sin opiniones ni adjetivos ni cocina de ninguna clase. Esa es la condición. Hasta ahí todo es irreprochable, me parece a mí.

Ah, pero esa página no informa sobre cualquier cosa. La web, que lleva el cinematográfico título de Versión original, no da información nueva sino que contesta a otras informaciones que han aparecido en otros medios, en las cuales se cuentan las cosas de muy distinta manera. Es decir: la Versión original de la Alcaldía no está para decir lo que es verdad, sino para señalar lo que se ha publicado y no lo es. Al menos según los datos del municipio. Es decir, está para desmentir a otros. Con sus nombres y el nombre del medio que ha publicado la supuesta inexactitud. Vamos a llamarlo inexactitud.

En un periódico en el que trabajé cuando era joven y delgado establecieron, hace mucho tiempo, una figura a la que se llamaba ombudsman: el defensor no del pueblo (que es lo que quiere decir ese término sueco) sino del lector. El redactor escribía su noticia, se publicaba y de vez en cuando sucedía que algún lector no estaba de acuerdo. Se dirigía al ombudsman por lo general en tono airado y gemebundo, pero también muchas veces aportaba información que el redactor no tenía cuando se puso a escribir. Si el asunto era serio o causaba verdadero revuelo, el defensor del lector se ponía a investigar la noticia desde el principio, con tesón de perro perdiguero. Y ay de ti como el lector tuviese razón y tú hubieses metido la pata. El ombudsman te sacaba en su artículo dominical y tú, redactor apresurado, crédulo, con exceso de inventiva o adjetivación, o directamente honrado como los personajes de Jardiel, quedabas a los pies de los caballos, con más palos en las costillas que don Quijote después de encontrarse con los yangüeses. El resultado de todo aquello era que los periodistas nos tentábamos la ropa siete veces antes de escribir, y procurábamos ser más exactos y veraces que los notarios. ¿Quién salía ganando? Todos. El lector podía confiar en el periódico, que crecía en credibilidad, y el redactor se convertía en una persona respetada porque decía la verdad de los hechos. Y nada más.

Pero eso, como digo, sucedió hace muuucho tiempo. Entonces no había (o era muy escasa) lo que siempre se llamó prensa de trinchera, que vive no de contar lo que sucede, sino de teñirlo con los colores de un partido o de unos intereses económicos.

El poder tiene, por definición, miedo de la prensa. Procura controlarla, amaestrarla, presionarla o comprarla. No hay más que darse una vuelta por el quiosco para ver hasta qué punto lo consigue. Al poder, a cualquier poder, no le gusta nada que los ciudadanos conozcan la verdad exacta y completa de los hechos. Prefiere que les llegue la versión repintada por ellos. Mejor dicho: por quienes están a su servicio desde determinados medios. La gente honrada de Jardiel.

El Pravda. De ahí que la web que ha montado Carmena, que no desmiente con retoques sino solo con datos constatables (si dejase de hacer eso perdería todo interés: sería otra honradez más y nadie se preocuparía de ella), esté causando tal irritación. La señora que convirtió una televisión pública autonómica en un medio de agitación y propaganda a su exclusivo servicio clama ahora, sin despeinarse en absoluto, que esa web de la alcaldesa es el Pravda. El joven que parece controlar el pensamiento de la nueva izquierda emergente y amoratada sostiene que, como los periódicos tienen cierta influencia, habría que nacionalizarlos; es decir, ponerlos al servicio del Gobierno. Naturalmente, del suyo cuando lo tengan. Como cuando Franco. Como cuando el Pravda. Políticos hay que apoyan a la alcaldesa pero piden que se cierre esa web (ella dice que lo hará pero no lo hace): temen a los periodistas de trinchera cuando se ponen a gritar todos a coro, algo muy frecuente.

Miren ustedes, el asunto es, en realidad, bastante sencillo: si yo no quiero que me desmientan, lo que tengo que hacer es no mentir. Dar noticias, no pastorear ovejas. Ser gente de verdad honrada. Eso fue lo que nos enseñaron a todos. Claro que hace ya mucho tiempo. Quizá demasiado.

“NOS PODRÍA PASAR, ME CREA"

Julio Cortázar relataba en uno de sus más pérfidos cuentos la historia de un sabio que inventó una máquina. Se prendía el gancho de la punta de una línea escrita, se daba un tirón y la línea se convertía en una sucesión de rayitas intraducibles, - –– -. El poderoso le contrató de inmediato y el sabio le advirtió: si se da el tirón afecta a todos, ¿eh? También a sus escribientes asalariados. Y el poderoso respondió: a esos, los primeros. Mejor que no haya información a andar distinguiendo quién sí y quién no. Pero, claro está, solo era un cuento. La máquina no existe. Desmiéntanme si pueden.

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