Volver a Venecia

31 / 05 / 2017 Luis Algorri
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¡Gracias!

Delante del Danieli, alta ya la noche sobre el Gran Canal, le diré lo que me dijeron a mí: deja de llorar y vuela.

Ustedes estarán seguramente muy interesados en todo ese tentebonete que se ha armado con la desolada Díaz, el  estoico López y el cesáreo Sánchez, que murió ya una vez asesinado por los suyos a los pies de la estatua de Pompeyo pero resulta que se levantó, y ahí sigue el muchacho, tan derechito y tan combativo. Muy bien. Es posible que mucha gente piense que el resultado de esa ordalía hará del nuestro un país mucho mejor, más feliz y más próspero.

Es posible. Yo, sin embargo, pienso que la felicidad de los países no la hacen  las mayorías, las multitudes o las ocasionales victorias de unos sobre otros, sino las personas. La formación de las personas, de cada una de ellas. Su educación. Su cuidadoso cultivo, por así decir. Esto es largo y lleva mucho trabajo, ya lo sé. Pero hay que hacerlo.

Me encuentro ahora mismo en una de esas vueltas que a veces parece que da la vida sobre sí misma. Hace 38 años (en julio se cumplirán) yo formaba parte de un coro, nos fuimos de viaje a Italia y recalamos brevísimamente en Venecia. Yo era apenas un crío veinteañero que iba por la vida con la boca abierta, deslumbrado a cada paso por lo desconocido. En aquel coro había una persona que se dio cuenta de hasta qué punto podía conmoverme a mí el descubrimiento de la ciudad más hermosa del mundo, una acumulación de belleza de tales dimensiones que por sí sola podría provocar, en un espíritu sensible, el síndrome de Stendhal.

Me guió. Me llevó. Me dijo: mira, y yo miré. Me dijo: fíjate, recuerda, distingue, aprende a elegir; y yo lo hice. Me dijo: guarda en tu memoria la Ca’ d’Oro, porque algún día la necesitarás, y nunca la he olvidado.

Aquellas pocas horas en Venecia, conducido mi corazón por quien sabía hacerlo, cambiaron mi vida, porque aprendí otra forma de mirar la belleza. A lo largo de los años, muchas otras cosas y situaciones dejaron sus huellas en mi mente y me hicieron como soy ahora, pero Venecia fue, sin duda, decisiva.

Ahora el tiempo ha cambiado los papeles. Soy un viejo que se dispone a llevar a Venecia a un chico de veinte años, que podría ser mi hijo o hasta mi nieto. Un muchacho extraordinario que nunca ha estado allí. Un chaval de una sensibilidad que me recuerda a la del crío que yo fui, pero centuplicada.

Qué haré. Cómo haré. Es una responsabilidad terrible: sé que, cuando salga del Pesce (así llaman los venecianos a su ciudad, que desde el aire tiene forma de pez), Adri no será el mismo. Nunca más lo será. No podría.

Haré que llegue por mar desde el aeropuerto, casi como en la película de Visconti; que recorra el Gran Canal en el vaporetto. Ante la Ca’ d’Oro, le diré: mira y no lo olvides. Ante el Palazzo Ducale, cuando esté apoyado en alguna columna de la Biblioteca de Sansovino, le diré: guárdalo siempre para ti. Ante los tímidos, bellísimos arcos conopiales de la Casa di Marco Polo, le diré: aprende los símbolos. Y cuando esté sentado en el suelo, alta ya la noche, delante del Danieli, con los pies colgando sobre el Gran Canal, le diré lo que me dijeron a mí: deja de llorar y vuela.

Creo que es mucho más importante construir seres humanos libres, dignos, audaces e ilusionados (en Venecia o donde sea) que andar arañando votantes con mañas de prestidigitador y creerse que ganar en eso tiene, de verdad, algún valor. Espero estar a la altura de Adri. La verdad es que estoy temblando de miedo. Nunca había intentado nada tan importante.

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