“Van polos aires”

04 / 05 / 2016 Luis Algorri
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Edición definitiva de un disco de Antonio Gamoneda y Joaquín Pixán que revitaliza la canción asturiana. 

A Joaquín Pixán lo conocí de noche, tendría yo unos veintidós años y él pocos más. Íbamos los del coro por la calle y nos lo encontramos:

–Hombre, Joaquín, qué haces tú por aquí.

–Pues ya veis, de recogida voy ya. ¿Y vosotros?

–Nada, venimos de cantar en la iglesia y vamos a ver a un amigo que nos ha invitado.

–Bueno, bueno. Pues a pasarlo bien, ¿eeh?

–Vengaa, da recuerdos.

Seguimos. Unos pasos más allá se me ocurrió preguntar quién era aquel mozo. Me contestaron. “¿No lo conoces? Ay, Luisín, que nunca te enteras. Es Joaquín Pixán, el tenor. Canta muy bien”.

Todo normal salvo porque aquella calle era la Quinta Avenida de Nueva York, la iglesia de la que veníamos era la catedral de San Patricio (y lo que habíamos hecho era grabar un disco con la Joven Orquesta Sinfónica de Cleveland: el Gloria de Vivaldi y polifonía española del siglo XVI) y el amigo que nos esperaba era Plácido Domingo. Que nos había invitado al estreno de Manon Lescaut, de Puccini, en el Metropolitan Opera House. A los del Coro Universitario de Oviedo. Que éramos como setenta y pico. Que un grupo de chavales de Oviedo se encuentren con otro asturiano en medio de Manhattan y le saluden como si estuviesen todos en la plaza de La Escandalera tiene un tinte inequívocamente surrealista. Pero todo en nuestra vida era surrealista por entonces. Lo que pasa es que no lo sabíamos.

A Antonio Gamoneda no recuerdo cuándo ni dónde lo conocí porque seguramente yo usaba chupete y él me llevaba en brazos. Cómo se va uno a acordar de esas cosas.

Como la vida se empeña, venturosamente, en conservar su tinte surrealista, ambos amigos, Joaquín y Antonio, acabaron abarloando, hará de esto unos pocos años. El músico andaba con un proyecto de disco en la cabeza y necesitaba un poeta, a ser posible asturiano. Y cayó en la cuenta de que Gamoneda había nacido en Oviedo, aunque a los tres años se lo llevaron a León y allí ha vivido desde entonces (muy poco tiempo después, recién acabada la Guerra Civil, comenzó la vieja rivalidad entre Gamoneda y mi padre. Setenta años llevan discutiendo sobre cuál de los dos tenía mejor voz y, por consiguiente, era el solista titular en el coro de los Agustinos. Aún no se han puesto de acuerdo).

El disco que este pasado verano concluyeron Pixán y Gamoneda es, como el encuentro de Manhattan, de esas cosas que no se le ocurren a nadie. El tenor, rendido enamorado de su tierra –y no me extraña: yo también–, se empeñó en varear una tradición que seguramente llevaba quieta uno o dos siglos: la música tradicional asturiana. Las deliciosas canciones llamadas populares, llenas de emoción, que la gente canta cuando se reúne para ser feliz. Nadie hace eso, ustedes lo saben. A nadie se le ocurre componer hoy muñeiras, zortzikos, jotas, sardanas o asturianadas, término este que a veces se dice con un deje despectivo que a mí no me gusta nada. Esas piezas están ahí, en la memoria de la gente, desde tiempos inmemoriales. Son, ya digo, tradiciones.

Pero Pixán y Gamoneda convinieron rápidamente en que una tradición que no reverdece es como una talla de San Roque que está ahí, subida en su hornacina y criando polvo sin la menor esperanza. Y se pusieron a echar brotes. Gamoneda comenzó a escribir letras o a adaptar al bable poemas de otros, como Lorca o Ángel González, y Pixán, simplemente, se puso a leerlas, a releerlas, a repetirlas en su cabeza hasta que las melodías fueron apareciendo –lo decía la otra noche– como si eso fuese lo más natural del mundo; es decir, que usaba el mismo método inconcebible que Mozart o Schubert. El resultado fue un disco que se llama Tentativa de un cancionero asturiano para el siglo XXI y que vio la luz, con la colaboración del diario La Nueva España, el 8 de septiembre pasado. En un solo día se vendieron más de 5.000 copias –pregunte el alma dormida a cuánta gente le pasa eso– y las críticas fueron casi rendiciones incondicionales ante una exhibición de talento aún más infrecuente que encontrarte con un amigo asturiano en una esquina de Manhattan. La tradición, pues, echó ramas y hojas nuevas, que es la única manera de que no acabe podrida en los museos o secándose en la memoria de los viejos.

Pero el prodigio no se paró ahí. En el disco de septiembre entraron 23 canciones. Se quedaron fuera, por solas razones de espacio, bastantes más. Como era evidente que eso no podía ser, hace unas noches se volvieron a juntar Antonio Gamoneda y Joaquín Pixán en un lugar delicioso, La Quinta de Mahler: un espacio musical que es más que una tienda de discos y que está a un tiro de piedra del Teatro Real de Madrid. Allí presentaron la edición definitiva del disco, que contiene ahora lo que el pasado verano se quedó fuera. Hablaron los dos y Pixán cantó, acompañado al piano por Manuel Pacheco, cuatro piezas. Basta oír una de ellas, Van polos aires, con letra de Gamoneda, para darse cuenta de que el arte, como la vida, se abre paso.

Quien escuche esta joya (y da lo mismo que sea asturiano o del mismísimo Manhattan) advertirá que la belleza y la creatividad no pueden ser ocultadas ni por el tiempo, ni por las ancianas ortodoxias, ni por los cánones que alguien escayoló alguna vez, ni por nada de este mundo. Porque siempre brota, verde, por las grietas de la piedra. Este disco es la prueba. Pueden ustedes comprobarlo cuando quieran.  

Grupo Zeta Nexica