Un hombre grande que hacía más que libros

09 / 02 / 2015 Incitatus
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¡Gracias!

José Manuel Lara Bosch fue capaz de multiplicar el imperio editorial más grande en lengua castellana  (Planeta) sin perder de vista lo esencial: las personas.

Aquella mañana del 18 de octubre de 2001 muchos abríamos la boca, incrédulos, al entrar en el majestuoso patio de butacas del Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Admito que yo esperaba ver los decorados de La Bohème, que se había estrenado allí una semana antes, con la temperamental María Bayo en el papel de la apocadita Mimí. Pero no. Estaba el telón bajado y delante de él habían puesto una larga mesa tapizada, creo recordar, de verde. Allí se iba a desarrollar la escena.

Sentados en las butacas sin excesiva ceremonia, la multitud de invitados (la mayoría, periodistas) contemplamos la entrada de los sumos sacerdotes. No los recuerdo a todos, pero sí al gran Alberto Blecua, a Manolo Vázquez Montalbán, al no menos ilustre Pere Gimferrer, a una hermosa Carmen Posadas y sobre todo al indispensable Terenci Moix, que fue, como no podía ser de otra manera, el alma del acto, el asombro de Damasco, el sueño de Alejandría, la alegría de la huerta.

Y también estaba él. Fue la primera vez que lo vi con mis ojos. Grandón, barbado, de aspecto tímido, vestido con cierto desaliño (pero delante de Terenci quién se iba a fijar en eso), sonreía todo el tiempo y procuraba no hablar mucho. Era José Manuel Lara Bosch.

Estábamos, ya lo han adivinado ustedes, en la presentación previa a la quincuagésima edición del premio Planeta de novela, que aquel año había dado un salto de gigante y había disparado su dotación hasta extremos impensables en cualquier otro premio literario del mundo: cien millones de pesetas para el ganador y veinticinco para el finalista.

Pueden ustedes imaginar las preguntas de los informadores. Señor Lara, señor Lara, ¿es verdad que este año puede ganar otra vez una mujer? Y Lara, confianzudo:

–Hombre, mire usted, pues yo qué sé. Eso dependerá de lo que decida el jurado, ¿no?

–Ya, ya, señor Lara, pero es que sería el cuarto año consecutivo que gana una chica. Van Maruja Torres, Espido Freire, Carmen Posadas (hola, Carmen, guapa) y ahora...

–Pues qué quiere que le diga. Será que escriben bien.

–Claro, claro, señor Lara, pero es que se dice que se ha visto por las inmediaciones a Rosa Regàs. Y también a una mexicana que... No, es chilena...

Y ahí terciaba Terenci, astutísimo:

–Carmen es di-vi-na, no hay más que verla. Y Rosa también, cómo no va a serlo si yo la adoro...

Creo que ahí fue cuando me di cuenta. Lara, el enorme Lara, ocupaba silla en la mesa de los protagonistas, sí, pero en realidad estaba –al menos en esencia, en deseo– abajo. No ejercía de anfitrión, aunque lo era; no buscaba los focos ni los aplausos, que para eso ya estaba Terenci. Lara era el mejor y más ilusionado espectador de aquella representación maravillosa a la que solo le faltaban los asombrosos decorados que hizo Michael Scott para La Bohème, en la que calles enteras entraban y salían del escenario y había funambulistas suspendidos en el aire que no se podían caer, y todos lo sabíamos, pero fingíamos cara de susto.

En la faraónica cena del Palacio de Montjuich se produjeron las votaciones ceremoniales. Ganó, desde luego, la Regàs, y quedó finalista Marcela Serrano. Como estaba previsto. Todos los demás, cientos y cientos de personas (incluidos don Juan Carlos y doña Sofía), cumplimos fielmente nuestro papel de sorprendidos. Y Lara estaba feliz. Estresado, pero feliz. El único detalle amargo fue el de Terenci. Lo tuvieron que sacar del enorme salón en silla de ruedas por culpa de sus pulmones, cansados ya de disfrutar del tabaco. Nunca más lo vi.

Eres el más importante.

José Manuel Lara, aquella noche, estaba pendiente de los Reyes, como es natural. Pero no podía pedírsele a aquel hombre grandón que dejase de ser como era. Y eso nos sorprendía a todos. Aprovechaba las pausas, ponía excusas, pedía permiso y se escurría para saludar a sus invitados, que éramos, ya digo, legión.

Y entonces se producía el milagro. Lara te estrechaba la mano con la fuerza de un leñador de Wisconsin, te tomaba de los antebrazos, te sonreía con un magnetismo irresistible y te preguntaba por tu vida, por tu familia, por lo que escribías. Hacía ver que te conocía y que te apreciaba. Durante minuto y medio te hacía sentir la persona más importante del mundo para él. Mejor dicho: la única. Yo solo he visto hacer eso a Adolfo Suárez. Pero Lara iba varios metros más allá que el presidente. No te olvidaba cuando se aproximaba a otra persona. No de-
 saparecías. Tenía un sentido del afecto, de la lealtad, de la fraternidad personal, que te dejaba parpadeando. Lara quería de verdad a sus amigos, hasta el extremo de ocuparse de ellos, sin que estos lo supieran o siquiera lo sospecharan, cuando sabía que lo necesitaban. Eso no lo hace todo el mundo.

Decir lo que se piensa.

Lara estaba destinado por su padre, el gran Lara Hernández, a dirigir un conglomerado editorial gigantesco, el imperio Planeta, uno de los mayores del mundo y el mayor en lengua castellana. Todos sabemos que es muy difícil atenerse a los perfectos valores morales cuando vives en un mundo de tiburones. Nadie puede hacer eso todo el tiempo, ni en la edición de libros ni en la elaboración de hamburguesas. Pero José Manuel Lara tenía una línea roja que jamás traspasó: la lealtad, el afecto, la honradez personal. Multiplicó hasta lo impensable la inmensidad que le encomendó su padre: saltó de los libros a los medios de comunicación, a los periódicos, a las televisiones, a los mecanismos del pensamiento colectivo, pero nunca, nunca dejó de considerar a las personas lo más importante que existía en el mundo. Mucho más que el dinero, el poder o la influencia. Aquel hombre de aspecto tímido que se complacía en contemplar la representación de su propia obra tenía un respeto, un afecto inextinguible por los actores.

Logró algo que poquísima gente en nuestro tiempo ha conseguido: decir lo que pensaba. Aquel tipo callado y prudente intervenía pocas veces en la vida pública, pero cuando lo hacía demostraba tener cualquier cosa menos miedo o pelos en la lengua: se vio con su oposición rotunda, tan pétrea como reflexionada, a la secesión de Cataluña. Venía de lejos y veía mucho más lejos aún. Creía en la diversidad de opiniones, en la libertad de pensamiento: por eso alentó medios de expresión contradictorios entre sí, porque sabía que sin él, sin su apoyo, no habrían sobrevivido.

Se ha ido un hombre de una calidad personal que hoy apenas se ve ya en la vida española. Es desdichadamente probable que no tardemos en echarle de menos. Al tiempo. Sit tibi terra levis.

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