Tres siglos tallando la piedra

27 / 06 / 2017 Luis Algorri
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Tres siglos después, los masones siguen aquí trabajando para que la gente se entienda y piense libremente. 

Este sábado, 24 de junio, se cumplen exactamente 300 años de una curiosa reunión que, en aquel momento, no llamó la atención de nadie. En un reservado de una cervecería de Londres ya desaparecida, que se llamaba El ganso y la parrilla, se reunieron una docena y pico de burgueses, comerciantes, algún militar, algún caballero, y decidieron fundar la Gran Logia de Londres y Westminster: una organización que reuniese y coordinase a unas cuantas logias masónicas que ya existían, herederas de las antiguas hermandades de albañiles y constructores. Había nacido la Masonería moderna.

Pero aquellas gentes variopintas, y muchas más que pronto se les agregaron, ya no construían edificios. Construían personas. Procedían no solo de las antiguas cofradías de canteros que aún quedaban, sobre todo en Escocia, sino de las ideas de la Ilustración, de la revolución científica inglesa del siglo XVII, de la Royal Society, del Colegio Invisible, como lo llamó el físico Robert Boyle. Su pretensión era reunirse libremente en paz y armonía sin tener en cuenta sus ideas políticas, sus lealtades dinásticas o sus creencias religiosas. Reunirse para compartir conocimientos que unos tenían y otros no; reunirse para hablar, para debatir, para conocerse, para ejercitarse en la tolerancia y en el respeto de todos con todos; para buscar qué les unía mucho más que lo que les distanciaba, y, como es lógico, para intentar que la sociedad avanzase –por la senda de esos mismos principios– hacia la libertad y la sabiduría.

Aquello tuvo éxito: se difundió rápidamente por Europa y América y, como es natural, fueron perseguidos casi desde el principio. El poder político, fuera cual fuese, no podía consentir que a la gente le diese por reunirse libremente para hacer algo tan peligroso como pensar por su cuenta. Y a la Iglesia –en realidad a todas, pero sobre todo a la católica romana– le pasó lo mismo: le ponía los pelos de punta que aquellas personas, entre las cuales  empezaban a contarse muchos de los mejores cerebros de Occidente y bastantes nobles ilustrados, se juntasen para reflexionar en libertad y llamasen hermanos a los judíos, a los musulmanes, a los protestantes, a los católicos, a cualquiera que hiciese suya la frase de Horacio que luego popularizaría Kant: Sapere aude. Atrévete a saber. Ten el valor de usar tu propia razón. Llovieron las condenas, las cárceles, los exilios, las muertes: en España, durante el franquismo, los masones vivieron un horror del que aún quedan cicatrices.

Los masones adoptaron un lenguaje simbólico basado en el oficio de la construcción, se pusieron mandiles de albañil y decidieron que su trabajo esencial consistía en tallar la “piedra bruta” que cada uno era a base de estudio, reflexión y tolerancia. El tallador era, a la vez, lo tallado. Se adaptaron a los países y a los tiempos que les tocaba vivir, y crearon variedades distintas de su organización. Con el tiempo adoptaron la máxima Libertad, igualdad, fraternidad, tomada de la Revolución francesa.

Hoy siguen aquí, a pesar de las calumnias, de las acusaciones de conspiradores, de devoradores de niños, de adoradores de Satán y de Dios sabe cuántas sandeces más que han ido inventando los fanáticos, los ignorantes y los ambiciosos. Siguen trabajando para que la gente se entienda y no se odie. Para que piense libremente. Siguen trabajando su piedra bruta, como hacen desde hace tres siglos. Así que, como decía el cardenal Gianfranco Ravasi hace unos meses, feliz cumpleaños, cari fratelli massoni. El mundo es siquiera un poco mejor gracias a ustedes.

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