Tanti auguri, don Gioacchino

07 / 03 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

Rossini es la prueba de que el tiempo es relativo. Ha cumplido 56 años y a la vez 224. Y es que era bisiesto.

Ustedes leerán esto el 4 de marzo pero yo lo escribo unos días antes, en la noche del 29 de febrero. Así que me levanto de este butacón cardenalicio que tengo delante del ordenador, saco del mueblecito un vaso de cristal de Venecia, le pongo un montón de hielo, lo lleno hasta la mitad de Amaretto di Saronno y brindo yo solo: feliz cumpleaños, querido Gioacchino Rossini. Y por partida doble: hace una semana y pico, el día 20, se cumplieron dos siglos del estreno de su más deliciosa ópera, El barbero de Sevilla. Y esta noche, precisamente esta noche en que escribo, cumple usted, maestro, 56 años. Felicidades. Tanti auguri.

La música en general, pero sobre todo la ópera, es un asunto extraño que tiene que ver con el corazón, con la irracionalidad, con las tripas. Hay razones del corazón que la razón no alcanza, decía don Blaise Pascal. La afición por la ópera no es jamás una afición, por más irresistible que sea, como puede pasar con los sellos, con el dinero cuando uno es político valenciano (o no valenciano) o con determinadas personas cuya sola presencia nos hace perder la cabeza. Lo que propicia la ópera es una verdadera historia de amor. Y yo a Rossini no lo amaba, caramba. Cuando me lo tropecé me acababa de enamorar de Vincenzo Bellini. Y yo creía entonces, como todos los adolescentes deslumbrados, que eran amores incompatibles y excluyentes.

Tuvo que llegar un sabio paciente
 –como todos los sabios–, que se llamaba Lincoln Raúl Maiztegui Casas y que se ha muerto hace muy poco tiempo, para quitarme la venda de los ojos. El sábado 29 de febrero de 1992 me invitó a su casa, un piso inverosímil en el Paseo de Extremadura, para escuchar música, charlar y guitarrear un rato viejas canciones argentinas, como hacíamos siempre. Eso solía ocuparnos un tiempo que estaba fuera del tiempo real que mide el reloj y usa la gente: eran horas que pasaban y pasaban sin que nos llegara el cansancio, sin que se nos acabasen las palabras, sin que tuviera importancia lo que ocurría en el exterior. Un estado mágico que solo terminaba con la maldición de la luz azul del alba, que todo lo quiebra, que todo lo puede y todo lo exige, y que nos devolvía al mundo profano, al mundo de los vivos.

Aquella noche del 29 de febrero de 1992 Lincoln abrió una botella de Amaretto, puso hielos en los vasos y, de pie, mandó un brindis: “Por el más grande compositor de ópera de todos los tiempos después de Mozart; por la alegría, el talento, la genialidad inmortal de Rossini, que esta noche cumple 200 años y celebra su 50 aniversario. Salud”.

Brindamos pero yo no entendía nada. Cómo que cumple dos siglos y a la vez cincuenta años.

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