Señores procuradores

29 / 08 / 2017 Luis Algorri
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Solo falta que Maduro ponga a sus procuradores un uniforme de cabo del Cuerpo de Heladeros, como hizo Franco aquí.

En la espléndida película Cromwell, que dirigió Ken Hughes en 1970, hay un momento en el que alguien informa al rey Carlos I de Inglaterra de que, por culpa de Cromwell, a partir de aquel momento sus decisiones tendrán que ser aprobadas por el Parlamento. El rey (maravillosamente interpretado por sir Alec Guinness) no se enfada: pone una cara de absoluta perplejidad y dice: “Pero entonces... ¿qué clase de rey seré yo?”.

De la lectura de libros como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias; Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, o El Antipríncipe, de Mario Garcés, se aprende que un Parlamento es una cosa incómoda para cualquier gobernante como Dios manda. Una molestia innecesaria y cara. Allí, los representantes elegidos por el pueblo (como si eso tuviese la menor importancia) se dedican a discutir en voz alta de asuntos que están muy por encima de sus entendederas, porque si estuviesen a su alcance Dios les habría hecho gobernantes y no simples metiches de hemiciclo; crean problemas, dilatan las soluciones que el gobernante sabe que hay que tomar y hacen preguntas ridículas, atolondradas, irrespetuosas  y siempre molestas. Y tienen la terca manía de votar en contra. Es decir, son un estorbo para el gobernante, lo mismo que los periodistas, los sindicatos, los librepensadores, los extranjeros, los pobres o la realidad.

¿Qué se puede hacer, queridos niños, para combatir esa plaga de los Parlamentos y los parlamentarios? Los clásicos hallaron soluciones muy eficaces. El gran Calígula, con los senadores de Roma, una de tres: los compraba, los encarcelaba o los mataba. También les hacía acompañar de gente de su confianza: nombró senador a su caballo Incitatus.

Esas técnicas, sin duda útiles pero algo primitivas, han sido muy perfeccionadas por los siglos. En los tiempos en que vivimos hay dos casos muy interesantes de formas de neutralizar un Parlamento. El primero es el del por tantos motivos ilustre señor Puigdemont, que ha inventado el prodigioso Parlamento que no puede parlamentar: ha hecho aprobar una ley mediante la cual las demás leyes que él quiera se aprobarán por el sistema de aliuni, alidós y alitrés, sin debate y sin enmiendas, lo cual merece un puesto de honor en lo que Borges llamó Historia universal de la infamia.

El otro es el del no menos memorable presidente Nicolás Maduro, que ha conseguido aplicar al parlamentarismo los principios de Marx. Groucho Marx: si no me gusta su Parlamento, no se preocupe: hacemos otro. Sale algo caro pero desde el punto de vista estético es espectacular: como el Parlamento de verdad, el elegido, no vota lo que yo quiero, convoco unas elecciones ilegales en las que solo votan los míos, hago elegir una Asamblea de fieles y estómagos agradecidos, encarcelo a los jueces que se oponen (quién necesita jueces, a ver), encarcelo a la oposición, dejo que se mate a quien haya que matar y creo una Constitución hecha a mi medida, que no me tire de la sisa. Maduro ha logrado resucitar aquella maravilla que inventó Franco: la democracia orgánica. Solo falta que a los diputados de su Asamblea los llame procuradores en Cortes y les ponga un uniforme blanco de cabo del Cuerpo de Heladeros, como se hizo aquí. ¿Que a alguien le parece mal? No pasa nada: ya se encargan Alberto Garzón y el orfeón de monederos de asegurar que eso, un golpe de Estado como la copa de un pino, se llama democracia. Y así, con estas cosas tan entretenidas, vamos pasando el verano, ¿verdad?

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