Se ha ido el maestro

16 / 05 / 2017 Luis Algorri
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Las futuras generaciones de periodistas nunca sabrán lo que han perdido con el adiós de Miguel Á. Bastenier.

Miguel Ángel Bastenier. Foto: Laura Guerrero

Era bajito, moreno con el color de bronce de los paquistaníes y algo panzón, pero qué majestad. Aquel día entró en el aula con una magnificencia que yo solo he visto una vez en la vida: en la película Amadeus, cuando el arzobispo de Salzburgo, Jerónimo José Francisco de Paula von Wallsee, conde de Colloredo (lo interpretaba el actor Nicholas Kepros) entraba en la repleta sala en la que había de sonar la música de su criado Mozart, giraba a la izquierda y hacía revolear la capa roja con un poderío que solo supo igualar Bastenier aquella mañana, cuando entró en el aula: inmediatamente hacía pensar en el Victory, buque insignia de la Armada británica en la batalla de Trafalgar.

Se sentó y dijo, con aquella voz grave: “Buenos días. Me llamo Miguel Ángel Bastenier, soy periodista y durante este año voy a ser su profesor de Relaciones Internacionales. Usted, joven, el de la segunda fila, el del jersey rojo: ¿podría ponerse en pie y explicarnos, si es tan amable, cuál es su concepto de la geopolítica?”.

El del jersey rojo, que resultó ser un malagueño adorable, se quedó sin habla. Los treinta y tantos listillos que habíamos sido admitidos en la segunda promoción de la Escuela de Periodismo que organizaba el diario El País, junto con la Universidad Autónoma de Madrid, empezamos a sudar a caño libre. Eso era exactamente lo que quería Bastenier.

Y luego era todo una broma. Lo que pretendía era reírse. Y que después nos riésemos nosotros. Le costó, ¿eh? Pero lo consiguió.

Miguel Ángel Bastenier era un periodista excepcional, en eso creo que estamos todos de acuerdo. Un tipo con una sabiduría inmensurable que estaba al tanto de los menores detalles de lo que pasaba en el más remoto paraje del planeta, y luego procesaba todo eso y lo encajaba en los arquetipos geopolíticos que conocía como nadie. Un hombre que escribía con un estilo fascinante: sarcástico, penetrante, o compasivo, o enérgico, indignado, pero siempre irresistible. Un hombre que jamás le faltaba al respeto a nadie en un artículo, pero cuando terminabas de leer sentías hacia el destinatario de sus educados denuestos un desprecio jacobino. Todo eso se ha repetido en estos días mil veces.

Pero era más cosas. Era un maestro como yo he conocido a muy pocos. Maestro en el sentido machadiano del término: sabio, docente, cómplice, feliz.

Tenía un secreto: no se mostraba por encima de sus alumnos. Lo estaba, eso sin duda, y todos lo sabíamos, pero nos hacía ver que nos consideraba a su altura, tanto en conocimientos como en madurez. Se comportaba así lo mismo en clase que en las conversaciones personales, y el resultado era prodigioso. El alumno tenía la sensación de que le habían dejado entrar en la Royal Society sin duda por equivocación, y se fundía las pestañas hasta adquirir de verdad los conocimientos que el maestro fingía creer que él tenía.

Es decir, que a principios de curso Bastenier te cogía del brazo en un pasillo y te decía: “Como bien sabes, Morgenthau decía que la política está gobernada por leyes objetivas arraigadas en la naturaleza humana. No sé yo si el buen viejo estaría pensando en Bretton Woods cuando dijo aquello. Habría que investigarlo bien, ¿no crees?”. Tú ponías una conmovedora cara de alubia (Morgen... ¿quién?) y decías con mucha suficiencia que sí, que desde luego, que el asunto no estaba nada claro. Y salías disparado a la biblioteca a enterarte de quién demonios eran Morgenthau y su amigo Bretton Woods, que luego resultaba que no era un señor sino un sitio, un hotel en donde se celebró en 1944 una reunión que cambió el curso de la historia. Al cabo de unas semanas o unos meses, eras tú quien agarraba del codo a Bastenier y, como quien no quiere la cosa, le soltabas: “Pues sobre lo que hablamos la otra vez acerca de Morgenthau, he estado leyendo y...”. El maestro sonreía de medio lado y callaba: prueba superada, este chico llegará lejos.

Bastenier se emocionaba en clase. Yo no sé si aquello era premeditado. Cuando se echaba a hablar de la teoría del movimiento histórico de los pueblos eslavos en busca de los mares calientes (él sostenía que eso sigue ocurriendo hoy, que es superior a los vectores geopolíticos y que explica la mitad de la historia de Asia y aun de Europa) sencillamente se transfiguraba, se entusiasmaba, se olvidaba de las notas que pudiera llevar escritas y acababa imitando sin saberlo las maneras, las frases y aun los gestos de su adorado De Gaulle llamando a los franceses a mantener viva la dignidad nacional. Créanme: no hay nada más fascinante que escuchar a un sabio que se deja llevar por las emociones.

El último ejercicio de aquel curso fue memorable. Bastenier nos dijo: “El próximo día quiero que me traigan ustedes un ensayo sobre cómo será la situación del mundo, o al menos de Europa, dentro de exactamente cincuenta años”.

Estábamos en 1988. Varios profetizaron una o dos guerras atómicas, la invasión de los bárbaros del Sur, una nueva glaciación, yo qué sé. Recuerdo que yo predije el colapso del mundo soviético y la entrada de Hungría en el mundo occidental. No era tan difícil...

Lo que hizo fue asombroso. No nos respondió en clase: elaboró su propio ejercicio, como si fuese un alumno más, y lo publicó en el periódico como artículo de fondo. Quedamos pasmados. Ya estábamos todos en la Royal Society.

De muy pocas personas he aprendido más en esta vida. A muy pocos periodistas he admirado y querido más. Hoy ya entiendo, para mi dolor, lo que significa esa frase hueca: “Pérdida irreparable”.

Bastenier y los pajarracos

Miguel Ángel Bastenier era muy activo en el albañal de Twitter. Daba gloria leer sus tuits. Se metía en todos los charcos, de los más inocuos a los más pantanosos, y siempre actuaba igual: mostraba una exquisita educación, una infinita mesura y una inconcebible paciencia ante la horda de tuercebotas que ponían los dedos sobre el teclado mucho antes de conectar el cerebro, y que le insultaban a veces. Yo le escribía en privado: “Maestro, no sirve de nada, no te canses”. Y él me contestaba: “Querido Algorri, me sirve a mí. Me hace mejor persona”. Ese era el maestro.
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