Roncagliolo y el zoom

28 / 03 / 2016 Luis Algorri
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¡Gracias!

La última novela del escritor peruano es un tremendo desafío técnico y una historia electrizante.

Ustedes muy probablemente han visto en algunas películas un efecto visual que a mí me marea, no lo puedo remediar. La cámara está en lo más lejano del espacio y de pronto hace un zoom tremendo que lo lleva a uno a través de las estrellas, luego aparece un puntito fijo, dos segundos después ese puntito es la tierra y de inmediato uno ve cómo se agrandan los continentes, atraviesa las nubes, se abalanza sobre una ciudad, luego distingue casas, luego un prado verde y al final se detiene junto a la monstruosa cabeza de una hormiga.

Eso en cine se hace con un ordenador y dura, como mucho, unos quince segundos. En literatura es más difícil, mucho más. Pero eso es lo que hace Santiago Roncagliolo en su última novela, La noche de los alfileres, que acaba de publicar Alfaguara. Yo todavía estoy mareado.

Suelo recordarle a Adri aquella historia de un ebanista del Renacimiento, supongo que alemán, que tallaba con toda delicadeza las cuatro caras de un mueble que habría de ir empotrado en un rincón. La gente se reía de él: para qué malgastar tiempo y trabajo si solo se van a ver dos de las caras. Y él replicaba: ya, pero yo sé que las otras dos están ahí. Eso en ebanistería puede que sea un lujo, pero en literatura no lo es. Santiago hace una filigrana digna del ebanista alemán o de calígrafos chinos. Reúne a cuatro personajes, cuatro tipos que deben de andar por los treinta y pico años, que hablan de uno en uno con alguien que nunca dice nada y que les está grabando la conversación.

El problema es que los cuatro individuos se conocieron en el colegio, con trece o catorce años, y se ponen a exhumar (mejor: a confesar por separado) una historia terrible que vivieron juntos, de la que fueron protagonistas y que ninguno de ellos querría recordar. Eso, para un escritor, es meterse en un jardín infestado de víboras hambrientas. Los protagonistas reviven el tiempo en que fueron adolescentes, pero cuando hablan ya no lo son: tienen que hablar como adultos... citando las palabras que usaban cuando eran chicos. Es decir, no hay cuatro personajes sino ocho: los que hablan ahora y los que fueron veinte años atrás. Y el lector tiene que poder distinguirlos a todos con naturalidad, sin resolver jeroglíficos ni andar haciendo de detective.

Las voces.

Miren ustedes, yo no sé cómo rayos se hace eso. Se lo vi hacer a Julio Cortázar en un cuento que ahora mismo no tengo a mano (le presté el libro a alguien que escribe aquí: jamás volverá a salir un libro de esta casa) en el que un chiquillo estaba muy enfermo, se iba a morir, y se había enamorado de la enfermera que le atendía. Hablan el chaval, la enfermera, los padres, uno tras otro, sin pausa, sin separaciones, a veces sin puntos y seguidos, y el lector sabe quién es cada uno. Pero ese cuento tenía unas pocas hojas. Santiago Roncagliolo hace eso durante 405 páginas y le cae de pie. Repito: no sé cómo demonios lo consigue.

Eso por lo que se refiere a la técnica del ebanista alemán o del escritor peruano que, cómo no, ve cómo la gente empieza a ponerse de pie cuando entra él, como pasa con los grandes. Lo que pasa que los grandes a quienes sucede eso suelen tener el doble de su edad. Pero volvamos al libro.

El zoom del que les hablaba tiene que ver con los contornos de la realidad. Cambian cuando uno se acerca demasiado. Al principio los cuatro chicos: Carlos, Manu, Beto y Moco, se narran a sí mismos. Adolescentes en un colegio de muchachos del Perú de los años 90 que es un volcán de hormonas, obsesión por el sexo desde que se levantan hasta que se acuestan, bromas crueles, actitudes crueles, ocultación cruel de los propios sentimientos, y la muerte (eran los años de las bombas cotidianas de Sendero Luminoso) como un telón de fondo en el que nadie se fija porque no es la muerte, es una costumbre. Son cuatro críos que se relacionan poco con los demás porque son, cada uno a su modo, raros: o por su presente o por su pasado o por su familia o, sencillamente, por su dificultad para fingir que no son raros.

Son casi arquetipos: el burguesito bien, el tímido que oculta algo que nadie debe saber, el duro amargado irrecuperable y el vivalavirgen al que todo le importa un rábano y que trafica con películas porno.

El abalanzamiento del
 zoom sobre el planeta de la realidad llega cuando tropiezan con la disciplina académica de un colegio de jesuitas y, esto sobre todo, con un ser dotado de una maldad químicamente pura, sin rastro de excipientes: la señorita Pringlin. Nunca antes, en ninguna de sus novelas, había construido Roncagliolo un personaje a cuyo lado el estrangulador de Boston, Pol Pot y Charles Manson parecerían devotas Hijas de María.

La lógica.

  Es Pringlin quien desencadena una serie de pequeñas catástrofes sucesivas y concatenadas que poco a poco, sin que el lector se dé cuenta, van deformando la realidad, van desdibujando los delgados trazos que contienen lo verosímil, y cuando llegas a la página 170 ya no sabes bien dónde estás, si divisando la Tierra desde el espacio o delante de las mandíbulas de la hormiga. Eso sí, ni una sola vez se ve el lector atacado por la sensación de que “esto no puede ser”, que es la puerta que abre la habitación donde se acumulan el tedio y de los libros sin terminar. Porque Roncagliolo, ebanista alemán, ha labrado todos y cada uno de los detalles para que encajen entre sí con la certeza y la naturalidad de los hilos de una tela de araña. No hay un solo fallo. No hay nada que resulte extraño, ni siquiera sorprendente, porque todo tiene su causa. Todo es inauditamente lógico.

No puedo contarles qué pasa con la señorita Pringlin, compréndanlo, ni con esos cuatro (u ocho) especímenes. Solo puedo decirles que no me extraña que la gente se levante con reverencia cuando entra Santiago. Y que no alcanzo a imaginar qué se va a atrever a escribir este hombre después de semejante novela. No me gustaría estar en sus zapatos. Y ahora, con su permiso, me voy a la cama. Roncagliolo me ha tenido dos días enteros sin dormir. Y mareado.

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