Quién es usted para juzgarle

21 / 12 / 2015 Luis Algorri
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Un libro sorprendente hace ver el desconcierto del clero español sobre la homosexualidad

El chico tiene una cara de buena gente que habría conmovido a una gárgola del siglo XIII. Además, por si algo faltara, es muy guapo, lo cual no es indispensable pero en determinados casos –numerosos casos– ayuda. El chico, modosito, angelical, humilde y desde luego con una enorme carga de sinceridad (no toda, ¿eh?, no toda), entra en la iglesia, ve a un cura, pone los ojos que ponía el gato con botas de Shrek cuando trataba de partirle el corazón a alguien, y se le acerca.

El diálogo que sigue es, muy resumidamente, el que sigue. Perdone, padre, necesito su ayuda. ¿Quieres confesión, hijo mío? No, no, padre, confesión no, lo que quiero hacerle es una consulta; soy creyente, católico romano, estoy en tribulación y necesito la guía de la Iglesia, ¿puede usted ayudarme? No faltaba más, hijo mío, para eso estamos; dime, dime, ¿qué te pasa? Pues verá, padre: soy, como le digo, católico practicante hasta donde me lo permite mi tiempo, amo a Jesús, voy a misa casi cada domingo y me siento parte comprometida de la Iglesia, lo mismo que mi pareja. Muy bien, muy bien, hijo mío, ¿y cuál es el problema que te aflige? Pues que mi pareja, el amor grande y generoso y cristiano y comprometido con Jesús que al fin he encontrado en esta vida, es un chico maravilloso; por cierto, mayor que yo. ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué me estás diciendo? Lo que está usted oyendo, oh padre generoso y amantísimo, ministro del Señor; que yo me llamo Sebastián Medina y que el amor de mi vida se llama Ernesto, ¿qué puedo hacer para que la Iglesia en la que ambos creemos y a la que los dos amamos no nos expulse de su seno como a réprobos?

Atentos a esto, por favor: todo es verdad. Sebastián es creyente, católico romano, practicante, y hace esa consulta con toda sinceridad. Es profesor en un colegio concertado (es decir, en un colegio religioso que imparte su catequesis con subvención del Estado) y se ha enamorado de Ernesto. Mejor dicho, no es que se haya enamorado: es que llevan varios años juntos y ya comparte con su chico alma para conquistarle, corazón para quererle y vida para vivirla junto a él, porque llevan ya largo tiempo conviviendo en el mismo domicilio fiscal. Y ambos, creyentes y andaluces, se sienten ignorados, postergados, rechazados y, en no pocos casos, perseguidos por la Iglesia a la que los dos quieren pertenecer, porque creen y siempre han formado parte de ella. La consulta en busca de una guía espiritual no puede estar, pues, más justificada.

Sebastián Medina solo oculta, por un (vamos a decir) cierto respeto humano, tres cosas. La primera, que no se llama Sebastián Medina y que su novio tampoco se llama Ernesto. La segunda, que está haciendo la misma consulta a decenas de curas de Sevilla, Jerez, Cádiz, Orense, Torremolinos, Alcalá de Henares, Granada, Plasencia, Santiago de Compostela, Vigo, Salamanca, Cáceres, Madrid y Huelva (El Rocío); una consulta muy larga en el tiempo y muy variada, como ven. Y la tercera, que está grabando todas y cada una de las conversaciones con los clérigos. Incluida la última, la número 37, que se mantiene con un perfectamente identificable arzobispo español, que no demuestra –nada nuevo en él– demasiadas luces.

Esto es lo que hay en un libro que dejará memoria: ¿Quién soy yo para juzgarlos?, publicado por Editorial Egales. El título corresponde a la célebre y revolucionaria frase que el papa Francisco soltó sobre los gais en un viaje en avión, cuando volvía a Roma desde Brasil. El contenido no es, cuidado con esto, ni una broma ni mucho menos un delito. Es una espeluznante fotografía del clero español de ahora mismo. En un tiempo de cambio absoluto, con un Papa decidido a sintonizar el reloj de la Iglesia con la hora del siglo XXI, los curas españoles dan la sensación de estar, en su gran mayoría, simplemente aterrorizados. No saben qué pasa, cómo reaccionar, qué decir, a qué recurrir, cómo aconsejar a alguien que llega a verles y les hace una pregunta tan sencilla como esta: creo en Dios, creo en la Iglesia y estoy seria y largamente enamorado de una persona de mi mismo sexo. ¿Tienen ustedes sitio para mí?

Las respuestas son tremendas. La más frecuente: ya se te pasará, el amor es pasajero, es mejor que dejes a ese señor antes de que tengas que sufrir y que te entregues al amor de Jesús, que no te fallará. ¿Dirían eso los curas a un chaval que se enamora de una chica? Otra respuesta que pone los pelos de punta: disimula. Si tenéis sexo estáis en pecado mortal, pero os confesáis los dos antes de comulgar y así podéis recibir la Eucaristía; eso lo podéis hacer cuantas veces haga falta, les llegan a decir. Una respuesta –hay que decir esto– esperable: ¿y cuántas veces? ¿Y cómo lo hacéis? ¿Te lo hace él a ti o tú a él? Qué horror, qué pecado más grande, ¿vendrás a contármelo la próxima vez? La respuesta tristísima de un cura nonagenario: vete a la farmacia y pide que te den un medicamento que hay para esto, no recuerdo cómo se llama pero lo dan si lo pides, eso se cura con medicinas. La inevitable: si yo te comprendo, pero no podéis tocaros. Si os queréis como hermanos, si fingís una amistad aunque haya algo más, vaya y pase. Pero si os miráis con deseo, aunque solo sea eso, ya estáis fuera de la Iglesia, porque pecáis de pensamiento. Por cierto, ¿nunca te han dicho que eres una preciosidad?

Este libro tremendo, que se lee con tanta avidez como lástima por el desconcierto de un clero muy mal preparado y completamente desorientado ante el cambio del nuevo siglo, debería llegar lo antes posible a la mesita de noche del papa Francisco. Tengo para mí que lo que él quiere hacer, que es muchísimo y trascendental, no puede conseguirse con estos atribulados mimbres.

Pero lean ustedes el libro y fórmense su propio criterio. Es lo mejor que se puede hacer.

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