Patrias, pueblos y otras pasiones

13 / 02 / 2017 Luis Algorri
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El éxito literario de estos meses es una “ficción” sobre el horror que ha vivido el País Vasco con ETA.

Fernando Aramburu

Tiene razón Juan Soto Ivars cuando cuenta esto mismo de la novela a la que me voy a referir, pero se queda corto. Efectivamente, cuando te subes al AVE que va de Madrid a Barcelona y te apetece un café (cuatro vagones de distancia desde mi asiento), llama la atención que, en cada uno de los coches, haya al menos una persona que está allí sentada leyendo Patria, la novela de Fernando Aramburu que ha publicado Tusquets. Yo camino por el pasillo y la llevo debajo del brazo, así que se crea una especie de complicidad, cierta conciencia de compartir algo en silencio: le miras, te mira, hay una sonrisa y un alzamiento de cejas, un gesto de qué bárbaro, de a mí también me está gustando, algo así.

Pero es que te bajas en Atocha, ya de regreso, y una chica que está aguardando a alguien que sin duda viene en tu tren está tan enfrascada en el libro (va por la mitad) que corre el riesgo de que la persona a la que espera pase por allí sin que se encuentren. Esta tarde, en el paseo de Recoletos, un señor mayor estaba sentado junto a la estatua de Valle Inclán, pelado de frío el pobre, pero no dejaba de leer. Y el efecto marea sin la menor duda se ha multiplicado después del artículo que Mario Vargas Llosa publicó sobre el libro hace unos días en las páginas nobles del que fue mi periódico, el diario que yo leí todos los días durante 39 años y ahora ya no.

Tusquets no ha hecho una promoción planetaria de este libro tremendo. Se ha movido dignamente, como siempre hace, pero no han echado la casa por la ventana; si Patria se está convirtiendo en un fenómeno irresistible es por el único método infalible: el boca-oreja, la recomendación (pública o privada) entre lectores. Aramburu, que no es ningún novato ni ningún torpe en esto de escribir, está seguramente perplejo, porque lo que ha escrito no es una novela fácil, ni cómoda, ni edificada según la falsilla de los best sellers que las editoriales imponen a los autores (a los que se dejan) (que son legión) como método más seguro para ganar dinero. Aramburu ha escrito una novela larga, de arquitectura compleja, de personajes de los que no te puedes apropiar en cuanto salen para amarlos u odiarlos porque todos van creciendo o menguando; en todo caso, cambian, lo cual obliga al lector a tomar la difícil decisión de no tomar ninguna, de esperar acontecimientos y no juzgar ni ponerse de parte del bueno, porque aquí lo que hay son seres humanos y no arquetipos de la commedia dell’arte.

Dos familias vascas, de un pueblo que no se nombra, ven cómo se pudre su amistad de generaciones cuando a su vida (y su vida es todo lo que les rodea) llegan los patriotas. Los que hablan en nombre del pueblo, sea eso lo que sea, pero no se les cae de la boca la maldita palabra. En esas dos familias próximas, entreveradas, enhebradas la una con la otra, dirigidas cada una por una matriarca de fuerza irresistible, unos asesinarán y otros serán asesinados; unos sufrirán no solo la muerte sino el desprecio, el acoso, el escarnio público y muchas veces anónimo de los otros, convertidos en una mafia de ladrones santificada por el espantoso concepto de patria, de pueblo, de tribu, de grupo ferozmente excluyente.

Nacerán niños que vendrán al mundo como vienen los niños yemeníes, o amish, o afganos: con la fe, las creencias, las preferencias y las opiniones determinadas desde el momento mismo de abrir los ojos por la imposición del grupo en el que han nacido. No se les consentirá ninguna otra cosa. Creerán y opinarán lo que se les mande y no harán preguntas. El que las haga corre el riesgo de ser expulsado fuera de las fronteras de las palabras sagradas: pueblo, patria, nosotros. Y saben que no existe sobre la tierra (es decir, en su mundo) ningún mal peor. Se les condena a la ignorancia, a la brutalidad y a la anulación personal, como pasa con el tremendo personaje de Joxe Mari, que no nace hecho un animal de bellota: eso es lo que hacen de él los patriotas, los detentadores de la palabra pueblo, los fanáticos criadores de carniceros. Y uno de los más asquerosos (este sí se hace inmundo para el lector casi desde que aparece) es precisamente el párroco, espantoso símbolo de la Iglesia católica vasca durante estos últimos cincuenta años; un tipo que usa el nombre de Dios en vano todos los días, porque pone a Dios (un Dios en el que, sin la menor duda, no cree) al servicio de su fanatismo de pastor de lobos, no de ovejas del Señor. Hubo al menos un obispo así. Recuerdo muy bien su nombre. No voy a manchar esta página con él.

La novela, pues, se vuelve terrible porque no es ficción, aunque los personajes creados por Aramburu sean inventados.  Esa pesadilla es la que ha vivido el País Vasco durante medio siglo. Dos millones de seres humanos aplastados durante generaciones por la losa de una palabra, pueblo, que solo sirve (usada como se usa en la novela, y en buena parte de la realidad) para birlar, para olvidar, para vaciar la palabra ciudadano: así la masa se impone al individuo, la fe se impone a la razón, el todo pasa a ser mucho más que la suma de las partes. Un grupo humano se convierte en un rebaño. Y el rebaño se mueve según la voluntad del pastor... y de los perros de los que se ayuda.

Yo también creo que la última escena (no la voy a destripar, como hace Vargas Llosa) es la única inverosímil, aunque sea la primera que se le ocurrió al autor y la que le sirvió para levantar todo el resto de este asombroso edificio. Pero lean ustedes la novela. A ver qué les pasa en los pelos del cogote la próxima vez que alguien les diga lo que hay que hacer porque “esa es la voluntad de un pueblo”.  O de “la gente”, como dicen otros.

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