Noticia del antipríncipe

24 / 04 / 2017 Luis Algorri
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Mario Garcés publica una tremenda colección de consejos a los presidentes del Gobierno. No da nombres.

Mario Garcés

De Mario Garcés sé decir, mi Señor, que es escritor, y no malo, como ahora explicaré; pero que, en estos tiempos desdichados en que nos ha tocado penar, pocos son los que tienen la fortuna de sobrevivir gracias a las solas habilidades que les dio el Cielo, y así a nuestro Garcés le es fuerza ganarse el pan trabajando en lo que buena o malamente puede, sea o no sea ello acorde con la honestidad y las buenas costumbres. Así se le ha visto ocupando el destino de subsecretario del Ministerio de Fomento –nuestro Señor, en su misericordia, se lo sabrá perdonar– y aun hoy hay quien asegura que, no se sabe cómo, roba horas a su decoroso oficio de componer historias para sacarse unos cuartos como de secretario de Estado de Servicios Sociales e Igualdad, supongo que embozado para no ser visto.

No se lo tenga en cuenta Vuesarced. Bien sabe mi Señor que la necesidad suele ser mayor que lo que para cada cual dispone la Providencia, y también sabe que el gran Cervantes trabajó de alcabalero, de mercader de tributos y aun de apaleador de sardinas –aunque a esto fue forzado– antes de que la vejez, el genio y el desaire lo animasen a contar las andanzas de don Quijote, de Persiles y de Sigismunda.

Dos cosas tengo por ciertas y probadas: una, que Mario Garcés ha leído con extremo provecho todo eso que digo y mucho más; y la otra, que esos empleos indecorosos que se ve apretado a aceptar le causan las más de las veces tan grandes enojos, fatigas y molimientos del alma que acaba agarrándose al papel, a la tinta y a la imaginación como el náufrago se aferra al tronco que quizá le salve la vida. De esa dichosa infelicidad de Garcés nacieron obras que mi Señor ya conoce, porque yo mismo se las conté y aun se las hice llegar para que las fuese leyendo, si podía. Y así recordará sin duda Vuesarced aquellos Episodios extraordinarios de la historia de España, que le envié por posta hace dos inviernos, por San Lázaro sería; allí contaba el buen Garcés la triste malaventura del Niño de la Guardia, y la historia algo pícara y salpimentada de don Domingo de Bonechea, que viajó hasta los antípodas para explicarle a su adusta amada cuánto la echaba en falta mientras en torno suyo danzaban las nativas; y otras anteriores y posteriores, todas de grandísimo gusto y provecho.

Ahora el buen Garcés, que sigue, a lo que se ve, espantando el sueño y aun los días santos para hacer lo que mejor sabe y quiere, ha dado a la estampa –y a qué estampa: Reino de Cordelia nada menos, mi Señor, que esos tomos son como encajes de Bruselas– libro nuevo. Y pica más alto que antes el animoso, pues que ahora se permite reconstruir, más que enmendar, el viejo y pérfido Príncipe de micer Nicolás Maquiavelo, que sin duda mi Señor recordará porque lo inspiró uno de sus mejores abuelos, el rey don Fernando, que Dios guarde. Y así escribe Mario Garcés El Antipríncipe, que no va dedicado, como por el título pudiera parecer, ni a republicanos ni a refariseos, sino a quienes de verdad hogaño mandan o, cuando menos, eso pretenden que los demás creamos: los presidentes del Gobierno.

Se lo explico a Vuestra Señoría para que mejor lo entienda. Garcés, que es –ya dije esto antes– buen lector de Cervantes, hace nada más empezar una tabla de equivalencias que el desavisado lector no debe olvidar si no quiere perderse por las aromáticas espesuras del lenguaje antiguo. Y así, cuando habla de antipríncipes, se refiere a los presidentes; cuando saca a los ministros no hay cambio, porque en ese oficio, tan deseado por tantos y al cabo tan temible como el aguardiente, no cabe imaginar palabra alguna que lo sustituya. Y los prelados son los altos cargos, y presbíteros llama a los subdirectores generales; y cortesanos a los empleados públicos, de modo que permítame mi Señor que no quiera imaginar yo ahora cómo llamará el osado autor a las empleadas públicas; y los ciudadanos siguen siendo súbditos, por si acaso alguien columbrase que alguna vez dejaron de serlo, salvo cuatro días antañones. Al rango de virreyes eleva, como si los coronase de cartón pintado, a los barones de las comunidades autónomas; y de colonias trata a los partidos, y por fin de gregarios a quienes a tales partidos siguen; de modo tal que, como con claridad se infiere, los tiene por rebaños, pues que no otra cosa son las greyes, y más cuando apriscan en colonias.

La lectura, mi Señor, no se sabe qué es más: si gozosa o despiadada, o quizá lo primero sea hijo de lo segundo. Divide el astuto Garcés su magisterio al Antipríncipe en cuarenta lecciones, y le enseña cuanto debe saber el gobernante destos días acerca del miedo, la mentira, la lealtad (que no consiste en decir la verdad a quien manda sino en no llevarle jamás la contraria), la autoestima, la educación, el miedo y muchos asuntos más, entre los que brilla como un júpiter la corrupción, que todo el libro anega. Debe mi Señor tener bien claro que Garcés no juzga ni moraliza, ni indica qué es bueno y qué es malo. Es peor, porque se limita a describir una realidad con la serenidad de ánimo con que un cirujano va tajando y separando los tejidos, órganos y humores de un cadáver podrido de peste. Luego, si acaso, aconseja cómo librarse del contagio o al menos de su apariencia, porque parte del axioma de que “todos los hombres, por esencia y naturaleza, son delincuentes (...) no hay hombres justos, por la misma razón que no hay hombres incorruptos”.

Si lee mi Señor este libro, reirá menos que sentirá, y meditará más que reirá. Léalo pues, que le aprovechará; y así quizá piense sobre qué ha de hacerse –en el dentro y en el fuera de cada cual– para cambiar las cosas. Si es que tal sueño cabe.

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