No llovía en Madrid el 11-M

31 / 10 / 2016 Luis Algorri
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El último libro de Juan Soto Ivars es la demostración de que se puede ser español sin ser intolerante.

No quisiera repetirme pero la memoria funciona mediante cajetines de madera que contienen lo que contienen, no otra cosa. Conocí a Juan Soto Ivars en casa del escritor Ignacio Merino hace siete u ocho años. Era un guapo mocito con el pelo a lo Kurt Cobain que tenía toda la pinta de ser un vividor o un chisgarabís, pero que era capaz de mantener una conversación fluida usando nada más que frases de ópera italiana. Yo le contestaba igual, maravillado porque eso solo lo he visto en otra persona, el gran Lincoln Maiztegui. Así que lo descarté de inmediato como chisgarabís o vividor. Alguien capaz de hacer eso iba a ser escritor, como él decía. Alguien capaz de hacer eso puede ser lo que se proponga.

Juan se puso a escribir como una ametralladora. Sacó varias novelas y ganó algún premio importante. Cuando leí La conjetura de Perelmán (Ediciones B) resistí como pude la tentación de la envidia. Cuando lo contrataron de columnista en cierto medio digital, del que a mí me habían echado, me preocupé seriamente por él. No había motivo. Era mejor que yo, por eso se hizo la estrella de aquel barco pirata.

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