Mirleidis, el odio y la pena de muerte

17 / 10 / 2016 Luis Algorri
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Asomarse a las redes sociales hace ver hasta qué punto la vida humana no vale nada para mucha gente

Me va a perdonar mi idolatrada Mirleidis Jasmín Coromoto Barrios de Rojas (he cambiado los apellidos pero no el nombre, que es sencillamente insuperable) si la traigo a esta página sin su permiso, pero esta dama de la alta sociedad venezolana me sirve como ejemplo de algo que me sería áspero contar de otro modo. Doña Mirleidis y yo solemos tropezarnos (no digo encontrarnos; digo tropezarnos) en una página de Facebook en la que se suele hablar de derechos humanos, libertad, democracia, igualdad, fraternidad y otras cosas parecidas.

Los que hacen la página (si buscan ustedes Renacimiento igual la encuentran) están claramente a favor de todos esos principios que he dicho. Doña Mirleidis está convencida hasta los huesos de que esa gente, y quienes por allí pasamos, somos no ya de la piel del diablo sino el diablo propiamente dicho; unos comunistas peligrosísimos (estamos a favor de los derechos humanos: qué más pruebas necesita la buena mujer) que no creen en su venerado diosito y que sostienen que la verdad absoluta no existe, que hay que buscar lo que a uno le convence en vez de andar por ahí tragándose dogmas.

Doña Mirleidis se mete en la página de Renacimiento con un indisimulado afán misionero. Ella está allí para difundir la palabra de su diosito y fustigar sin la menor piedad a quienes nos atrevemos a poner en duda el carácter legislativo en lo civil de las toneladas de citas bíblicas con las que nos aplasta, porque hay que ver la memoria que tiene esta mujer para el Deuteronomio, los Macabeos y los Tesalonicenses.

Eso sí, yo la quiero mucho porque, a pesar de su fanatismo, es buena gente. Siempre que acaba un comentario escribe lo mismo: “Vendisiones para todos, mis ermanos”.

No lo he dicho antes pero ya lo ven: esta mujer, que forma parte de la aristocracia del dinero de su país, mete unas faltas de ortografía como peñascos, seguramente porque no se preocupó mucho de estudiar: para qué lo necesitaba si desde niña supo con quién se iba a casar y que iba a tener una mansión con un jardín del tamaño de una isla todo lleno de enanos de cerámica, y once coches y nueve mayordomos y seis perros dálmatas. En esas condiciones, la ortografía es un detalle hinecesario.

Hace unas semanas se planteó un debate en esa página en la que Mirleidis dio lo mejor de sí misma. Alguien puso un retrato a lápiz de Victor Hugo con una frase suya: “La pena de muerte es el signo característico de la barbarie”. Mirleidis entró en erupción diciendo que qué nos habíamos creído, que estar contra la pena de muerte es estar contra diosito, y agregó media docena de citas de la Biblia que no dejaban lugar a la menor duda. Algunos le recordamos aquello del no matarás, pero sin el menor éxito: para Mirleidis, ese mandamiento se refiere nada más que a los buenos. No matarás a la gente decente, pero a los comunistas se les puede matar perfectamente, pues no faltaba más, como la Biblia dice que ha de hacerse con los amorreos, gebuseos, samaritanos y a los que ella llama sordomitas y gonorreos, es decir, los naturales de Sodoma y Gomorra. Es lícito matar a los que no creen en diosito. La Biblia lo pone decenas de veces, casi tantas como el Corán.

Nos reímos un tantico de ella por aquello de la ley del embudo, pero la risa nos duró poco. La tesis de Mirleidis desató una tormenta de opiniones... favorables. Menos en los lectores españoles y norteafricanos, pero una espeluznante inundación entre los latinoamericanos, desde Río Grande a La Plata.

De nada sirvió explicar que Venezuela tiene el alto honor de haber sido el primer país del mundo que abolió la pena de muerte, en 1863, por lo cual figura en el cuadro de honor de la dignidad humana. Les da igual. Da pánico comprobar que en ese país, ahora mismo, y si te fías de los cientos de lectores de la página, la mitad de la población le desea la muerte, con toda intensidad emocional, a la otra mitad. Como pasó en España en 1936, parece que allí ahora mismo no hay compatriotas que piensan de manera diferente, o adversarios, o rivales políticos, o como quieran llamarlo. Hay enemigos irreconciliables que se acusan mutuamente de lo mismo: de robar, de mentir, de provocar el hambre, de asesinar de noche (o de día) a cientos de inocentes para desacreditar a los de enfrente, de acabar con el país, de estar a sueldo de poderes extranjeros, de ser unos hijueputas, y ese es el epíteto más cariñoso que se destinan. Chavistas y antichavistas se acusan unos a otros de las mismas barbaridades sin darse cuenta de que la imagen que transmiten es que son exactamente iguales.

Y todos usan argumentos parecidos, que no son argumentos sino ejemplos: “A mi vecino le secuestraron al hijo y luego apareció cosido a tiros en una cuneta; el que hizo eso merece la muerte”. Es dificilísimo razonar así. No es nada fácil hacer ver que si alguien decide que tal cosa merece la muerte, en realidad abre la puerta a que cualquiera decida qué es lo que la merece, sin pararse a pensar que matar legalmente a alguien es la negación misma del Derecho porque es una pena irreversible, definitiva, que cierra el camino a cualquier redención. Es, por decirlo con palabras de Mirleidis, una benganza que no tiene vuelta atrás.

Pongo el ejemplo de Venezuela porque es el más llamativo pero hay más. Los colombianos que desean la muerte (y no otra cosa) a los comunistas. Los alemanes, daneses, finlandeses, norteamericanos que están, cada vez en mayor número, a favor de esa atrocidad, porque el cuarto jinete del Apocalisis (dice Mirleidis) está otra vez aquí. Lo mismo que hace un siglo. Vendisiones para ustedes. 

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