Menos mal que nos queda...

22 / 05 / 2017 Luis Algorri
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Eurovisión se pasma ante la primera gran canción en años y los tuiteros masacran a un crío de 21 años.

Foto: Sergei Supinsky/Afp

Esta vez ha sido diferente de lo que llevamos viendo años y años. Ese mercado de mediocridad musical en que desde hace décadas se ha convertido el festival de Eurovisión funcionó de manera distinta. Pero el público español, al menos el que se hace oír, se ha comportado exactamente igual que siempre.

Eurovisión nació en 1956 como una poética y abnegada iniciativa que pretendía reunir (vamos a dejarlo en reunir) a los telespectadores europeos gracias a la música. Un sueño que casi merece el calificativo de ilustrado. Había gente que escribía canciones, por lo general aceptables o al menos pegadizas; otros las interpretaban ante las cámaras, luego el jurado de cada país votaba a la que le parecía mejor y esas canciones, que habían nacido en algún lugar de Holanda o de Italia o de Luxemburgo o de Dios sabe dónde, se hacían populares en todo el continente, todo el mundo las tarareaba y eso contribuía (o se pretendía que contribuyese) a que los europeos compartiesen algo tan sutil y tan decisivo como la música. Se vislumbraba así el sueño de Beethoven y de Schiller: “Todos los hombres serán hermanos / bajo tus alas bienhechoras”, y se referían a la alegría, que es uno de los mejores resultados posibles de la música.

La sociedad cambió con los años, pero el festival no. Hubo épocas de furioso nacionalismo publicitario (¿qué esfuerzos no hizo el Gobierno de Franco para que ganase España en 1968 y 1969? ¿Por qué los países del Este llevan décadas votándose unos a otros, suene lo que suene?) y al festival no llegaron jamás las nuevas corrientes musicales que arrastraban a la gente en las radios, televisiones y discotecas. El festival se alejó de la realidad y la calidad de las canciones bajó tanto que todo cayó en un ridículo culturalmente inútil, comercialmente irrelevante y estéticamente lamentable. Se convirtió en un asunto para mitómanos.

Desde hace más o menos década y media, Eurovisión se volvió una solemne payasada por completo previsible a la que arribaban casi nada más que freaks que iban a reírse del antaño ilustre encuentro musical. El tal Chikilicuatre. La gárgola aquella, un señor con barba vestido de emperatriz de pacotilla que ganó representando a Austria. Las abuelicas rusas. Tantos más. Estuvo a punto de participar Karmele Marchante con una canción inspirada en marchas falangistas. El resultado ya no le importaba a nadie: José Luis Uribarri adivinaba, año tras año, a quién iba a votar cada país sin equivocarse jamás. Eurovisión se convirtió en objeto de apasionado culto tan solo para determinadas variedades de gais. Nada más.

Y de pronto aparecieron, este mismo año, dos fenómenos opuestos entre sí. El primero fueron los hermanos Luisa y Salvador Sobral, portugueses, que presentaron una canción de las que no podían ganar en Eurovisión porque no se parecía en nada a las que suelen ganar. El segundo fenómeno fue Manel Navarro, un crío de 21 años nacido en Sabadell, rubito y guapo, que escribió e interpretó una reverenda birria titulada Do it for your Lover. Prefiero no detenerme en cómo fue seleccionada aquella pieza a la que Pedro Muñoz Seca sin duda habría calificado de “truño de aluño, truño de bruñido acero, orgullo del truñalero que le forjó y le dio bruño”. TVE sin duda apostó, más que por la canción (qué más daba la canción, ninguna vale para nada ni llega a las listas de éxitos), por el atractivo del chiquilín, su estilismo andrógino, su sonrisa modelo Heidi y su camisa hawaiana abierta.

Y todo se volvió del revés. Los espectadores europeos se encontraron, sin esperarlo en absoluto, con una balada magnífica cantada en portugués y que, en lo musical, tenía dos padres clarísimos: las mejores canciones lentas de Louis Armstrong, como A Wonderful World, y las melodías escritas para las películas de Disney por ese genio de la balada sentimental que es Alan Menken. Esa mezcla no podía fallar, pero no era suficiente: hacía falta talento. Y los hermanos Sobral dieron con una melodía verdaderamente hermosa. Funcionó. Amar pelos dois, cantada por la voz dulce, melosa y afalsetada de Salvador, derribó estrategias, prejuicios, circos, pijadas nacionalistas más o menos eslavas, y las ganas de reír de mucha gente, y ganó por una razón que parecía extinguida: porque es una gran canción.

Manel Navarro fracasó. Obtuvo la peor puntuación, lo mismo que en ediciones anteriores lograron Lydia Rodríguez (1999), Remedios Amaya (1983), Conchita Bautista (1965) o Víctor Balaguer (1962).

Ah, pero es que ahora hay redes sociales y antes no. A Manel Navarro, cuyo único delito fue escribir una canción notablemente peor que la ganadora pero no excesivamente más mediocre que las que suelen presentarse al festival, lo han masacrado sin la más mínima piedad las terroríficas juventudes tuiterianas, esa horda de salvajes anónimos cuyo precedente histórico más notorio son las turbas que gritaban crucifícale en la Jerusalén de hace 2.000 años y que, como aquellas, se retroalimentan en su saña: a ver quién dice la burrada más grande (lo de maricón, ancestral grito ritual de los portaboinas iberos, se queda casi en una caricia cariñosa en comparación con lo demás que le han llamado al chaval), a ver quién lo escarnece con más ingenio, a ver quién lo humilla más, a ver quién se pasa más pueblos.

Tiene 21 años. Solo deseo a quienes están machacando a este crío por el terrible delito de haber quedado el último en Eurovisión (qué horror, ¿verdad?) que alguna vez les hagan lo mismo a ellos. A ver cómo se sienten. A ver.

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